Capítulo Siete
Sándwich de sopa: Una complicación por resolver
Necesitaba una cerveza. Necesitaba ver un partido de fútbol en una pantalla gigante. Necesitaba estar con una mujer. Dos de tres no estaba mal, pensó, mientras tomaba una segunda cerveza en el bar de Smiley. Los Braves lo estaban pasando fatal.
Al oír un coro de risas femeninas, volvió la cabeza y vio a una morena mirándolo. Seguramente podría acostarse con ella si le apetecía. Llevaba dos semanas caminando con un problema entre las piernas, así que debería sentirse inclinado, pero, por alguna razón, no tenía estómago para sexo anónimo. Edward se preguntó si ese cambio de actitud sería debido a la explosión. Algo más que su cuerpo había sido afectado por ella.
Suspirando, tomó otro trago de cerveza y se concentró en el partido.
—Los Braves no están muy bien esta noche, ¿verdad? —preguntó una voz femenina tras él.
Era la morena.
—No. Parece que no levantan cabeza. Le pasa a todo el mundo de vez en cuando.
—Soy Ángela Weber —dijo ella entonces, ofreciéndole su mano—. Te he visto muy solo y he decidido venir a saludarte.
—Hola, me llamo Edward.
—¿Eres nuevo aquí?
—Más o menos. Aunque sólo estaré unas semanas. ¿Y tú?
Ella sonrió.
—Debería haberlo imaginado. Todos los buenos se van. Yo vivo aquí y te aseguro que en invierno no hay nada que hacer.
Edward asintió.
—Ya me imagino. Hace frío y los turistas se marchan.
—Sí, desgraciadamente. Además, trabajo en una guardería y la mayoría de mis colegas son chicas. Aquí es difícil conocer a un hombre.
Edward la miró de nuevo, aquella vez con una perspectiva diferente. A lo mejor podría hacerse amiga de Bella, pensó.
—¿Llevas mucho tiempo aquí?
—Este es mi primer trabajo desde que terminé la carrera. Estoy desarrollando un programa de enriquecimiento personal para niños.
—¿Enriquecimiento personal?
—Proyectos artísticos, idiomas, experimentos científicos elementales, ese tipo de cosas.
—Proyectos artísticos —repitió Edward, recordando el viejo proverbio: «Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña»—. Conozco a una chica que hace ilustraciones para libros infantiles.
—¿Ah, sí? A mis niños les gustaría conocerla. ¿Crees que podría estar interesada?
—Le preguntaré. Es un poco tímida, pero seguro que le interesa. Podrías invitarla a comer un día de éstos. Mira, voy a darte su número de teléfono —dijo Edward entonces, tomando una servilleta.
La morena tomó el papel y lo guardó en el bolso.
—Me gustaría más comer contigo, pero tengo la impresión de que estás prometido... o, al menos, distraído —sonrió, levantando una ceja.
Él estuvo a punto de negarlo. No estaba prometido. Aunque no podía decir que no estuviera distraído con Bella.
—Llámala. Seguro que se alegra mucho.
—Muy bien —dijo ella, anotando su número de teléfono en una servilleta—. Pero si cambias de opinión, llámame.
—De acuerdo —sonrió Edward.
Pero sabía que no iba a llamarla.
Edward llegó a la conclusión de que la única forma de no tocar a Bella era ayudándola a seguir adelante con su vida. Y eso significaba ayudarla a encontrar otro hombre. Aunque una parte de él se rebelaba contra la idea, era lo que necesitaba. Claro que nadie podría ocupar el sitio de Jake, pero otro hombre podría abrazarla, besarla y cuidar de ella.
Otro hombre podría hacerle el amor...
Sólo de pensarlo le subía la presión arterial, pero era necesario para que Bella volviera al mundo de los vivos.
Ella era una mujer afectuosa y necesitaba a alguien, además de un gato, a quien darle cariño.
Después de echar un vistazo a su armario, en el que sólo había vaqueros y camisetas, se enfrentó con otra realidad: Bella tenía que ir de compras.
De modo que, con el Atlanta Constitution bajo el brazo, el miércoles por la tarde la llevó a unos grandes almacenes. Le había dicho que iban a dar un paseo, no de compras, y cuando detuvo el coche en el aparcamiento, ella lo miró, confusa.
—¿Por qué paras aquí?
—Vamos de compras.
—¿Qué tienes que comprar?
—Yo no necesito nada. Eres tú quien necesita algo de ropa.
—¿Yo? Pero si...
—Lo necesitas, Bella. Tienes que empezar a practicar otras actividades, además de pasear por la playa, darle de comer al gato y hacer ilustraciones. Necesitas un par de vestidos y una camisa decente.
Bella arrugó el ceño.
—¿Estás criticando mi forma de vestir?
—Sí —contestó Edward, abriendo la puerta del coche.
—Pero si no he traído dinero —protestó ella.
—No pasa nada, usaremos mi tarjeta de crédito. Ya me lo pagarás. Vamos, te espera la aventura.
Bella miró el periódico.
—¿Crees que vas a ponerte a leer el periódico mientras yo tengo que pasar por esto?
—La ropa es para ti, eres tú quien tiene que ir de tienda en tienda.
—Pues tú no vas a librarte, listo —replicó ella—. Sí, vas a hacer esa cosa que los hombres detestan. Tendrás que darme tu opinión, hacer sugerencias... Si yo tengo que sufrir, tú también.
Edward se dio cuenta entonces de que se había metido en un agujero.
Bella lo llevó de tienda en tienda. No contenta con eso, le consultaba sobre colores y tejidos, estilos, pantalones o vestidos...
—Tú eres artista. Sabes mucho más que yo de todo eso.
—Sí, pero quiero que me des tu opinión. ¿No estás convencido de que necesito ropa? Pues eso. Ahora, vamos a buscar lencería.
Edward levantó los ojos al cielo cuando entraron en una tienda llena de diminutas prendas de encaje y seda.
—¿Qué te parece? —preguntó Bella, mostrándole un sujetador negro—. Se supone que hace milagros por tus pechos sin necesidad de cirugía. Y yo los tengo más bien pequeños.
—Eso no es malo —dijo él, imaginando que le quitaba el sujetador, que rozaba la punta de sus pezones, que los acariciaba con la lengua...
Su temperatura interna subió varios grados.
—¿Qué color te gusta más? —preguntó Bella, con un tanga negro en una mano y uno rojo en la otra.
Edward se aclaró la garganta.
—Los dos.
—Muy bien, voy a probármelos. Has tenido suerte.
—¿Por qué?
—Porque mientras me los pruebo puedes leer el periódico. No pienso salir del vestuario en tanga.
Edward salió de la tienda acalorado. Se imaginaba a Bella con un tanga negro, el cabello despeinado y los labios pintados de rojo...
Podía sentir la seda de su piel bajo la yema de los dedos, el sabor de su lengua. Pero quería más. Quería acariciar sus pezones, quería saborearlos hasta que estuviera húmeda e hinchada de deseo. Quería tocarla en sitios secretos y hacer que lo deseara hasta verla temblar.
Entonces se dio cuenta de que quien estaba temblando era él. Estaba sudando. Ni siquiera la había visto en tanga, pero sabía que esa imagen lo atormentaría durante mucho, mucho tiempo.
Dos días después, Edward supo que tenía que ponerse firme con ella.
—Es viernes por la noche, vamos a tomar una copa.
Bella arrugó la nariz.
—No me apetece salir esta noche. Además, ya no me hace falta.
—¿Ah, no?
—No. Me ha llamado una chica, una profesora de primaria, y me ha pedido que la ayude con un programa especial para sus niños. No sé de dónde habrá sacado mi teléfono.
Estupendo, pensó Edward. La morena que conoció en el bar.
—Hemos quedado para comer juntas esta semana, así que ya ves, no tengo que salir esta noche.
—Necesitas práctica —insistió Edward—. Tienes que relacionarte con adultos.
—Yo me relaciono con adultos perfectamente.
—Bella, tú siempre has salido con Jake. Tienes que salir sola, aprender a relacionarte con personas a las que no conoces.
Ella dejó escapar un suspiro.
—Lo sabía, sabía que me harías pagar por haber ido de compras conmigo.
—Lo que es justo, es justo.
—Pero si no conozco ningún bar —protestó Bella—. Además, tengo que trabajar y...
—Excusas. Venga, saca uno de esos vestidos que te has comprado, péinate, ponte las pinturas de guerra y vámonos.
Quince minutos después, Bella salía de la habitación subida a unos tacones de aguja y con un vestido azul que parecía abrazar todas sus curvas. Edward pensó entonces en mil razones para no llevarla de copas. Pero tenía que hacerlo. Estaba intentado ayudarla a encontrar un hombre con el que bailar, besarse, incluso más...
Pero le dolía. No quería que otro hombre la tocase. Apretando los dientes, se recordó a sí mismo que la cuestión no era lo que él quisiera, sino lo que Bella necesitaba.
—Muy guapa —dijo, haciendo un esfuerzo.
—No debería haberme comprado estos zapatos. Me voy a matar.
—No te pasará nada. Y si tropiezas, seguro que habrá al menos media docena de hombres deseando agarrarte para que no te caigas.
—¿Y si no los hay?
—Entonces lo haré yo —suspiró Edward.
Cuando subieron al coche, comprobó que Bella estaba temblando.
—Nadie va a morderte, tonta... a menos que tú quieras, claro.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Gracias. Ahora me siento mucho mejor.
Edward puso la radio, riendo.
—Mira esto desde un punto de vista militar. ¿Qué es lo peor que podría pasar?
—¿Lo peor? Podría tropezar y caerme delante de todo el mundo.
—De eso ya hemos hablado, alguien te ayudaría.
—Pero me moriría de vergüenza.
—Bueno, entonces iríamos a otro bar.
—¿Y si alguien intenta ligar conmigo? —preguntó Bella.
—Antes de contestar a esa pegunta, tengo que saber si tú querrías ligar.
—Claro que no —contestó ella, ofendida.
—Pero ahora eres libre.
—No me siento así.
—Porque no sales nunca.
Bella dejó escapar un suspiro.
—No me has contestado.
—Si alguien intenta ligar contigo, puedes decirle que no estás interesada. Y si se pone muy pesado, me llamas a mí.
—Muy bien, ¿y si ocurre todo lo contrario? ¿Y si nadie me habla y me quedo sola como una tonta?
—¿Es mejor quedarse sola en casa como una tonta?
—Sí, es mucho mejor. De esa forma, sólo estoy sola. No sola y humillada.
Edward se pasó una mano por la cara. Aquello iba a ser más difícil de lo que esperaba.
—Yo te invitaré a una copa y... charlaré contigo durante media hora. Luego te dejaré sola.
Bella frunció el ceño.
—Bueno, de acuerdo.
Diez minutos después, Edward detenía el coche en el aparcamiento de un bar, frente a la playa.
—Venga, haz tu entrada triunfal.
—¿Yo sola?
—Claro. Si entras conmigo todo el mundo pensará que estamos juntos y no se acercará nadie.
—A ver si me entero, ¿para qué estoy haciendo esto?
—Para hablar con alguna persona adulta, hombre o mujer. Incluso podrías bailar...
Ella levantó una mano.
—No, no, centrémonos en la conversación. No estoy interesada en bailar con nadie. Y no creo que vaya a estarlo nunca.
Edward no insistió.
—Venga, estás perdiendo el tiempo.
—Pero tienes que entrar justo detrás de mí. Por si acaso...
—Por si acaso todos los hombres del local se lanzan en estampida sobre ti.
Bella soltó una risita.
—Sí, seguro. Como que eso va a pasar.
Edward la observó salir del coche, moviendo las caderas de una forma... a lo mejor no había sido buena idea, pensó. A lo mejor no estaba preparada.
A lo mejor él no estaba preparado.
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