domingo, 26 de septiembre de 2010

Semper flexi: siempre flexible




Capítulo Dos

Al día siguiente, cuando Edward llamó a la puerta, Bella estaba otra vez en camiseta, pero despierta.


«Un progreso», pensó él.


—Me puse a trabajar y no terminé hasta la madrugada. Pensaba irme temprano a la cama para no hacer el ridículo esta mañana, pero...


—Ya veo.


—Parece que hace calor —dijo mientras se abanicaba con su camiseta haciendo que sus pechos se marcaran.


—Veintiocho grados. La humedad es del... —contestó Edward deseando que Bella dejara de hacer eso, su entrepierna no lo resistiría mucho tiempo.-


—Trescientos por ciento —lo interrumpió ella soltando por fin la maldita camiseta—. Uno de los encantos de vivir en la playa. Espera, no tardo nada en cambiarme. ¿Seguro que no prefieres ir solo? Conmigo, tendrás que ir más despacio.


—No te preocupes, con mi pierna lastimada tampoco puedo correr muy deprisa.


—De acuerdo, pero después no te quejes ¿entendido? —el hizo un asentimiento de cabeza —pero vamos pasa, espera aquí en lo que me cambio.


—Perfecto, no tardes mucho.


Mientras ella se cambiaba, Edward observó las sombras en las paredes, sombras que había en lugares donde una vez hubo cuadros, fotografías, dibujos; aún recordaba cómo la describía Jake, cómo una mujer que no le gustaba lo simple, y esa casa era definitivamente más que simple. Era obvio que ella había cambiado, pero él se encargaría de sacar a la vieja Bella de la coraza en donde la había resguardado. En ese momento recordó lo de su trabajo con los dibujos para los libros infantiles.


Se escuchó una puerta y Bella apareció frente a él vestida totalmente sport.


—Oye, ¿cuándo vas a enseñarme tus dibujos? —dijo antes de que su mente vagara en situaciones más comprometedoras al ver aquellas perfectas curvas envueltas por la licra.


—No lo sé —suspiró Bella—. Últimamente, no tengo mucha confianza en mi trabajo. Creo que prefiero mostrar mis cicatrices antes que mis dibujos.


— ¿La cicatriz de la apendicitis o la del accidente de bicicleta? —preguntó evitando soltar una carcajada al recordar la vez que Jake le contó eso.


Ella lo miró, atónita.


— ¿Hay algo que Jake no te haya contado?


—Te lo diré cuando lo vea ¿de acuerdo?


—Esto no puede ser. No es justo. Vas a tener que empezar a soltar información sobre ti —dijo haciendo un puchero.


Edward se encogió de hombros.


—Muy bien. Pero no hay mucho que contar. No soy tan fascinante como tú.
Bella levantó los ojos al cielo.


—Sí, seguro, ahora vámonos antes de que me arrepienta, en el camino te haré las preguntas.


—Muy bien, primero las damas —dijo mientras abría la puerta.


—Sí claro, primero las damas, no te burles si me tropiezo…


—Si ya sé que no tienes buen equilibrio mientras corres, Jake me lo dijo, y me contó una historia de alguien que se cayó por ir corriendo con un cometa y…


—Ya ya —dijo manoteando para taparle la boca— vámonos de una vez.


Salieron de la casa y unos minutos después, mientras corrían por la playa, empezó a hacerle preguntas.


— ¿Tu color favorito?


—El mismo que el tuyo, el azul —sonrió Edward.


— ¿Dónde naciste?


—En Illinois, Chicago. Y tú en Forks Washington, pero cuando tus padres se separaron tu madre te llevó con ella a Phoenix, Arizona.


— Así es, pero ¿Qué vas a hacer ahora que has dejado los marines?


—Trabajar como arquitecto. Estudié Arquitectura en la universidad y me especialicé en análisis estructural. Voy a trabajar para un estudio de Atlanta.


Ella arrugó la nariz.


—A mí no me gustan las ciudades grandes.


—Sí, lo sé, me lo dijo Jake, por eso cuando creciste dejaste a tu madre en Phoenix y te mudaste a una ciudad pequeña, y tampoco te gusta el frío. Pero me ofrecieron un trabajo interesante y Atlanta es un buen sitio para empezar.


— ¿Y el ejército?


—Como sabes, mi carrera en los marines no terminó como había esperado.


La mirada de Bella se suavizó.


—La recuperación fue dura, ¿verdad?


—El sargento del campamento de instrucción fue a visitarme al hospital y me dijo que si no me animaba reuniría a todos los hombres y me harían una fiesta infantil.


— ¿Y se supone que eso debía animarte?


—El sargento Whitlock es un experto en motivación —sonrió Edward—. En el campamento nos llamaba de todo: señoritas, nenazas, gusanos...


—Qué idiota. Cuando Jake me hablaba del campamento me ponía furiosa. Es tan bárbaro, tan poco respetuoso.


—La cuestión es aprender respeto y lealtad en un período corto de tiempo.


—Pero no entiendo por qué tienen que ser tan groseros.


—Ofende tu sensibilidad artística, supongo —sonrió Edward.


—Pues sí, ofende mi sensibilidad artística. Bueno, otra pregunta. ¿Cuál es tu comida favorita? A ver si lo adivino: carne con patatas.


—No, iba a decir quiche Lorraine o esos sándwiches pequeñitos de pepino que se sirven con el té.


—Lo dirás de broma —murmuró ella, incrédula.


—Pues claro, boba.


—Ah, veo que eres más simpático de lo que había pensado —rió Bella entonces.


Edward la miró a los ojos. Seguían sin brillar como brillaban en esa fotografía que había mirado tantas veces en el desierto. «Estás más triste de lo que yo esperaba», pensó. Pero no lo dijo en voz alta. Él quería cambiar eso. Le resultaba raro, pero quería verla riendo con abandono otra vez. Y se preguntó qué tendría que hacer para conseguirlo.


—Estás intentando distraerme para que vaya más despacio —sonrió, aligerando el paso.


Ella hizo una mueca de dolor.


— ¿No hemos corrido ya suficiente?


Edward soltó una carcajada.


—Tienes razón, no quiero que te desmayes, pero sólo porque no podría cargarte con esta 
pierna mía —le dijo sonriendo.


Cuando volvieron a casa, Bella le había sacado información sobre su madre, su padrastro, sus estudios e incluso alguna historia romántica. Pero le dolía la pierna.


—Entra y bebe algo antes de irte.


— ¿Tienes algo que ofrecerme? —bromeó él mientras arqueaba una ceja, recordando la cocina vacía.


—Claro que sí. Tengo agua y café. Incluso puede que tenga alguna lata de refresco... abierta.


— ¿Cómo podría resistirme a tal invitación? Si incluyes una visita a tu estudio, trato hecho.


Bella arrugó la nariz.


— ¿Tengo que hacerlo?


—También podrías enseñarme tus cicatrices —sugirió él con algo de picardía en la voz.


Sus ojos se encontraron de nuevo y, de nuevo, ocurrió algo, una conexión...


—Muy bien, te enseñaré mi estudio, pero date prisita.


Curioso, Edward aceptó un vaso de agua y la siguió hasta una habitación al fondo del pasillo, en cuyas ventanas colgaban dos sábanas a modo de cortinas. El suelo estaba alfombrado por bolas de papel; dibujos descartados, seguramente.


Sobre la mesa, una colección de dibujos de una niña castaña con los ojos muy grandes. En uno de ellos, las nubes que había sobre su cabeza tenían caras monstruosas. En otro, el viento la lanzaba contra un árbol. En otro, la lluvia la empapaba aunque llevaba un paraguas.


—Parece que no tiene buena suerte con el tiempo —quiso hacerla reír.


—Estos son los dibujos de los que te hablé. Ahora tengo que hacer otros, más alegres, pero no sé cómo.


—Podrías falsearlo —sugirió Edward.


— ¿Qué?


—Podrías fingir que estás de muy buen humor durante un par de horas, a ver qué pasa. 
Cuando yo estaba en activo, tenía que fingir muchas cosas que no sentía.


Bella lo miró, escéptica.


—No sé... el arte debe ser auténtico.


Él asintió, encogiéndose de hombros.


—Era sólo una sugerencia —murmuró, mirando alrededor. Entonces vio un dibujo del mar, con un salvavidas rojo flotando sobre las olas.


— ¿Qué te parece? —preguntó Bella.


— ¿Quieres que sea sincero?


—Sí, podré soportarlo.


—Hay algo muy... no sé, sexy, en este dibujo. El rojo del salvavidas me recuerda a unos 
labios... Esto no es para un cuento infantil ¿verdad?


—No —rió ella—. Podríamos decir que es uno de mis pocos dibujos maduros.


— ¿Alguna vez has hecho una exposición?


—No a menos que me obliguen.


— ¿Por qué?


Bella se encogió de hombros.


—No sé. Me sería más fácil caminar desnuda por la calle principal de Atlanta. Pongo 
demasiado de mí misma en esos dibujos.


—Ah, ya.


— ¿Qué significa eso?


—Acabo de tener un pensamiento filosófico —sonrió Edward—. No te preocupes, se me 
pasará.


— ¿Qué pensamiento filosófico?


— ¿Cuál es el propósito de tus dibujos? —preguntó él, recordando un curso de apreciación 
artística que había hecho en la universidad.


Bella se quedó pensativa.


—Creo que tienen varios propósitos. Quiero expresarme, naturalmente. Además, siento 
simpatía por esa niña, Nessie —contestó, señalando uno de los dibujos—. Me identifico con ella. 
A nadie le gusta el mal tiempo, ¿no?


—Así que dibujas para que la gente se sienta menos sola —dijo Edward.


Ella lo miró, sorprendida.


—Parece que sí.


—Una exposición daría a mucha gente la oportunidad de disfrutar de tus dibujos y sentirse 
menos solos —sugirió él.


—No lo había pensado... Pero me entran sudores cuando pienso en una exposición —suspiró 
Bella—. Jake quería que expusiera, pero también quería que me tirase en paracaídas, que 
montase en bicicleta sin manos y que me bañase desnuda cuando estábamos en el instituto.


—Un novio extremo —rió Edward.


—Desde luego. Siempre estaba llevándome de una aventura a otra.


— ¿Y te gustaba? —preguntó algo ansioso.


—A veces. Otras veces sólo me apetecía dibujar escondida bajo la mesa de la cocina.


— ¿Y no estabas un poco incómoda bajo la mesa de la cocina? —preguntó con una sonrisa 
bailando en los labios. Dentro de Bella se escondía una pequeña niña a la que le gustaba 
refugiarse en su soledad.


—Imaginaba que era como una tiendecita india. Me sentía segura.


Era tan encantadora que Edward sintió el deseo abrumador de tomarla entre sus brazos para 
que se sintiera segura. Lo cual era muy raro en él. Quizá la conmoción cerebral le había 
causado un daño permanente.


— ¿Qué tal lo de bañarte desnuda?


Ella lo miró de reojo.


—Nos pillaron. Bueno, más bien me pillaron a mí. Cuando oímos ruido, Jake se puso los 
calzoncillos, pero mi ropa había desaparecido. Tuve que estar en el agua tanto tiempo que me 
puse azul.


Edward soltó una carcajada.


—Esa historia es nueva. Jake no me la había contado.


—Probablemente porque le advertí que si se la contaba a alguien no volvería a dirigirle la 
palabra.


Edward vio que su expresión pasaba de divertida a triste y se le encogió el estómago. Pero no 
sabía qué decir.


—Mira qué lío de habitación... Tengo que tirar todos estos papeles.


Él se inclinó para ayudarla.


—Hay más en el suelo que en la mesa.


—Muchos más. Cuando uno está bloqueado, lo mejor es no tener miedo de gastar papel 
haciendo dibujos horribles.


Edward intentó echarle un vistazo a uno de ellos, pero Bella se lo impidió.


—No, de eso nada —le espetó, sujetando su mano—. Te he dejado entrar en mi estudio, pero 
no pienso dejar que veas esos horrores.


— ¿Cómo sabes que son horrores? Puede que a mí me gusten.


—Da igual lo que tú pienses. Lo importante es qué pienso yo.


Edward miró esa manita pequeña y sintió algo en su interior.


—Eres un poco sargento, ¿no?


—No puedo controlar lo que pasa fuera de esta habitación... y no estoy siempre contenta con 
lo que hay dentro, pero aquí las reglas las pongo yo.


—La diosa de tu pequeño rincón en el mundo —sonrió él.


—Yo no usaría el término «diosa» —replicó Bella, burlona.


—Porque no te has mirado al espejo últimamente.


Ella levantó los ojos y Edward sintió de nuevo aquella conexión, aquella especie de calambre. 
Bella también debió sentirlo porque vio que contenía el aliento.


—Jake me dijo que se te daban bien las mujeres —murmuró, apartando la mano—. Decirles 
piropos debe ser para ti como una segunda naturaleza.


Él se encogió de hombros, pero no dijo nada. Sabía que no podía ganar.


— ¿Qué? ¿No hay respuesta? ¿En qué estás pensando?


—Es mejor que no lo sepas.


—Quiero saberlo.


Edward negó con la cabeza.


—Mejor no.


—Quiero saberlo. Lo justo es lo justo. Tú lo sabes todo sobre mí.


Él suspiró, incómodo.


—Muy bien, tú lo has querido. Pensarás que soy un engreído, pero nunca he tenido que hacer 
demasiado para conseguir la atención de una mujer.


Bella soltó una risita.


—Muy engreído.


—Ya te lo dije.


—Ya. Jake también me contó que no salías con ninguna durante mucho tiempo.


Edward negó con la cabeza. No debería importarle lo que ella opinara sobre su falta de 
compromiso, pero le importaba.


—Nunca he hecho promesas que no pudiera cumplir porque mis relaciones siempre me han 
parecido algo temporal. En la universidad, en los marines...


Ella asintió, pero Edward se dio cuenta de que no lo entendía.


—No sé por qué siempre se me han dado tan bien las mujeres.


—Pues yo sí —sonrió Bella—. Quieren domarte. Tienes ese aspecto tan fiero... las mujeres 
quieren domesticarte.


—Has dijo «las mujeres» —dijo él en voz baja—. ¿Eso te incluye a ti?


—No, no, no —contestó Bella, dando un paso atrás y ruborizándose al instante—. Yo ilustro 
libros infantiles, pero no vivo en el país de nunca jamás. Nunca me han gustado los hombres 
sombríos y difíciles. Dan demasiados problemas.


A pesar de todo, en sus ojos había una fascinación que desmentía sus palabras.


— ¿Crees que soy sombrío y difícil?


—Bueno, no eres exactamente una caja de risas —contestó ella.


— ¿Te pongo nerviosa?


Sus ojos decían que sí, pero ella negó con la cabeza.


—No.


— ¿Por qué te pongo nerviosa?


Bella se cruzó de brazos.


—Acabo de decir que no me pones nerviosa.


—No estoy convencido.


—Eres un tipo de hombre... diferente al que estoy acostumbrada.


—Tú estás acostumbrada al vecinito de al lado, que te lleva a vivir pequeñas aventuras.


—Así es —murmuró ella, apartándose el pelo de la cara.


En sus ojos había un brillo de dolor y de curiosidad que era fácil de entender para 
Edward... porque él sentía la misma curiosidad por Bella Black.

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