Capítulo 3 "Entrando en calor"
El corazón le martilleaba en el pecho. ¿Cómo había podido dejarse convencer por Edward? Retrocedió varios pasos mientras los matones se le acercaban.—Estoy muy incómoda, de verdad… ¿podrían desatarme?
El ruso la miró con expresión desconfiada.
— ¿Por qué habríamos de hacerlo?
—Er… porque si estoy atada… —se clavó las uñas en las palmas— yo no me lo pasaría tan bien.
Le entraron ganas de vomitar al ver su lasciva sonrisa.
—No es necesario que tú te lo pases bien.
—Da —secundó el ruso—. Sólo nosotros.
Hasta el momento lo único que parecía haber conseguido era que aquellos cerdos se pusieran de acuerdo en algo.
—Si yo no me lo paso bien, entonces ustedes tampoco se divertirán tanto —el solo hecho de hablar de ello le daba náuseas—. Les aseguro que merecerá la pena —al ver la ávida sonrisa del ruso, decidió tomar la iniciativa. Soltar su guante de desafío—: ¿Tienen miedo de desatarme? ¿Les asusta una niña? —les lanzó una mirada desdeñosa—. ¿Quién de ustedes es un hombre de verdad? ¿O es que no hay ninguno?
Lo que ocurrió después era perfectamente previsible: entraron en discusión. El griego, aparentemente el más prudente de los dos, se oponía a desatarla, mientras que el ruso se consideraba más que capaz de encargarse de ella.
Bella lanzó una discreta mirada hacia el semicírculo de rocas. La oscuridad le impedía ver los progresos de Edward, que seguía sentado, inmóvil.
Para entonces, la discusión de los matones había cambiado de tema: ya no se trataba de desatarla, sino de ver quién iba a poseerla primero. Bella luchó contra el impulso de salir corriendo. «¡Date prisa, Edward!», rezó para sus adentros.
El ruso le dio entonces un empujón y la derribó de espaldas. Acto seguido se abalanzó sobre ella. Durante unos instantes de pesadilla, el dolor y el terror la dejaron paralizada. Nunca se había peleado con nadie. Y además estaba atada. Indefensa.
Entonces la adrenalina empezó a correr por sus venas. Tenía que improvisar. Así que propinó un cabezazo a su agresor. El ruso se echó hacia atrás, pasándose una mano por el labio ensangrentado.
—Bliad!
El griego aprovechó para lanzarle un comentario burlón. El ruso juró entre dientes y su mano enorme se cerró en torno al cuello de Bella, cortándole la respiración. Mientras tanto, con la otra mano le alzó la blusa. Aplastada bajo su peso, continuó forcejeando mientras el otro matón lo jaleaba.
«Edward, ¿dónde estás?», gritaba en silencio. La vista se le nublaba. Hizo un desesperado intento de alzar una rodilla, pero apenas rozó su objetivo. El ruso juró de nuevo y alzó una mano para golpearla.
— ¡Hijo de perra! —rugió en aquel momento la voz de Edward—. ¡Basta ya!
El ruso cayó fulminado: una piedra le había alcanzado justo en la cabeza. Bella se incorporó a tiempo de ver cómo Edward descargaba un formidable puñetazo en la mandíbula del griego. Ella misma se sorprendió de la alegría que experimentó al ver su cara de pánico.
Pero el ruso trabó a Edward por detrás y lo derribó. Bella volvió a experimentar una punzada de miedo. Edward estaba muy débil: por muy férrea que fuera su resolución, jamás lograría imponerse a aquellos tipos.
Exhausta, consiguió finalmente incorporarse. Edward acababa de esquivar un golpe del ruso, que cayó en la arena. Pero justo en ese momento, el griego lo empujó al agua y le hundió la cabeza. Una ola de miedo la barrió por dentro. ¡Estaba ahogando a Edward!
Pero no lo conseguiría mientras ella todavía estuviera viva… Se acercó a la lancha, se apropió de uno de los remos… y descargó de lleno la pala en la cabeza del griego, dejándolo fuera de combate.
Edward se incorporó para cargar contra el ruso, que ya se dirigía hacia Bella.
—¡Canalla!
Ambos cayeron al agua, enzarzados. Sin soltar el remo, Bella los rodeó, buscando una oportunidad para golpear al matón. Edward consiguió ponerse de pie y agarró al ruso de las solapas, pero de repente se quedó paralizado. Para su asombro, soltó a su presa y se abalanzó sobre ella.
La hundió en el agua. Bella perdió el remo. Se le llenó la boca y la nariz de agua, las heridas le escocían por el salitre. ¿Por qué Edward la estaba atacando a ella? No lo entendía…
Cuando más aturdida estaba, Edward tiró de ella y la urgió a que se colocara detrás.
—¡Quédate detrás de mí!
—¿Es que te has vuelto loco? —jadeó, medio ahogada. Se pasó una mano por la cara para quitarse el agua de los ojos… y vio al griego blandiendo un cuchillo. De pronto lo comprendió todo. Antes debía de habérsele acercado por detrás, con la intención de apuñalarla. Y Edward le había salvado la vida.
La luz de la luna arrancó un reflejo a la hoja del cuchillo. Edward se echó rápidamente hacia atrás: a punto estuvo la hoja de clavarse en su abdomen.
—Niet! —aulló el ruso—. ¡Si lo matas, perderemos el dinero!
—No me importa —replicó el griego—. Me los cargaré a los dos.
Furioso, atacó de nuevo a Edward, que seguía protegiendo a Bella.
—Ella está bajo mi protección —se le encaró, ceñudo—. Dudo que quieras hacerle algo así a un amigo de sus amigos…
La frase surtió el efecto esperado.
—Megaera no me había dicho nada… —el griego se quedó paralizado—. Claro. La explosión del yate. Ahora lo entiendo.
El ruso también parecía consternado. Segundos después ambos corrían hacia la lancha… y abandonaban la isla a toda velocidad.
A bordo de su yate alquilado, Heidi Bonelli entregó al ruso y al griego una cantidad de euros mayor de la que se merecían y dio órdenes al capitán para que los acompañara fuera del barco. Recomendados como buenos profesionales, habían demostrado tener tanto músculo como poco cerebro.
Sólo la oportuna explosión del yate de Edward y Bella, ocurrida la noche anterior y probablemente relacionada con la Mafia, había hecho posible que sus sicarios acabaran capturándolos. Según la información que había recibido Heidi, Edward había estado trabajando con un grupo mafioso de Nápoles antes de escabullirse con la chica. Al principio había sospechado que trabajaba para la policía, o quizá para alguno de sus rivales. Pero sus investigaciones no habían confirmado ninguna de las dos hipótesis.
Bella y Edward habían confiado en poder escapar de la Camorra abandonando simplemente la zona. A Heidi le había costado tiempo, esfuerzo y mucho dinero localizar a la pareja. Necesitaba andar con cuidado, porque la Camorra podía continuar la búsqueda. La banda mafiosa no se había ganado su reputación en balde. Nadie desertaba sin permiso de sus filas y salía luego indemne.
Encendió la chimenea de gas del camarote y retiró el velo negro. Estaba harta de esconderse en las sombras. Siempre en las sombras, en un segundo plano. Siempre ocultándose. Se miró en el espejo y alzó la barbilla. Megaera, la diosa cuyo nombre había tomado prestado, era horrible, pero Heidi seguía siendo una mujer muy hermosa.
Se acercó al mueble bar y llenó una alta copa de champán. Los zoquetes que había contratado habían cumplido con su misión de dejar a sus cautivos en la isla. Al parecer habían tenido un pequeño altercado con ellos, pero ambos le habían asegurado que se encontraban sanos y salvos. Esperaba por su propio bien que no le hubieran mentido, porque necesitaba a sus rehenes vivos. Al menos por el momento.
Finalmente todo estaba preparado para que el hombre que la había abandonado a ella y a su hijo recibiera una última y definitiva lección. Sería la ruina de Eleazar Denali, el propietario de Liberty Line. Y qué mejor instrumento para esa ruina que el barco al que había bautizado con el nombre de su venerada esposa: el Sueño de Carmen.
Amun Antzas y Benjamín Kourti se consideraban bien pagados por traficar con las antigüedades que teóricamente tendrían que ser vendidas en Estados Unidos. El astuto Antzas adquiría las piezas, y el mediocre pero fácilmente manejable Kourti se servía de su posición como primer oficial para subirlas a bordo y esconderlas. Sin embargo, Heidi no tenía ninguna intención de transportar tan lejos las antigüedades. Una vez que el barco atracara en Atenas, realizaría una llamada anónima y daría el aviso a la policía. Eleazar sería detenido. Su prestigiosa reputación como mecenas y protector de las artes y la cultura nacional saltaría en pedazos. Y acabaría gastándose su fortuna en abogados.
Si Antzas y Kourti eran listos, ganarían mucho dinero. Si no…
La venganza era un plato tan sabroso y satisfactorio como el caviar. Heidi mordió un canapé untado en el mejor Beluga.
—Mmmm…
Apenas podía esperar para saborear su venganza.
Su «trabajo» como asesora de arte para un museo de Atenas le había proporcionado la cobertura perfecta. Con el tiempo había conseguido ahorrar una gran suma de dinero, fruto de su exitosa carrera como traficante de antigüedades. Pero seguía sin ser suficiente. Una vez que cayera Eleazar, traficaría con aquel último alijo y se retiraría a una vida de lujo. La que se merecía después de tantos sinsabores.
Se acercó al sofá, frente a la chimenea. ¿Cómo era aquel dicho? «Afortunado en el juego, desgraciado en amores». El dinero era lo más importante. Vivir bien era la respuesta a todos los problemas. No necesitaba a los hombres… excepto para lo más obvio. Había escalado la pendiente del éxito sin necesitar la ayuda de ningún hombre.
Se recostó en los almohadones, suspirando. Eleazar había sido el único al que no había logrado controlar. Hasta que conoció al tal Edward. Aquel hombre enigmático se había negado a dejarse sobornar y había recibido una soberana paliza sin traicionar a nadie. Una lástima, porque el italiano habría podido constituir una inversión… muy rentable. Aquel hombre nunca se habría encogido ante ella. Y Heidi disfrutaba con una cierta sensación de peligro, de riesgo… tanto dentro como fuera del dormitorio.
Pero la prudencia era su regla suprema. Hasta el momento, su contacto en la Interpol no había podido confirmarle exactamente de qué lado estaba Edward. Y hacerlo desaparecer tenía sus riesgos y sus consecuencias. Necesitaba saber lo que podía perder antes de tomar una decisión. Su contacto seguía investigándolo, así que el destino de Edward tendría que esperar hasta que Heidi contara con alguna información más.
Bella, por otro lado… Frunció el ceño. El hecho de verla había despertado y ablandado sus sentimientos. Era digna hija de su padre, lista y valiente. La inteligencia de Bella, sus conocimientos sobre el arte clásico y el resentimiento que albergaba hacia la policía podrían resultarle muy útil. Y lo mismo podía decirse de la cruzada que había emprendido para redimir la reputación de Charlie.
Apuró su copa. La madre de Bella se había embarcado en el Sueño de Carmen para buscar a su hija, y Eleazar y Renée habían intimado bastante. ¡Qué gran gratificación suplementaria obtendría Heidi si lograba reclutar a Bella para sus planes! Eleazar se sentiría traicionado, con lo que saldría doblemente herido. La venganza sería doble.
¿Aceptaría colaborar Bella? En cualquier caso, por mucho que disfrutara trabajando con la hija de Charlie, Heidi no podía consentir que sus sentimientos la desviaran de sus objetivos. El futuro de la chica también permanecería en suspenso.
Por el momento, la pareja seguiría atrapada en la isla… hasta que ella decidiera recogerlos. «O no», pensó con una sonrisa, la mirada clavada en las llamas de la chimenea.
Sumergido hasta medio cuerpo en el agua, Edward se despidió de la lancha con un corte de mangas. Maldiciendo entre dientes, volvió con la mujer que lo esperaba en la playa. Como él, estaba empapada hasta los huesos, dolorida, magullada. Le había fallado por segunda vez en veinticuatro horas. Estaba temblando de rabia.
— ¿Estás bien, Bella?
—Sí —se apartó el pelo de la cara—. Esos dos tipos se han largado corriendo como conejos, asustados por tu frase. ¿Te importaría explicarme qué es eso de los amigos de sus amigos?
Después de haber pasado cerca de un mes y medio con ella, Edward todavía tenía que decidir si Bella estaba únicamente interesada en descubrir la verdad sobre su padre… o si albergaba otras intenciones y estaba jugando su propio juego. En cualquier caso, si llegaba a enterarse de quiénes eran verdaderamente sus amigos, podría poner en peligro toda la operación. Y posiblemente también su vida. Recogió su chaqueta del suelo.
—Ah. Era algo así como: «No te mezcles con la Mafia».
Desde el momento en que la conoció en el yacimiento arqueológico de Paestum, Edward había sabido que Bella no solamente era una chica hermosa, sino también extremadamente inteligente.
—Ya —replicó, poniéndose en jarras. Sus ojos, tan profundos e imprevisibles como el mar Mediterráneo, echaban chispas—. Pero entonces… ¿por qué no lo gritaste antes?
Edward soltó una carcajada. La bella bibliotecaria era más audaz de lo que se había imaginado. Y además se había crecido en las situaciones más difíciles. El resultado era que cada vez se sentía más atraído hacia ella.
Pero no podía confiarse: su imprudencia podía costarle cara. Todavía no había decidido si la signorina Swan escondía algo o no.
—Un hombre no suelta una frase así a la ligera… a no ser que pueda respaldarla.
—Y ése es tu caso, ¿verdad?
Estaba temblando de frío. Edward la tomó de la mano y la llevó al semicírculo de piedras. Extendió su chaqueta en el suelo. Luego, para su sorpresa, se volvió hacia ella y echó mano a su blusa empapada con la evidente intención de quitársela.
Pero Bella reaccionó rápidamente: soltó un grito y le propino un rodillazo en la entrepierna. Por unos segundos Edward se quedó sin respiración, medio mareado.
— ¿Qué diablos…?
—Que nos hayan abandonado en una isla desierta no significa que tengamos que comportarnos como trogloditas.
Edward volvió a incorporarse, gruñendo.
— ¿Cómo trogloditas? Non capisco.
—Si me puse a flirtear con esos tipos fue porque se trataba de una cuestión de vida o muerte. No soy una mujer tan fácil.
Se le quedó mirando con la boca abierta.
— ¡San Gennaro, mió bello! —resistió el impulso de comprobar el daño, irreparable tal vez, infligido a su anatomía—. Sólo estaba intentando salvarte de una hipotermia.
Bella abrió mucho los ojos.
— ¿Y pensabas desnudarme… —se aclaró la garganta— para hacerme entrar en calor?
—La tela húmeda pierde toda su capacidad de aislamiento térmico. Y el viento empeora las cosas, porque actúa como una nevera —hizo un gesto de impaciencia. Podía ver que, mientras hablaban, Bella había palidecido aún más y temblaba de manera incontrolable—. Si estás temblando, es porque tu cuerpo está trabajando demasiado para calentarse. Luego llegará el agotamiento que, mezclado con la hipotermia, te matará.
—Pero tú también estás temblando.
Por toda respuesta, Edward se quitó la camiseta y la dejó sobre una piedra.
—Yo también voy a desnudarme.
No le pasó desapercibido su desconcierto. Y su azoro, dados los esfuerzos que estaba haciendo por no mirar su torso desnudo.
—Pero si nos quedamos… desnudos… —tragó saliva de forma audible— nos congelaremos.
—Mi chaqueta está seca. La compartiremos… y también nuestro calor corporal —se quitó las botas—. Sé razonable, Bella. Es cuestión de vida o muerte —al ver que vacilaba, frunció el ceño—. No quiero tener que desnudarte a la fuerza, pero en caso necesario, lo haré.
—Está bien, tú ganas —alzó una mano temblorosa. Se mordió el labio—. Pero no me importa que acabe convirtiéndome en un cucurucho de helado humano: te advierto que no pienso quitarme la ropa interior.
Edward se echó a reír.
—Como quieras.
—Por cierto, hay una técnica altamente eficaz que se llama «comunicación». La próxima vez, antes de actuar… habla.
—Una lección que seguro que no olvidaré —y si la olvidaba, el dolor de la entrepierna se encargaría de recordárselo.
—Lo siento. Me temo que hace un momento he sido un poquito brusca… —se estremeció de nuevo.
Edward tuvo que luchar contra el impulso de estrecharla en sus brazos. Tenía que guardar las distancias. Por su propia seguridad, y también por su propia cordura.
—No pasa nada —había cometido multitud de pecados en su vida, pero animar a Bella a que se pusiera en manos de aquellos canallas había sido el peor de todos. Había ardido de rabia mientras aquellos tipos la acosaban—. Eres tú quien tiene que perdonarme a mí. Por haberte obligado a entretener a esos tipos mientras yo me desataba.
—Sabía lo que estaba arriesgando. Vuélvete para que pueda desnudarme.
Así lo hizo. Para Edward, estar desnudo era tan natural como respirar, pero en deferencia a Bella se dejó los calzoncillos después de quitarse el pantalón.
A la mañana siguiente su ropa, extendida sobre las rocas del semicírculo, debería estar seca. Se puso su chaqueta y se sentó en la arena. Finalmente, alzó la mirada hacia Bella.
«¡San Gennaro!», exclamó para sus adentros. Con su sujetador de satén color albaricoque, sin tirantes, y su braguita a juego… quitaba el aliento. Durante su secuestro, había tenido que comprarle ropa. Y, entre otras prendas, había tenido que escoger su ropa interior, lo cual no había podido menos que excitar su imaginación.
La luz de la luna arrancaba reflejos rojizos a su melena y bañaba su piel cremosa. Allí, de pie e inmóvil, perfecta, le recordó una escultura de alabastro: Venus surgiendo de las aguas.
Con Isabella Swan, su cuerpo acababa siempre por imponerse a su cerebro. Aquella mujer lo volvía loco, pero no podía hacer nada por evitarlo. Abrió los brazos.
—Ven aquí. Bella.
—Supongo que esto es mejor que la hipotermia —murmuró.
Edward soltó una carcajada.
—Es la frase que todo hombre esperara escuchar de labios de una mujer.
La acercó hacia su pecho y la arropó con su chaqueta. No sólo parecía una estatua de mármol, sino que estaba igual de fría. Le frotó la espalda con las dos manos para hacerla entrar en calor.
—Es por supervivencia —le recordó—. No es nada personal.
Pero lo acelerado de su respiración y lo excesivo de su temblor traicionaban la reacción de Bella: al frío, sí, pero también a la intimidad de la postura y de la situación.
—Pues yo lo que estoy sintiendo ahora mismo es algo… er… enormemente personal.
Tenía que suceder. Edward maldijo entre dientes.
—Bueno, soy un hombre. Es una reacción natural —sobre todo teniendo en cuenta que estaba abrazando a una bellísima mujer que además estaba desnuda—. Y… relájate, Bella. Jamás me aprovecharía de una mujer en apuros.
— ¿Qué es lo que vamos a hacer, Edward? Podríamos morir.
El miedo que traslucía su voz le desgarró el corazón.
—No permitiré que te suceda nada malo, mía cara —no tenía armas, ni comida, ni agua. Lo único que podía hacer era mantenerla en calor. Buscó algo con lo que entretenerla—. Cuéntame una historia.
— ¿Qué?
—Nos servirá para matar el tiempo hasta que amanezca. Así estaremos entretenidos.
—Mmmm… De acuerdo. Te contaré una de mis favoritas —suspiró profundamente—. Erase una vez, en una lejana isla griega, una princesa mortal que se llamaba Psique, que significa «alma», y que era muy famosa por su belleza. ¿Te la sabes?
—No.
—Bien. Pues Psique era buena y generosa, y todo el mundo la adoraba y decía que era más bella todavía que Afrodita, la diosa del amor. Y como Afrodita tenía mucho genio, montó en cólera y ordenó a su hijo Eros que disparase a Psique con sus flechas y la hiciera enamorarse de un horrible monstruo. Pero el propio Eros se enamoró de la princesa y no pudo cumplir con su deber.
Edward sonrió al notar cómo se iba relajando poco a poco entre sus brazos.
—Soy todo oídos.
—Entonces Afrodita lanzó una maldición a Psique: la de que nunca encontraría atractivo a ningún hombre. Los padres de Psique, consternados, peregrinaron a Delfos con la intención de consultar el famoso oráculo, que sentenció que la princesa estaba destinada a pertenecer a un ser que volaba por las noches como una gran serpiente alada. Un ser todavía más poderoso que Zeus, el padre de los dioses. Psique era lo suficientemente inteligente como para saber que había irritado a los dioses… y también lo suficientemente valiente como para proteger a su familia. Aceptó el futuro que su destino le había decretado. Su familia, llorando, la acompañó a la cumbre de la montaña donde la encontraría aquel ser monstruoso. No pudo contener las lágrimas mientras se despedía para siempre de sus padres y hermanas.
Edward la escuchaba atento. Para entonces, Bella había dejado de temblar.
—Una vez sola, se preparó para morir… pero en lugar de ello, se levantó una deliciosa brisa y se quedó dormida. Cuando se despertó, estaba en un palacio. Una voz masculina le dio la bienvenida como señora de la mansión. Después de tomar un baño, se encontró con que todo estaba a su disposición: lujosos vestidos, joyas, un espléndido banquete…
—Va bene. Estoy empezando a comprender por qué te gusta tanto esta historia.
Bella le devolvió la sonrisa… y a Edward le dio un vuelco el corazón.
—Aquella noche, cuando la oscuridad envolvió el palacio —continuó—, la voz masculina habló de nuevo, anunciándole que era su nuevo marido. Psique no podía imaginar que una voz tan atractiva pudiera pertenecer a un horrible monstruo. Sus palabras eran dulces y encantadoras, y la trataba con una exquisita ternura. La realidad era que, sin revelarle su identidad, Eros la había tomado por esposa. Y como temía que Afrodita se vengara sobre sus seres queridos, se resistía a contárselo. Psique se fue enamorando de su esposo. Él satisfacía todos sus deseos, excepto el de descubrirle su rostro. Ella le aseguraba que su aspecto no le importaba, que lo amaría de todas maneras. Le suplicaba que se mostrase ante ella ante la luz del día, pero él se resistía. Le decía que en cuanto viera su verdadero aspecto, la felicidad que ambos compartían tocaría a su fin.
Edward se removió, incómodo. De repente, ya no le estaba gustando tanto aquella historia. Al ver que Bella vacilaba, la animó a continuar.
—Una noche, Psique tuvo un arrebato de nostalgia y le suplicó a Eros que permitiese que la visitara su familia. Eros sabía que eso terminaría acarreando alguna desgracia, pero se apiadó de ella. Cuando llegaron las hermanas de Psique y vieron tanto lujo, le dijeron, celosas, que corría el rumor de que la ingenua Psique estaba casada con un dragón que acabaría devorándola. Psique se resistió a creerlo, pero finalmente se impuso su curiosidad, estimulada por las palabras de sus hermanas. ¿Sería su marido su verdadero amor… o un malvado monstruo?
«Aquella noche, después de que Eros se quedara dormido a su lado. Psique encendió una vela. Y en lugar de un horrible monstruo, lo que vio fue al hermoso dios del amor… que la había estado protegiendo de su propia suegra. Afrodita —Bella se interrumpió por un momento, antes de continuar—: Abrumada de vergüenza, acosada por los remordimientos, le temblaron las manos y derramó una gota de la cera de la vela en el hombro de su amado. Eros se despertó sobresaltado y, al darse cuenta de lo que había hecho, pronunció, lleno de tristeza: «Donde no hay confianza, no puede haber amor». Y partió volando, dejando a Psique sola y desesperada.
Edward seguía escuchándola. La voz de Bella se suavizó aún más mientras se acurrucaba contra él.
—Cuando Afrodita descubrió que su hijo la había desobedecido, lo encerró en una torre. Pero Psique se negaba a renunciar a su verdadero amor. Deseosa de castigarla a ella también. Afrodita le impuso dos imposibles tareas, de consecuencias letales. En la primera, Psique contó con la ayuda de un ejército de hormigas, y en la segunda con las náyades de un río. Lo que ni Psique ni Afrodita sabían era que Eros estaba viendo a su amada desde su encierro y enviándole ayuda. Cuando Psique salió airosa de las pruebas, Afrodita decidió enviar a la amada de su hijo al infierno… literalmente. Le ordenó bajar a visitar a la reina del Hades y capturar su belleza en una caja, que nunca debería abrir. Psique, desesperada como estaba después del abandono de Eros, y sabedora de que ningún mortal podría encontrar nunca el camino de vuelta al mundo de los vivos, descendió al Hades. Pero, durante su descenso, oyó una voz susurrándole la ruta de escape. Era Eros, disfrazando su identidad a través de un secreto canal telepático.
Edward se sonrió, disfrutando de la original narración de Bella, que ya parecía haber entrado del todo en calor.
—Una vez que Psique vio la luz del sol, se juró que recuperaría a Eros. Pero el tiempo que había pasado en el infierno había marchitado su belleza. Si quería volver a tenerlo, tendría que ser tan bella como antes… así que abrió la caja para tomar prestado un poco de la belleza de la reina del Hades. Pero la belleza de los inmortales era demasiado poderosa y Psique cayó desmayada, sin sentido. Por suerte para ella, Eros logró escapar de la torre. Encontró a su esposa inconsciente en el bosque y la despertó con un beso de perdón. Acto seguido se presentó ante el tribunal de los dioses del Olimpo, presidido por Zeus. El amor que Eros y Psique se profesaban los dejó conmovidos, y Zeus llamó a Afrodita para reprenderla. Eros había demostrado su amor por Psique, y Psique había demostrado su dedicación, su paciencia y su tenacidad. Sólo había una solución: Psique fue llevada al Olimpo y Zeus le ofreció la copa de la inmortalidad. Psique bebió el sabroso néctar y se convirtió en la diosa de la fidelidad. Eros la abrazó y los dos amantes quedaron unidos para siempre, alma y corazón. Para toda la eternidad.
Bella terminó su relato y se quedó callada. Momentos después, Edward sintió el contacto de su cálida mejilla sobre su pecho. Escuchó cómo su respiración se tornaba profunda, pausada, regular.
Se encontraba ante un dilema inesperado, asaltado por sentimientos que no se atrevía a analizar. Había sido testigo del interés y la tenacidad con los que Bella, durante su cautiverio, había garabateado su cuaderno de notas, sin separarse nunca de su iPod. No había estado escribiendo simples historias o cuentos: estaba seguro de ello. Edward había intentado confiscarle tanto el iPod como el cuaderno, pero ella los había escondido siempre a tiempo.
Frunció el ceño. ¿Todavía los tendría, o los habría perdido durante la explosión? Bella murmuró algo en sueños y se arrebujó contra él. El hecho de que hubiera bajado la guardia y se hubiera quedado dormida en su regazo lo había llenado de una extraña emoción.
Recordó la frase de su relato: «Donde no hay confianza, no puede haber amor». La fría, dura verdad. El engaño estaba en la base de su trabajo. Mentía y se ganaba con mentiras la confianza de la gente… para luego traicionarla. Y era muy bueno en su especialidad.
De una manera u otra, conseguiría la información que necesitaba. Bajó la mirada a Bella y se le hizo un nudo en la garganta. Cuando tuviera que hacerlo… ¿sería capaz de utilizar aquella información contra la mujer que en aquel instante dormía confiadamente en sus brazos?
me encanto la historia de Eros y psique, creo que sera como la de ellos dos,esta adaptacion es interesante aunque algo enredada al comienzo
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