miércoles, 17 de noviembre de 2010

Ensayo de boda


Capítulo 9 "Ensayo de boda"

Un delicioso olor a café despertó a Bella a la mañana siguiente. Eran las diez. No había dormido tanto desde la gripe del invierno pasado. Se puso la bata y fue a la cocina.
Edward estaba sentado leyendo el periódico del domingo. Llevaba unos vaqueros descoloridos y una camiseta gris, y tenía unas manchas azuladas bajo los ojos.
—Buenos días —la saludó sin mirarla.
—Buenos días —respondió ella. Se sirvió una taza de café y se sentó frente a Edward—. Respecto a lo de anoche…
Él se puso rígido. Obviamente, no quería hablar de su pesadilla. Aquella mañana, la luz que normalmente desprendía su rostro se había atenuado, revelando las sombras ocultas.
—No importa —dijo ella. Después de todo, no era asunto suyo—. Tengo que hacer unos recados antes del ensayo de esta tarde.
—De acuerdo —aceptó él frotándose la nariz.
—Si no quieres venir conmigo…
—No vas a ir a sola a ninguna parte. Estoy listo para salir cuando quieras.
Después de una rápida ducha y vestirse con ropa informal, eligió un traje beige y unos zapatos a juego para cambiarse en la iglesia.
Edward la esperaba en el salón. Se había puesto una chaqueta deportiva gris.
—El coche está limpio —dijo, sin mirarla a los ojos.
Una horrible sospecha hizo que a Bella se le revolviera el estómago.
—¿Quieres decir que… pensabas que había una bomba? —susurró.
—Es una medida de precaución —se pasó los dedos por el pelo—. Nadie sabe dónde estamos, pero no hay que dar nada por seguro. No dejaré que nadie te haga daño, así que puedes tranquilizarte —abrió la puerta—. Vamos. Hoy iremos en el Corvette.
Bella estuvo inquieta y no paró de mirar por el espejo retrovisor de camino a la ciudad.
—¿Cuál es nuestra primera parada? —le preguntó Edward.
—Tengo que pasarme por el banco a comprobar el cajero, y luego a la panadería de Erick, al doblar la esquina.
—¿Te pagan por trabajar en tu día libre?
—No, pero quiero hacerlo. Me siento responsable de que todo funcione bien en el banco.
Él sonrió desdeñosamente y condujo en silencio el resto del trayecto.
—Hemos llegado, señorita —dijo al aparcar frente al banco—. ¿Vas a entrar?
—No, sólo voy a intentar sacar dinero.
Sintió cómo Edward la seguía con la mirada mientras avanzaba hacia el cajero. Sacó cuarenta dólares sin problemas, de modo que guardó su tarjeta y volvió al coche. Justo antes de subirse, sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Una sensación horriblemente familiar. Miró hacia la izquierda, pero entonces Edward apareció junto a ella, abrió la puerta del coche y la metió a toda prisa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, mirando la acera desierta y con una mano en la chaqueta.
—Nada —respondió ella, con la respiración agitada—. Estoy un poco nerviosa desde que buscaste una bomba esta mañana.
Edward volvió a mirar en todas direcciones antes de volver al asiento del conductor.
—Nos vamos a casa.
—¡No! El ensayo de la boda es esta tarde, y por culpa de la desaparición de Tyler tengo que confirmarlo todo hoy —le puso la mano en el antebrazo—. Sólo son nervios.
Él dudó un momento con la mandíbula tensa. Finalmente, puso el coche en marcha y la llevó hasta la panadería. Bella dejó escapar un suspiro de alivio.
Nada más entrar en la panadería, la recibió el irresistible olor a pan recién hecho.
—Hola, señorita Swan —la saludó Erick con una sonrisa desde el mostrador—. ¿Ha venido a confirmar el encargo? —preguntó, abriendo el libro de pedidos.
—Sí. Tarta de chocolate con pétalos de rosa.
—Pero su suegra pidió tarta de semillas de amapola con flor de lis.
Bella tendría que habérselo imaginado. Por suerte, había decidido confirmar los detalles personalmente.
—Prefiero el pedido original. La tarta de chocolate, por favor —no le importaba lo que Karen pensara. No iba a permitir que su suegra la controlase.
—Como guste —dijo Erick—. Otra cosa. Karen quería un lazo blanco en lo alto.
Bella examinó la colección de figuritas y negó con la cabeza.
—Nada de lazos. Que sean un novio y una novia. Novio rubio y novia castaña.
A su lado, Edward respiró hondo y se volvió hacia la puerta mientras ella pagaba.
La siguiente parada fue la floristería. Edward le abrió la puerta y la siguió entre las filas de macetas y ramos, que impregnaban el aire otoñal con los cálidos recuerdos del verano.
Un florero de cristal con rosas melocotón llamó la atención de Bella. Sin poderse resistir, alargó un dedo para tocar los pétalos aterciopelados y se inclinó para olerlos.
Edward emitió un gemido ahogado. Bella lo miró y lo vio llevándose un dedo al cuello de la camiseta.
—¿Qué te pasa?
Él se volvió con el ceño fruncido, y a punto estuvo de volcar un tiesto de geranios.
—Nada —respondió.
Bella suspiró. Todos los hombres odiaban ir de compras, incluso el resignado Mike.
La florista llegó con la hoja del encargo. Bella tachó las orquídeas moradas y blancas que había pedido Karen y en su lugar pidió rosas melocotón.
Al salir de la floristería volvió a consultar su lista.
—Lo siguiente es el vestido de novia, a dos manzanas de aquí.
Edward asintió, aunque parecía estar ausente. Al llegar a la tienda, se sentó en una silla fuera del probador y estiró las piernas.
—Aquí tiene, señorita Swan —dijo la modista mostrándole el vestido de encaje Victoriano—. Oh, la señora Newton eligió algo especial para usted la semana pasada. A ver qué le parece —le enseñó un salto de cama de color rosa, tan diáfano que podía verse perfectamente a través de la tela—. Karen tiene razón —dijo la modista cubriendo a Bella con la prenda—. Con algo así su marido no podrá quitarle las manos de encima.
Bella se puso pálida. Le entraron náuseas y tuvo que agarrarse a un perchero.
Edward se puso a toser y se levantó de un salto.
—Espero fuera —dijo, y salió corriendo de la tienda.
La modista metió el vestido en una bolsa. Bella rechazó el salto de cama y salió en busca de Edward. Estaba andando de un lado para otro por la acera, sudando.
—¿Estás bien?
—¿Por qué no habría de estarlo? —espetó él, secándose la frente con la manga—. Toda esta cursilería me ha sacado de mis casillas, eso es todo.
Aquel hombre había atracado un banco, había jugado a la gallina con la policía, había tumbado a un matón… ¿y se desmoronaba por ir de compras?
—Me había olvidado —dijo ella—. Cuando me raptaste dijiste que para ti el matrimonio era peor que la cárcel. Tu fobia debe de ser tan mala como la mía al mar —miró su reloj. Faltaba una hora para el ensayo—. ¿Qué te parece si compramos unos sándwiches y nos vamos a comer al parque? Así podremos relajarnos antes del ensayo.
—No cambies tus planes por mí —murmuró él—. Puedo aguantar lo que sea, en serio.
—Me gustaría tomar un poco el aire. Hace un día precioso —se enganchó al brazo de Edward—. Daffy's Deli está aquí mismo. Hacen los mejores sándwiches de ternera.
Él le cubrió la mano con la suya y le dio un ligero apretón.
—Ten cuidado. Puedo empezar a pensar que te gusto.
Por supuesto que le gustaba, pensó ella. Más de lo que quería admitir. Dejó la bolsa con el vestido en el coche y caminaron juntos por la calle.
De pronto, Edward se detuvo y señaló un escaparate.
—Ese vestido es perfecto para ti.
Bella contempló el maniquí ataviado con un vestido ambarino de crespón y una chaqueta a juego.
—Demasiado brillante y demasiado corto.
—Oh, vamos, la falda llega casi a la rodilla —le apretó la mano—. Y es del mismo color que tus ojos. Pruébatelo.
—No —se negó ella, aunque en el fondo quería hacerlo.
El vestido era precioso.
—Será mi regalo de bodas —dijo él moviendo las cejas—. Y también los zapatos, claro está, y un bolso. ¿No quieres dejarlos a todos boquiabiertos en tu ensayo?
Karen lo desaprobaría, desde luego, pero tal vez con esa ropa provocara un poco a Mike. Además, ¿cómo resistirse a esos zapatos italianos de piel?
Veinte minutos más tarde, salía de la tienda luciendo el vestido, los zapatos y un bolso a juego. Unos pendientes de topacio colgaban de sus orejas.
—¿Te he dicho que estás preciosa? —preguntó Edward con una sonrisa.
—Sólo me lo has dicho seis veces, pero gracias de nuevo.
Al poco rato, iban de camino al parque Laurelwood, después de haberse provisto de sándwiches, café y pastelillos de chocolate. Se sentaron en una mesa junto al estanque.
Edward le dio un gran mordisco a su sándwich y al instante se le iluminó el rostro.
—Mmm, tenías razón. Está exquisito.
De repente se puso tenso y miró por encima del hombro de Bella.
—¿Qué? —preguntó ella, girándose.
—No pasa nada. Come.
Igual que en el banco, volvió a invadirla una sensación de inquietud. La actitud alerta de Edward debía de haberla afectado. O quizá fueran los nervios por la boda.
Al acabar la comida, se levantó con la intención de dar un paseo y despejarse.
—Vamos a rodear el estanque —le propuso a Edward.
Siguieron el sendero, deteniéndose para arrojar las migas a los patos. Al llegar al final del camino, Bella vio que Edward volvía a mirar por encima de su hombro. Un escalofrío la recorrió por dentro.
—Tal vez deberíamos irnos ya a la iglesia.
Sin previo aviso, él la agarró del brazo y tiró de ella hacia un roble. La empujó contra el tronco, puso las manos a ambos lados de su cabeza y se inclinó.
—Mírame y sonríe —le susurró—. Como si estuviéramos tonteando. No mires a los lados.
Ella se quedó helada. El corazón le latía desbocado.
—¿Qué pasa?
—Hay un tipo observándonos desde el cobertizo, a diez metros a tu izquierda. Creo que nos ha estado siguiendo.
Bella lo miró fijamente y empezó a temblar.
—El árbol está entre tú y él. No te muevas, a menos que empiecen los disparos. En ese caso, tírate al suelo.
—¿Disparos? —le agarró el brazo—. ¡Edward, no!
—Es mi trabajo, cariño —le acarició la mejilla—. A la de tres. Una, dos…
—Tal vez deberías buscar otro método de trabajo —dijo ella con voz temblorosa.
—Así es mucho más emocionante —respondió él con una radiante sonrisa—. ¡Tres!
Salió corriendo y rodeó el cobertizo. Se oyó un grito y un golpe seco, y Edward volvió a aparecer arrastrando a un hombre por las solapas de su chaqueta vaquera. Lo presionó contra la pared y le puso el antebrazo en la garganta.
—FBI. ¿Quién eres? —le preguntó en voz baja y amenazadora.
El enmudecido prisionero lo miró aterrorizado.
—Te he hecho una pregunta —gruñó Edward—. No me hagas volver a preguntártelo.
—¡Espera! —gritó Bella corriendo hacia ellos, justo cuando Edward levantaba una mano.
—¡Te dije que no te movieras! —espetó él, mirándola furioso.
—No le hagas daño —le pidió ella agarrándole el brazo alzado.
—No voy a discutir contigo los métodos de interrogación. Sal de aquí. ¡Ahora!
—Edward, es sólo un muchacho —dijo, apretándole el antebrazo.
—Sí, ¿y qué? —miró al aterrado joven—. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciocho, diecinueve?
—Ca… catorce. Cu… cumpliré quince el mes que viene.
—Eres muy alto para tu edad, ¿no? ¿Por qué seguías a la señorita Swan?
El joven tragó saliva. Estaba temblando de los pies a la cabeza.
—¿No te he visto en el banco? —le preguntó Bella, mirándolo con atención.
—S…sí. El otro día.
—Eso es. Te vi en la cola. ¿Por eso me estabas observando?
El chico asintió nerviosamente.
—Deja que se vaya, Edward.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Edward.
—Co… Colin. Colin Stanley.
—Enséñame tu identificación.
—Lar… la tengo en el bo… bolsillo trasero.
—Sácala lentamente con una mano y sostenla en alto.
El chico obedeció y Edward miró su carné durante un minuto.
—Yo de ti dejaría de espiar a las personas. Y si tienes la menor intención de hacerle daño a esta señorita… —le apretó aún más la garganta— será lo último que pienses.
—Lo estás asustando —dijo Bella tirándole de la manga.
—Eso es lo que pretendo —volvió a clavarle la mirada al joven—. ¿Te ha quedado claro?
—Sí —respondió el muchacho tragando saliva—. Sí, señor.
Edward lo soltó y Colin salió corriendo como alma que lleva el diablo.
—¿Era necesario asustarlo así? —preguntó Bella cruzándose de brazos.
—¿Es que no ves las noticias? Son los jóvenes quienes cometen la mayoría de los robos, violaciones y asesinatos. Y éste era tan grande que podría hacerse pasar por un adulto. Ha tenido suerte de no seguir a alguien que disparase primero y preguntase después.
—Sí, sobre todo viendo cómo haces tú las preguntas.
—¿Crees que tendría que haberle invitado una taza de té y preguntarle amablemente cuáles eran sus intenciones? ¿Y eso antes o después de que te metiera una bala en la cabeza? —Bella se estremeció—. No pensaba pegarle. Pero hay que acobardar a un sospechoso para que colabore. Acuérdate de Félix. No podemos correr riesgos —miró su reloj—. Y será mejor que te lleve a la iglesia si no quiero arriesgarme con tu suegra.
Una vez en el coche, Bella soltó un suspiro de alivio. No se había equivocado al imaginar que alguien la seguía. Muchos clientes se habían acercado a ella para saludarla. Aunque Colin ni siquiera se había aproximado… Seguramente fuera tímido. Y después del numerito de Edward, el pobre nunca más se atrevería a mirar a nadie.
El reloj del salpicadero marcaba las cuatro en punto cuando Edward la dejó frente a la iglesia de St. Michael. Subió los escalones mientras él se iba a aparcar.
— ¡Bells! —la llamó Alice, subiendo tras ella—. Cielos, ¿qué te ha pasado? —le preguntó dándole un abrazo—. ¡Estás arrebatadora!
Esperaron a Edward y los tres entraron juntos en la iglesia. Allí se encontraron con Ben, el mejor amigo de Mike desde la universidad y padrino de la boda. Estuvieron charlando hasta que llegaron Mike y Karen, que se presentaron con quince minutos de retraso, algo inusual en ellos.
—Hola, Bella, querida —la saludó Karen, mirándola con ojos entrecerrados—. Este vestido es…
—Es perfecto —intervino Alice—. El color hace juego con sus ojos. ¡Y esos zapatos son maravillosos! —se volvió hacia Mike—. ¿No te parece que está muy guapa, Mike?
—Tiene muy buen aspecto, como siempre —dijo él, con una sonrisa que no alcanzó sus fríos ojos azules—. Siento el retraso. ¿Estás lista?
Estaba visto que su novio no compartía el entusiasmo de Edward, pensó Bella. Tal vez tendría que haberse puesto el salto de cama, aunque, conociendo a Mike, seguro que habría mostrado la misma reacción. ¿Qué hacía comprometiéndose con un hombre sin la menor pasión en las venas? Las dudas la asaltaron de golpe y tuvo que detenerse en la fuente del vestíbulo para beber agua.
El reverendo Weber, un hombre alto y canoso, los recibió en el altar.
—Todo el mundo está aquí, empecemos —su mirada se posó en Edward—. ¿Nos conocemos?
—Éste es mi… primo An —se apresuró a decir Bella—. An, te presento al reverendo Weber —se encogió de vergüenza por mentir en una iglesia.
El reverendo estrechó la mano de Edward.
—¿Es usted el padrino?
—¡Ni hablar! —negó Edward poniéndose pálido, y se fue hasta un banco del fondo.
El reverendo Weber frunció el ceño con desconcierto, pero enseguida se concentró en la ceremonia y empezó a hablar pacientemente de los votos.
Por el rabillo del ojo, Bella vio que Edward no dejaba de moverse. Y mientras más nervioso lo veía, más incómoda se sentía ella.
—¿… para amarlo y honrarlo hasta que la muerte los separe? —entonaba el reverendo.
Edward desapareció y volvió a los pocos segundos, muy serio. A Bella se le revolvió el estómago.
—¿Bella?
—¿Cómo ha dicho, padre? —preguntó ella con un sobresalto.
—Novias, siempre tan distraídas —dijo el reverendo con una risita, y consultó su libro—. Entonces le diré a Mike: «¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa?». Y tú, Mike, responderás…
—Sí —respondió él con voz tranquila pero firme.
El reverendo se volvió hacia Bella.
—Y entonces te preguntaré a ti: «Y tú, Bella, ¿aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?».
La pregunta resonó en su cabeza, abrasándole los recovecos de su mente. Miró por encima del hombro a Edward, quien se mordía el labio. Entonces miró a Mike, tieso como un palo junto a ella. Pasar el resto de su vida con un hombre así partía un error. Tragó saliva y abrió la boca para responder.

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