Capítulo 9 "Arrestada"
Bella estaba tendida en la estrecha cama, contando silenciosamente los minutos que pasaban. Al menos habían pasado tres horas desde que dejara de llorar. Llorar era muy tonto, sólo las mujeres débiles derramaban lágrimas, o las que querían obtener la simpatía de otro. Pero ella no era débil, y juró que jamás otro hombre la vería llorar.
Sus lágrimas habían estropeado sus planes y habían hecho que Edward saliera furioso del camarote. Aún no había vuelto, y ella no tenía manera de saber si volvería o no. Tal vez había ido a tierra y estaría durmiendo en otra parte, pero ella no podía salir hasta saber exactamente dónde estaba él. ¡El debía volver a la cabina!
Pasó otra hora, luego dos más, pero Bella seguía sola. Ya era más de medianoche, y Bella tenía cada vez más dificultades en mantener los ojos abiertos, pero no podía levantarse para luchar contra la modorra. Quería que si Edward volvía creyera que ella estaba durmiendo.
Cuando finalmente se abrió la puerta del camarote, Bella cerró los ojos y se quedó perfectamente inmóvil. La habitación estaba a oscuras, y sólo un resplandor plateado se colaba por la ventana. Bella no vio a Edward, pero lo oyó cuando avanzó tambaleándose hasta la cama, murmurando una maldición al tropezar con la mesa. Un momento después, Edward se dejó caer en la cama junto a ella, y su brazo se desplomó como una pesada tabla sobre su pecho, quitándole el aliento. Pero él no parecía oírla.
Bella percibió el olor a alcohol, y se sonrió. Esto era mejor de lo que ella había esperado. Él ya dormía, dormiría como un tronco durante el resto de la noche, y probablemente aún estaría durmiendo cuando ella trajera a las autoridades a arrestarlo.
Bella retiró ruidosamente su brazo, y rápidamente se levantó de la cama, tratando de evitar despertarlo. Fue directamente al arcón de Edward y sacó dos prendas que puso sobre las otras.
Había decidido que tendría que usar estas ropas, porque el vestido de terciopelo sería demasiado pesado como para nadar con él. Eligió el color más oscuro, para que fuera más difícil distinguirla.
Trenzó sus cabellos marrones y metió la trenza bajo la amplia camisa azul. Y para ocultar la parte superior de la cabeza, se vio obligada a tomar el único sombrero de Edward. Era un sombrero de ala ancha, con una gran pluma, un sombrero que estaba de moda pero que Bella no podía imaginar en la cabeza de Edward. Esta clase de sombrero era usado por los caballeros que llevaban largos rizos, y Edward, con sus cabellos cortos, no era un caballero.
Aseguró los amplios pantalones negros en su cintura con una tira de tela arrancada a su ropa interior, y estuvo lista para partir.
Sabía que su aspecto debía ser totalmente ridículo, pero no podría hacer otra cosa. Abrió la puerta, la cerró cuidadosamente tras ella y casi se desesperó al ver la luz que había afuera. La luna iluminaba todo como si fuera de día.
No tenía deseos de salir de las sombras, pero tenía que encontrar la forma de descolgarse por el costado del barco y escapar en silencio. Sería más fácil correr hasta la barandilla y saltar, pero seguramente alguien oiría el choque de su cuerpo en el agua, y no sería conveniente.
Examinando la cubierta, Bella no vio a nadie. Todo estaba en silencio. Probablemente alguien vigilaba, pero Bella sólo podía rogar que no la vieran. Se apartó lentamente de la puerta pero de pronto se sintió invadida por el pánico y corrió hasta la barandilla. Miró aterrada a su alrededor, y vio una escalera de cuerda que caía al costado del barco, Seguramente usada por alguno de los grupos que habían ido a la costa. Momentos después, se deslizó fácilmente en las aguas oscuras y cálidas.
Le llevó treinta minutos nadar hasta los muelles, porque debió pasar alrededor de otros barcos anclados en el puerto y tenía que tratar de no perder el sombrero de Edward. Cuando por finencontró una escalera de madera que llevaba al muelle, estaba agotada, sus brazos eran como pesos muertos, y sabía que unas horas después le dolería todo el cuerpo. Pero valía la pena ver ahorcar a Edward, y ella no saldría de la isla hasta que las autoridades lo enviaran al infierno.
Bella tuvo ganas de reír al pensarlo, pero en cambio miró hacia el barco. Se veía claramente la cubierta a pesar de la distancia, pero todo estaba inmóvil, y Bella estaba a salvo. Se volvió y miró hacia la ciudad; luego tembló ligeramente. Todo seguía muy tranquilo, y Bella estaba sola en el muelle. Pero llegó un leve sonido de música mezclado con risas a sus espaldas. Caminó en esa dirección esperando encontrar gente que pudiera llevarla a las autoridades.
A medida que la música se hacía más intensa, Bella comenzó a oír los gritos de los borrachos que la acompañaban, y se detuvo bruscamente al ver la taberna iluminada. A sus pies se formó un charco del agua que caía de sus ropas empapadas, mientras meditaba en su problema. Era posible que algunos hombres de la tripulación de Edward estuvieran en la taberna. Si entraba, era posible que no la reconocieran, por la forma en que estaba vestida, pero no podía correr ese riesgo. Además, tenía que encontrar ayuda, y no había nadie en la calle. Si entraba en la taberna y la reconocían, siempre podría escapar.
Bella caminó hacia uno y otro lado de la calle, tratando de tomar una decisión, seguía esperando que alguien saliera de la taberna o que alguien pasara por la calle, alguien que podría brindarle ayuda. Pero no aparecía nadie. Podía encontrar alguna callejuela donde esconderse hasta la mañana siguiente, cuando las calles estaban llenas de gente, pero entonces seguramente Edward ya habría enviado a su tripulación a buscarla. Y además, quería llevar gente al barco antes de que Sue se despertara y comenzara a preocuparse por ella.
Lentamente, Bella fue hacia la puerta abierta de la taberna. Se detuvo allí y miró nerviosamente dentro de la habitación para ver si reconocía a algún hombre de la tripulación de Edward. Pero era imposible. Había muchos hombres de espaldas a ella y otros dormían con la cabeza apoyada en las mesas. También había mujeres en la habitación, camareras que servían bebidas, a quien los hombres consideraban mujeres fáciles para tocar y pellizcar.
Bella respiró con desagrado el olor del lugar, que llegaba hasta la puerta, pero supo que tendría que entrar en la taberna para buscar ayuda. Fue rápidamente hasta la mesa más cercana, donde tres hombres estaban entregados a un juego con varillas de madera.
–Monsieur –aventuró, pero ninguno de los hombres la miró–; Monsieur, busco un gendarme.
–¿Hablas inglés, eh? –dijo uno de ellos. Le echó una rápida mirada, y luego abrió desmesuradamente los ojos–. ¡Por Dios! ¡Miren esto!
Los otros dos hombres la miraron con ojos voraces, y Bella dejó escapar una exclamación al ver la camisa húmeda casi transparente, colgando sobre sus pechos. Rápidamente apartó la tela de su piel pero era demasiado tarde, porque por lo menos media docena de hombres habían visto ya el claro perla de sus pechos perfectos.
–¿Cuál es tu precio, muchacha? Lo pagaré, sea cual fuere –dijo uno de los hombres. Se levantó de su silla.
–Siéntate, compañero –dijo otro–. Yo la vi primero.
–¡Fuera de aquí! –gritó un hombre corpulento detrás de la barra–. Con esto comenzará una pelea, maldita seas.
Pero la pelea ya había comenzado entre los dos hombres que habían hablado primero. Otros se acercaron, por el solo gusto de ver una buena pelea, y en cuestión de segundos, el lugar estuvo lleno de hombres borrachos pendencieros. Bella comenzó a retroceder para escapar, pero una mano gigantesca aferró su hombro.
–¡Pagarás por esto! –grító el dueño del lugar en su oído–. ¡Pagarás por los daños!
Bella se liberó rápidamente y corrió hacia la puerta, pero el dueño del bar la seguía de cerca. Corrió frenéticamente por la calle, y se metió en la primera callejuela que encontró, donde cayó sobre pilas de basuras al tratar de seguir adelante. Salió a una plaza iluminada, vio un guardia uniformado del otro lado, y corrió hacia él. Oía al hombre gordo que gritaba a sus espaldas.
–Monsieur, ¿es usted un gendarme? peguntó, al llegar al hombre.
–¿Qué?
Sin saber por qué Bella había pensado que esta ciudad estaba bajo dominación francesa.
–¿Es usted un funcionario de la ley? –preguntó en inglés.
Pero el hombre uniformado se distrajo al ver llegar al dueño del bar que corría por la plaza hacia ellos.
–¿Qué has hecho, muchacha? –preguntó.
–No he hecho nada –replicó ella–. Buscaba a algún representante de la ley cuando...
–¡Arréstala! –gritó el dueño del bar acercándose a ellos.
–¿Qué ha hecho?
–Entró... entró en el bar de esa manera –respondió, señalándola–. Y provocó una pelea. ¡Hay daños!
–¿Es cierto, muchacha? –preguntó severamente el oficial.
–Sólo buscaba ayuda. No encontré a nadie en la calle –replicó Bella.
– ¿Ayuda para qué? –Preguntó el oficial.
–Hay piratas en el puerto. Me tenían prisionera. Escapé para encontrar a las autoridades, y... –se interrumpió cuando los dos hombres rieron ante su respuesta. ¿Qué les divertía tanto de su historia?
–De nada te servirá decir mentiras –dijo el oficial–. Ahora, ¿puedes pagar por los daños que causaste? De otra manera, te arrestaré.
–¡Pero yo digo la verdad! –exclamó Bella.
–¿Puedes pagar por los daños? –volvió a preguntar el oficial, con creciente impaciencia.
–No.
–Entonces vamos. –La tomó del brazo y comenzó a guiarla por la calle.
–¿Y los daños? –gritó el dueño del bar.
–Se pagarán en cuanto vendan a esta muchacha.
–Debe usted escucharme –rogó Bella.
–Hablarás con el magistrado –dijo el oficial mientras la llevaba a un viejo edificiodel otro lado de la plaza.
–¿Cuándo podré verlo?
–Dentro de una semana o algo así. Hay otros antes que tú.
–¡Pero entonces los piratas ya se habrán ido!
Él la obligó a mirarlo, y no había compasión en sus ojos.
–En nuestro puerto no tenemos barcos piratas, muchacha. Y si cuentas esa ridícula historia al juez, probablemente te venderá por siete años, como mínimo, si dices la verdad, las cosas serán más fáciles para ti.
–¿Fáciles?
–Te dejará que sirvas en su casa durante unos años. Al viejo magistrado le gustan las muchachas bonitas para calentar su cama.
Llevó a Bella a un gran patio, con celdas en tres de sus lados. Ella sintió náuseas por el olor del lugar. El hombre abrió una celda vacía y la empujó adentro, y luego cerró la puerta de un golpe.
–Por favor, ¡debe creerme! –rogó ella, pero él se alejó, dejándola sola en la celda oscura y maloliente. Volvió un momento después y le arrojó una manta a través de los barrotes.
–Será mejor que te quites esa ropa mojada. De nada valdrá si te mueres.
Ella quedó sola nuevamente. No veía nada a su alrededor, pero oía gemidos y llantos. Trató de luchar contra la autoconmiseración, pero no pudo contener las lágrimas. ¿Por qué no le habían creído?
Bella arrojó al suelo el sombrero de Edward y lo pisoteó. ¡Esto era culpa de él! Al escapar de él, sólo se había creado problemas mayores. Podía decir la verdad y pasar siete años de servidumbre, o decir una mentira creíble y terminar en la cama de un viejo. Y entre tanto tendría que pasar una semana en esta celda inmunda, donde ni siquiera había una cama para dormir.
Con una terrible sensación de desvalimiento, Bella se quitó las ropas mojadas y se envolvió con la tosca manta. Luego se acurrucó en un rincón de la celda y dejó que el sueño calmara su desesperación.
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