Capítulo 14 "Aún no te posee, Bella"
El agua tenía una temperatura muy agradable, y Bella contemplaba perezosamente las burbujas de jabón, pensando que podía quedarse ahí durante horas. No oyó la puerta que se abría, y se estremeció cuando Edward movió el biombo y lo puso contra la pared. La miró unos momentos, pero los cabellos de Bella flotaban a su alrededor, ocultando todo lo que él esperaba ver.
–¡Vete de aquí! –saltó Bella. Pero él fue hasta la cama y se sentó allí frente a ella. Ahora ella deseaba no haber quitado el polvo al cobertor.
–¡Vete ahora o... gritaré!
Edward rió de buena gana.
–Ya deberías saber que de nada te ayudarán tus gritos. Pero he venido aquí a hablar... nada más.
–No tenemos nada de qué hablar –dijo ella–, excepto que debes devolverme a mi prometido. Y eso puede esperar hasta que termine de bañarme. De manera que por favor, vete.
–Esta es mi habitación, y pienso quedarme.
–¡Tu habitación!
–Sí. Y preferiría que permanecieras donde estás.
–¿Por qué? –preguntó ella.
–Porque estás en desventaja, y así es como te prefiero.
–No comprendo.
–Mira, Bella, esto no es solamente mi habitación. Esta es mi casa. Y aquí te quedarás por un tiempo.
–Pero tú... ¡debes estar loco para decirme esto! Sabes que informaré al conde, y que él te perseguirá.
–¿Cómo? –preguntó Edward, divertido.
–Vives en la misma isla. No me será difícil encontrar su casa.
–Ah, Bella –Edward suspiró–. ¿Es tan difícil para ti aceptar lo obvio? Nadie podrá jamás encontrar mi casa. Esto no es Saint Martin, sino apenas una pequeña isla incivilizada entre muchas.
–¡No! ¡Mientes otra vez!
–Digo la verdad... te doy mi palabra. Hace una semana que cambié de curso. Sé que no te gusta pero tendrás que aceptarlo. Nos quedaremos aquí un mes... tal vez dos.
–¡No... no! ¡No me quedaré aquí contigo! ¿Por qué cambiaste el rumbo? ¿O nunca pensaste en llevarme a Saint Martin?
–Al principio no te mentí. Simplemente cambié de idea y decidí venir a mi casa por un tiempo. Veníamos hacia aquí cuando avistamos tu barco. Hace dos años que estamos en el mar, y mi tripulación necesita un descanso. Sin embargo, te llevaré a tu prometido si lo deseas. Pero debes considerar que por el momento ésta es tu casa.
–¡No... no me quedaré aquí!
– ¿Dónde irás, pequeña?
–Hablaste de un pueblo... iré allí –respondió Bella con altivez.
–No encontrarás ayuda en el pueblo, Bella. Los Awawak son granjeros pacíficos, pero desconfían de los extranjeros. Hace ciento cincuenta años, los españoles los usaron despiadadamente en las minas de plata, y sólo sobrevivieron algunas familias que lograron escapar. Cuando la isla perdió su valor, agotadas las minas, los españoles se fueron, y los que habían huido volvieron al pueblo abandonado. Cuando encontré esta isla, tome esta casa como propia, Nos entendemos bien con ellos y hacemos trueque con lo que necesitarnos. Hablan un poco de español y han aprendido un poco de inglés desde mi llegada, pero no te ayudarán. Y si lo hicieran, yo te encontraría, y te traería de vuelta aquí.
–¿Por qué decidiste traerme aquí, Edward? –preguntó Bella tratando de conservar la calma–. Sólo hubieras perdido dos semanas sí me hubieras llevado a Saint Martin, y habrías ganado mucho oro. Mon Dieu, yo era tan feliz... pensando que nunca volvería a verte. ¿Por qué cambiaste de idea?
–Veníamos a casa en busca de placer y descanso, y tú eres mi mayor placer –replicó él con suavidad, y luego se levantó para marcharse–. Termina con tu baño, pequeña y luego baja. La comida estará lista.
–Edward, no tendrás más placer a mis expensas –dijo ella, con los ojos oscuros llenos de odio.
–Veremos –replicó él.
–¡No, no veremos nada! Si insistes en volver a violarme, encontraré los medios de escapar de ti. ¡Te doy mi palabra!
–Y yo te doy mi palabra de que serás mi prisionera –gritó Edward, perdiendo finalmente la paciencia. Salió de la habitación y cerró la puerta de un golpe.
El cabello de Bella todavía estaba húmedo cuando bajó las escaleras una hora más tarde, Había trenzado sus cabellos y llevaba su vestido de algodón color lino.
Sue se levantó de la mesa y fue recibirla al pie de la escalera.
–Emmett me dijo que nos quedaremos aquí un tiempo –murmuró. – Lo siento mucho, Bella. Debes estar terriblemente alterada.
–No tengo por qué estar alterada –dijo Bella con calma–. No tengo que quedarme aquí.
–¿Qué quieres decir?
–Quiero decir que si ese estúpido arrogante vuelve a tocarme, me escaparé. –Echó una mirada a Edward, que estaba sentado a la mesa mirándola, y le sonrió con coquetería.
–Bella, no debes hacer ninguna locura –dijo Sue con temor.
–¡Ni lo pienso! –saltó Bella, pero se interrumpió al ver el terror en el rostro de su criada–. Perdóname, Sue. Siempre te hago objeto de mi furia. Debes perdonarme.
–Lo sé –dijo Sue–. Has cambiado mucho desde que estás con el capitán, y comprendo por qué. Preferiría que descargaras siempre tu enojo en mí. Si se lo demuestras a él, puedes poner tu vida en peligro.
–Nada temas, Sue. No me matará. Es que me enfurece tanto, que tendrá que pagar un precio por ello. A veces mis emociones son tan fuertes que me asustan.
–Pero, Bella, ¿por qué lo odias tanto?
–¿Por qué? Yo... no importa. Vamos, se está impacientando.
Caminaron hasta la larga mesa, y Bella ocupó la silla vacía junto a Edward. Sue fue al sector de la cocina, dejando a Bella con Edward, mientras el hombre llamado C.S se sentaba a la derecha de la muchacha, y Emmett frente a ella.
–Bella, quiero presentarte a mi buen amigo, el capitán C.S.
Bella echó una mirada a Edward, y se volvió hacia el hombre alto sentado junto a ella quien le dedicó una sonrisa amistosa. C.S era aún un hombre apuesto, aunque parecía doblarla en edad, pensó Bella. Sus cabellos castaños estaban ligeramente grisáceos en las sienes, pero su cuerpo era fuerte y musculoso.
–He hablado con su criada, mademoiselle, y me dice que ustedes son francesas –dijo C.S en ese idioma.
A Bella le encantó oír su lengua nativa, aunque el hombre la hablaba con un extraño acento irlandés. Le sonrió seductoramente mientras se le ocurría una idea.
–¿Es su barco el que vi en la bahía, capitán? –preguntó.
–Sí, señorita. Pero, por favor, lléname C.S, como hacen mis amigos.
–Con mucho gusto, C.S. ¿Te quedarás aquí mucho tiempo? –continuó Bella.
–Un día o dos. Iba camino a Tortugas, cuando tuve un encuentro con un galeón español. Me detuve aquí para hacer algunas reparaciones.
–Cuando te vayas, ¿podrías llevarme contigo? –preguntó Bella, siempre en francés.
–¿Pero por qué quieres marcharte? –preguntó C.S, frunciendo el ceño.
–Por favor... ¡No puedo quedarme aquí! –rogó Bella –. Si me llevas a mi prometido, él te pagará muy bien.
–¿Y cuál es el nombre de ese hombre afortunado?
–¡Basta! –rugió Edward, sobresaltando a Bella. Ella se volvió, advirtiendo el rostro pálido de Sue y la expresión divertida de Emmett, pero Edward estaba decididamente furioso.
–Si deseas continuar tu conversación, tendrás que hacerlo en inglés –dijo.
–Pero, ¿por qué? –preguntó inocentemente Bella.
–¡Porque no confío en ti, pequeña!
La risa de Emmett fue estridente.
–¿Qué encuentras tan gracioso, McCarty?
Ignorando a Edward, Emmett se volvió hacia C.S.
–Mi joven amigo tiene buenas razones para no confiar en la muchacha –dijo–. Una vez trató de matarlo, y probablemente pensó que podría aliarse contigo para volver a intentarlo.
–No exactamente –diijo Edward, ahora sin furia–. Ha pensado en huir, y no tengo duda de que tratará de obtener tu ayuda, C.S. Por razones particulares, a esta señora no le gusta mi compañía. Yo, por otra parte, disfruto de la suya. Ahora puedo decirte que es mía por derecho de captura. Es un botín de guerra, más o menos.
–¡No lo soy! –gritó Bella, poniéndose de pie.
–¡Siéntate, Bella! –ordenó duramente Edward–. ¿Preferirías que explicara la situación en términos más simples?
–¡No!
–Como te dije, C.S, es mía –continuó Edward–. Nadie la toca, y nadie la aparta de mí.
–¿Piensas casarte, muchacho? –preguntó C.S.
–No. Debes saber que en mi vida no hay lugar para el matrimonio –replicó Edward.
–Lo sé. ¿Entonces aún no has encontrado a James Gigandet? –preguntó C.S.
–No.
–¿Cuántos años hace que lo buscas?
–Doce. No es que los cuente. Comienzo a pensar que alguien puede haber llegado a él antes que yo. Tiene muchos enemigos.
–Es cierto, pero creo que aún está vivo –replicó C.S–. Hablé con un marinero en Port Royal, que escapó de una prisión española por la gracia de Dios, Relató una historia horrible, pero el hombre que lo envió a ese agujero de la muerte era el mismo hombre que tú buscas.
–¿El marinero dijo algo más? –preguntó Edward, con la voz llena de excitación–. ¿Dónde vieron por última vez a Gigandet?
–El juicio tuvo lugar en Cartagena hace tres años. Y desde entonces el hombre no ha vuelto a ver a Bastida.
–¡Demonios! ¿Dónde encontraré a ese asesino? ¿Cuándo? –exclamó Edward.
–No lo encontrarás aquí, muchacho. De eso estoy seguro –dijo C.S mirando a Bella.
–No, tienes razón, no lo encontraré aquí –replicó suavemente Edward. Contempló a Bella un largo rato, con una extraña mezcla de emociones en su rostro–. Pero la búsqueda– puede esperar unos meses.
La conversación cesó cuando las dos muchachas indias que servían trajeron grandes bandejas de comida a la mesa. Eran tan bonitas como había dicho Sue, con largos cabellos negros y sedosos y brillantes ojos negros. Llevaban amplias faldas de colores vivos y blusas muy escotadas. Iban descalzas. Eran muy parecidas, probablemente hermanas, pensó Bella, y las dos la miraron curiosamente mientras colocaban la comida en la mesa.
Bella centró su atención en la comida. Toleraba la pobre dicta del barco, pero ahora se regocijaba con las frutas frescas y exóticas que nunca había probado antes.
Los hombres de la tripulación entraron, uno por uno, para compartir la comida. Bella se preguntó quién sería este Gigandet, y pensó que debía preguntárselo a Edward más tarde.
Bella preguntó a Edward si podía caminar por el jardín, y se sorprendió al ver que él asentía. Salió por la puerta principal, caminó hacia un lado de la casa y dio la vuelta alrededor de ella. Al mirar el borde de un bosque en un claro más allá de los árboles, caminó hasta allí lentamente, soltándose los cabellos para dejarlos secar con la brisa.
En el borde del bosque, un sendero llevaba hasta el corral. Dentro de él había siete caballos, y uno de ellos, muy hermoso, atrajo su atención. Bella lo llamó, pero el caballo se asustó de ella igual que los otros.
Bella deseó saber cabalgar. Su padre, Phil, insistía en que no era una actividad adecuada para las mujeres. Pero no sería difícil aprender, pensó Bella, si los caballos eran mansos.
El crujido de algunas ramitas puso tensa a Bella, que se volvió bruscamente, pensando que encontraría a Edward. Pero un hombre de cabello rubio como el sol se acercaba rápidamente por el sendero del bosque. Pasó junto a ella, y se detuvo bloqueando el sendero que llevaba a la casa.
–Creo que este es un día bueno para mí –dijo el hombre–. ¿De dónde vienes, muchacha?
–Vengo... vengo del...
–No importa –rió él–. No debo hacer preguntas a un regalo del cielo.
Echó a andar hacía ella con las manos extendidas, y Bella se aterrorizó Era un hombre corpulento, de brazos macizos, un poco más alto que ella. No era difícil adivinar su intención, y Bella pudo gritar antes de que él llegara hasta ella y le tapara la boca con la mano.
–¿De qué tienes miedo, muchacha? No te dañaré. Lo que pienso hacer no hace dado a nadie –rió, oprimiéndola fuertemente–, caminaremos un poco más entre los árboles, ya que alguien puede venir por el camino.
Ahora Bella estaba desesperada. Sólo podía pensar en una cosa que la protegería, y rogó que diera resultado. Apartó la cabeza del pecho del hombre.
–Usted no comprende, monsieur... ¡soy la mujer de Edward!
El hombre la soltó y retrocedió con temor, con los ojos llenos de incertidumbre.
–El capitán Edward no está en la Isla –dijo nerviosamente; luego la miró de arriba a abajo y sonrió.
–Él... está en la casa. Llegamos esta mañana –dijo apresuradamente Bella.
–Creo que mientes, muchacha.
–¡Por favor, monsieur! No quiero que usted muera por mi causa.
–Morir ¿Por qué?
–Edward ha jurado matar al hombre que me toque.
–No me parece propio del capitán Edward. Nada le importan las mujeres, y eso prueba que mientes, muchacha. De todas maneras, tal vez valga la pena morir por ti.
Volvió a acertarla antes de que ella tuviera oportunidad de echar a correr, Bella luchó con todas sus fuerzas golpeando al hombre con los puños mientras él buscaba sus labios. Luego, de pronto, el hombre fue apartado de ella y arrojado al suelo.
–¡Te mataré!... –gritó el hombre, pero se interrumpió al volverse y ver a Edward parado junto a él, furioso.
–No me hizo nada, Edward –dijo rápidamente Bella–. ¡No puedes matarlo sin razón!
–¡Ha tratado de violarte! ¿No crees que sea una razón?
–Pero no lo ha hecho –replicó Bella débilmente.
–¿Qué tienes que decir, Newton?
–Ella dijo que usted había llegado esta mañana, capitán, pero no le creí. Ningún hombre de su tripulación ha estado en el pueblo, creí que mentía cuando dijo que era su mujer. Honestamente, capitán Edward, si hubiera sabido que era suya, no la habría tocado.
–¿Entonces no has visto a tu capitán?
–No. Acabo de llegar del pueblo.
–Muy bien, como eres el contramaestre de C.S. dejaré las cosas como están. Pero te lo advierto, Newton. No vuelvas a acercarte a ella –dijo Edward señalando a Bella con un gesto. –Ahora ve a buscar a tu capitán. Creo que ha tomado el otro sendero hacia el pueblo.
–Gracias, capitán Edward –dijo Newton. Se alejó rápidamente, sin volver a mirar a Bella.
–Quiero darte las gracias, Edward, por llegar a tiempo –dijo Bella en voz baja.
Él se acercó a ella lentamente, obligándola a apoyarse en la cerca. La tomó en sus brazos, y sus labios se encontraron con los de ella en un beso duro y dominante. Bella se confió a sus brazos por un momento, permitiéndole hacer lo que quisiese con ella. Pero luego recuperó el control y lo apartó.
–No escapé a una violación, Edward, para ponerme en peligro y caer en otra –dijo Bella, furiosa consigo misma por haber respondido.
–No escapaste a la violación, pequeña; te rescataron de ella, sólo pensé que podrías agradecérmelo adecuadamente.
–Ya te lo he agradecido.
–Así es. Ahora dime, ¿por qué defendiste a Newton que estuvo a punto de violarte, cuando querías matarme por hacer lo mismo? –preguntó Edward.
–Porque él no me violó. Pero tú sí... muchas veces. Me engañaste, me mentiste, y. me usaste. Te odio, Edward, con todo mi ser, ¡y me vengaré! –gritó ella, con sus ojos brillantes y peligrosos.
–¿Nuevamente debo temer por mi vida, pequeña? –preguntó Edward, sonriéndole.
–No me tomas en serio, Edward, pero algún día tendrás que hacerlo. En cuanto a mi venganza, tendrás que esperar hasta que escape de ti.
Él rió burlonamente.
–¿Y cómo te propones realizar esa venganza?
–Ya encontraré la manera.
–Cómo me odia mi mujer. Y según tus propias palabras... eres mi mujer –le recordó él.
–¡No lo soy!
–¿Qué? ¿Ahora lo niegas? ¿Lo admites ante cualquiera menos ante mí?
–Sabes por qué le dije eso. Pero parece que no eres tan temido como te gusta pensar, capitán Edward, porque el hombre insistía –dijo Bella. Se volvió y se apartó de él, echando a andar hacia la casa.
–Sue, ¿quieres quedarte conmigo esta noche? –preguntó nerviosamente Bella. Estaba sentada en el centro de la gran cama de bronce, con las manos enlazadas sobre la falda–. Si me obliga a dormir nuevamente con él, juro que me escaparé.
Bella había llevado sus cosas a la habitación en el extremo del pasillo. Habían limpiado esa habitación por la tarde mientras las dos muchachas indias limpiaban el resto de la casa. Bella habría preferido trasladarse al ala opuesta, pero Emmett había tomado una habitación, y el capitán C.S. y Sue las otras. Edward quería privacidad en su parte de la casa.
–Me quedaré contigo si puedo, Bella, pero no creo que el capitán lo permita.
–Puedes decirle que estoy enferma –aventuró Bella–. Que algo de lo que comí me sentó mal.
–Podría decir eso, pero Edward sospecharía. No pareces enferma –dijo Sue.
–Entonces no le permitas entrar a la habitación.
–Bella, él es el capitán aquí, y aunque no le temo tanto como antes, olvidas que él es el que manda. Nuestras vidas están en sus malos.
–¿Cuántas veces debo decirte que no nos matará? –dijo Bella con exasperación–. Ha dado su palabra de que me llevará a Saint Martin.
–¿Por qué sigues resistiéndote a él, Bella? –preguntó Sue, cambiando de tema–. Es un joven apuesto. Ni siquiera el conde Black es tan apuesto y viril como éste. Sería mucho más fácil para ti si cedieras. Y no sería ninguna humillación, pequeña, ya que él no te da opción.
Bella estaba asombrada.
–¡Usa mi cuerpo, aunque sabe que lo detesto! Preferiría cualquier otro hombre en vez de él.
–Te viola porque tú te resistes. Él te desea, eso es todo. Pensé que ya habrías aceptado esta situación ahora –dijo Sue, ignorando la furia de Bella–. Edward te trata mucho mejor que un marido... te da mucho. Hasta sigue afeitándose la barba por ti, Emmett me dijo que Edward estaba furioso cuando se afeitó la barba.
Bella sonrió a pesar de sí misma, porque ésta era una batalla que había ganado casi sin quererlo. Recordó la noche en que Edward se había afeitado la barba, y la mirada furiosa que tenía al ver las marcas rojas que le habían quedado al afeitarse. Las marcas rojas desaparecieron poco tiempo después y no molestaban, pero Edward no lo sabía, se enfureció con ella por obligarlo a afeitarse en primer lugar, y murmuró que tendría que seguir haciéndolo. Tendría que afeitarse o abstenerse de hacer el amor hasta que su barba estuviera suave otra vez. Ahora se afeitaba a última hora del día cuando deseaba estar con Bella, de modo que Bella lo tomaba como una advertencia. Y ese día Edward se había afeitado antes de la cena.
–Por favor, Sue, quédate conmigo esta noche –rogó Bella, volviendo al tema.
–Aunque Edward me permita quedarme esta noche, ¿qué sucederá mañana?
–Para mañana pensaré otra cosa. Es esta noche la que temo –replicó Bella–. Ahora vete y dile a Edward que estoy enferma. Dile que quieres quedarte conmigo. Pero vete antes de que venga a buscarme.
–Muy bien –suspiró Sue–. Lo intentaré. Será mejor que te metas en la cama mientras me voy.
Sue cerró la puerta y respiró profundamente antes de echar a andar por el corredor escasamente iluminado. No podía entender por qué Bella odiaba tanto a Edward. Parecía encontrar un verdadero placer en odiarlo... Cobraba vida siempre que discutían como si le gustaran las peleas.
Sue ayudaría a Bella si quería, pero dudaba de que tuviera éxito. Bella se había convertido en una obsesión para el joven capitán, y cuanto más se resistiera, más la desearía.
Sue bajó la escalera y se aproximó lentamente a la mesa donde estaban los hombres. Dos hombres de la tripulación de Edward vaciaban grandes jarros de ron, y el hombre llamado Mike Newton, a quien había conocido antes, estaba sentado junto al capitán C.S.
–¿Dónde está Bella? –preguntó Edward cuando vio a Sue parada junto a su silla.
–Está en la cama... no se siente bien –respondió Sue, secándose las manos en la falda.
–¿Qué le sucede? –preguntó Edward, arqueando una ceja.
–Creo que le ha sentado mal algo que comió. Pero insisto en que me permita quedarme con ella esta noche. Me necesita.
–Te necesita, ¿eh? Bien, no lo creo –replicó Edward. Se levantó de su silla y comenzó a subir la escalera.
–Pero, capitán...
–¡Siéntese, madame!– Interrumpió Emmett bruscamente–. Su señora es responsabilidad de Edward. Si necesitan que la cuiden, él lo hará. Aunque no creo que sea eso lo que necesite.
–Usted sigue insinuando que Bella necesita azotes –dijo Sue–, supongo que le gustaría ser usted quien los aplique.
–Vamos, vamos, cálmese –dijo Emmett sorprendido ante el estallido de Sue–. Jamás tocaría a su señora. Edward me haría cortar la cabeza. Pero creo que es demasiado blando con ella. La deja hacer lo que quiere, y ahora ella piensa que siempre se saldrá con la suya.
–Olvida usted que Edward aún debe violarla –susurró Sue de manera que nadie más la oyera.
–Exactamente. Por eso digo que necesita una buena paliza.
Edward abrió la puerta de su habitación, pero al encontrarla vacía, imaginó el juego de Bella. Fue hasta la habitación contigua a la suya y la encontró también vacía. Luego fue hasta la última puerta y la abrió lentamente. Bella estaba acurrucada bajo las mantas en el lado más alejado de la cama, con la cabeza apoyada en una mano. Pero se sentó al oírlo entrar, y sus cabellos cayeron gloriosamente sobre sus hombros.
–Este no es tu dormitorio, pequeña –dijo él en voz baja, cerró la puerta y se apoyó contra ella.
–¿Prefieres que duerma afuera? –respondió fríamente Bella.
–No, prefiero que duermas conmigo –replicó él con una lenta sonrisa en sus labios.
–Bien, Edward, ¡no lo haré! –saltó Bella, con sus ojos cafés llenos de furia.
–Tu criada me ha dicho que no te sientes bien –dijo Edward–. Pareces demasiado furiosa como para estar enferma. –Su sonrisa se amplió, y fue hacia la cama, sentándose en el borde–. ¿Estás realmente enferma, Bella?
–¡Sí! –siseó ella con furia–. Pero no hablaré contigo de mis sufrimientos.
–Creo que me estás mintiendo. Pero como no me queda alguna duda de que no es así, te haré traer un poco de leche agria. Aliviará tu estómago en muy poco tiempo.
–Gracias, no quiero –replicó ella, levantando el mentón con actitud desafiante–. Preferiría dormir si no te molesta... y sin que me molesten.
–Pero insisto en que necesitas medicinas, Bella.
–Guarda tu insistencia para tu tripulación –dijo ella moviéndose hacia el lado opuesto de la cama–. Ya te lo dije antes, Edward, no aceptaré órdenes tuyas. Ahora, ¿dónde está Sue? Quiero que se quede conmigo esta noche.
–Está abajo, pero no se quedará contigo esta noche. Ni ninguna otra noche. Sería un poco incómodo que los tres nos acostáramos en mi cama –rió Edward.
–Yo me quedaré aquí.
–Ya deberías haber aprendido que de nada sirve discutir conmigo. Bien, vendrás por las buenas, o tendré que transportarte a mi habitación.
–Ya deberías saber que de nada te servirá hacer esa pregunta. ¡Jamás iré por las buenas a tu cama! ¡Jamás! –gritó. Trató de desembarazarse de las mantas.
Pero Edward extendió una mano, tomó sus flotantes cabellos castaños, y la arrastró nuevamente a la cama. Con un rápido movimiento de sus brazos, la levantó en el aire y la llevó rápidamente a su habitación. La dejó caer en su cama, y luego volvió a cerrar la puerta. Cuando se dio la vuelta, vio saltar a Bella de la cama, buscando frenéticamente un lugar para esconderse.
Por un momento, ella parecía un conejo asustado, y Edward se sintió tentado de olvidar su necesidad de ella por esta noche. Pero el brillo asesino en sus ojos lo golpeó como una bofetada y renovó su determinación de poseerla.
–No hay forma de escapar, Bella –dijo, y comenzó a quitarse la ropa.
Ella corrió hacia la ventana; luego volvió a mirarlo, y su rostro era una máscara de furia.
–¡Saltaré!
–No, no lo harás. Todo te tienta a vivir, incluso el hecho de vengarte de mí. –Suspiró, sacudiendo la cabeza–. ¿Por qué te peleas tanto conmigo, Bella?
–¡Porque tú engañas, mientes, y sigues violándome!
–Acabas de mentirme al decir que estabas enferma, pero no busco vengarme de ti.
–¿No? ¿Entonces por qué me retienes aquí, Edward? –preguntó ella.
–Créeme que no es por venganza –replicó él–. Si te ofreciera matrimonio... ¿qué?
–¡No me casaría contigo aunque me ofrecieras todas las riquezas del mundo! –Respondió ella acaloradamente, y luego agregó con voz curiosamente tranquila–: Pero tú no me ofreces matrimonio, Edward.
–No, claro que no. Pero no te castigo, Bella, y te doy todo lo que necesitas, sólo te pido que me dejes hacerte el amor. Black no te trataría mejor que yo. –En su voz había una sorprendente nota de ternura.
–Tal vez no. Pero al menos él no tendrá que violarme –replicó ella.
Edward entrecerró los ojos, y luego la miró oscuramente.
–Aún no te posee, Bella.
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