domingo, 26 de septiembre de 2010

Unidad Alfa: esposa de un marine


Capítulo Uno

Sabía que su color favorito era el azul.

Sabía que era alérgica a las fresas, pero que de todas formas a veces las comía.

Sabía que sus ojos de color chocolate cambiaban de color dependiendo de su humor.

Sabía que tenía una cicatriz en el muslo por un accidente de bicicleta que tuvo de niña.

Edward conocía a Bella Black íntimamente, aunque jamás se habían visto. Eso iba a cambiar en aproximadamente noventa segundos, pensó, mientras levantaba la mano para llamar a la puerta de su casa, en Carolina del Sur.

El olor a mar era mucho mejor que el olor a antiséptico del centro de rehabilitación.

Le dolía la pierna de tenerla doblada durante tantas horas en el avión, de modo que se apoyó en la pared. Tocó, no hubo respuesta y volvió a pulsar el timbre, con más insistencia.

Oyó ruido de pasos, un tropezón y luego más pasos, hasta que, por fin... Una mujer de cabello marrón, despeinada y medio dormida, abrió la puerta tapándose los ojos con la mano para evitar el sol. Vestida con una camiseta arrugada y unos vaqueros cortos que dejaban al descubierto sus largas y torneadas piernas, Bella Black se quedó mirándolo.

— ¿Quién es usted...?

—Edward Cullen —la interrumpió él, preguntándose si Bella sabría que esa sexy y arrugada camiseta marcaba sus pezones—. Era amigo de...

—Jake —terminó ella la frase, con expresión triste—. Me habló de ti en sus cartas. El Ángel solitario.
Se le encogió el estómago al oír ese apodo. Sus compañeros lo llamaban así porque antes del accidente, solía estar enfadado casi todo el tiempo, y se la pasaba solo, apartado de los demás. Seguramente porque llevaba peleándose con su padrastro desde la pubertad. Lo de «ángel» era porque había sacado a varios compañeros de alguna situación comprometida.Pero no a Jake, pensó. A Jake no había podido salvarlo.

Bella Black dio un paso atrás y le hizo un gesto con la mano.

—Entra, por favor.
Edward la siguió al interior de la casa. Con los nervios, Bella se golpeó la espinilla con el pico de una mesa y masculló una maldición.

—¿Quieres que encienda la luz?

—No, yo lo haré —contestó ella, subiendo la persiana del salón. El sofá estaba cubierto por una tela oscura, en las paredes no había cuadros ni fotografías y tampoco alfombras en el suelo, todo era tan sombrío, que pareciera que nadie habitara aquel lugar—. Anoche trabajé hasta las tantas... bueno, hasta la madrugada, en realidad. Y me he quedado dormida —añadió, volviéndose hacia él... y tropezando de nuevo.

Edward, instintivamente, la sujetó del brazo para evitar que callera. Estaban tan cerca que podía contar sus pecas. Había oído historias sobre los sitios donde tenía pecas...

—¿Qué hora es? —preguntó ella entonces con una voz ronca que le resultó muy excitante. Todo le resultaba excitante. Llevaba demasiado tiempo sin acostarse con una mujer.

—Catorce... —Edward se detuvo, recordando que no tenía que hablar en términos militares—. Las dos.
Bella hizo una mueca.

—No sabía que fuera tan tarde.

En ese momento, un gato entró en el salón y se arrimó a su pierna.

—Ay, pobre Jamie. Seguro que tiene hambre —murmuró, acariciándolo—. Voy a hacer café.
Dio un paso, estuvo a punto de tropezar con el gato y luego salió de la habitación.

«Un poquito despistada por las mañanas», le había dicho Jake. Aunque ya no era por la mañana para la mayoría de los seres humanos.

Edward miró alrededor. No parecía un hogar. Y eso no podía ser. Jake había descrito a Bella como una mujer que nunca dejaba de crear, de decorar, que no conocía el significado de la palabra soso. Pero aquella habitación era definitivamente sosa.

Edward asomó la cabeza en la cocina. Era pequeña, pero soleada, con el fregadero y la encimera muy limpios. No había mesa, sólo una silla sobre la que había un cuaderno de dibujo, una caja de cereales y unos bollos de crema.

«Los bollos de crema significan síndrome premenstrual o fecha de entrega», había dicho una vez Jake, cuando ellos comían bollos de crema.

—¿Tienes que entregar un trabajo urgentemente?

Ella asintió.

—Sí, me quedé atrás cuando Jake... —Bella no terminó la frase—. Durante un tiempo, no podía dibujar. Ahora puedo, pero no sé si me gusta lo que hago. No me apetece usar colores alegres y se supone que debo ilustrar libros para niños. Tres. Sólo me salen escenas grises, lluviosas...

Edward empezó a sospechar.

—Ésta parece una playa muy agradable. ¿Te gustan tus vecinos?

Bella se pasó una mano por el pelo.

—No he tenido tiempo de conocerlos. No salgo mucho.

La sospecha se intensificó.

—Yo voy a quedarme aquí durante algún tiempo. ¿Puedes recomendarme un par de restaurantes?

—No. La verdad es que salgo poco.

Él asintió, pasándose una mano por el mentón. De modo que la preocupación de Jake estaba 
justificada... su mujer se había vuelto una ermitaña.

—No tengo leche —dijo Bella, sacando dos tazas del armario—. ¿Quieres azúcar?

—No, gracias. Prefiero el café solo.

Ella lo miró entonces, en silencio.

—Jake te admiraba mucho.

—Era mutuo. Jake era una persona querida y respetada por todos. Y hablaba de ti todo el tiempo.

—Ah, pues supongo que te aburrirías mucho mucho.

Edward negó con la cabeza.

—No, era una forma de romper la tensión. Siento no haber podido ir a su funeral... El médico no quiso darme el alta.

—Sé que has estado en el hospital —murmuró ella, bajando la mirada—. Yo no quería que Jake entrara en los marines. Fue una de nuestras pocas discusiones.

—¿Por qué? ¿Te parecía demasiado peligroso?

—Cuando se alistó, yo no sabía lo peligroso que era. Lo que no quería era ir de un sitio para otro. Quería un hogar.

—Pero cuando Jake murió, te viniste aquí, a la playa.

Bella sacudió la cabeza.

—Demasiados recuerdos. Sentía que me chocaba con él en cualquier sitio de nuestra casa, con nuestros sueños, con todo lo que fuera él y su escencia, cada cinco minutos —contestó, mirándolo a los ojos—. Bueno, ¿y a qué has venido?

Como no quería contarle lo que Jake le había pedido, Edward carraspeó.

—Casi he terminado la rehabilitación y no quería seguir en el centro, así que decidí que un par de semanas en la playa antes de empezar a trabajar me vendrían muy bien.

—¿Por qué aquí precisamente?

—Porque es un sitio muy tranquilo —sonrió Edward—. Si me caigo de bruces mientras corro por la playa, no me verá mucha gente.

Ella sonrió. Seguía mirándolo con expresión escéptica, pero más divertida.

—Algo me dice que no tienes mucha experiencia cayéndote de bruces.

—Hasta este año, no.

La sonrisa de Bella desapareció.

—Lo siento.

—Y yo siento lo de Jake.

—Gracias. Yo también. Si esto era una visita de cortesía, dalo por hecho.

Edward asintió, aunque no pensaba decirle adiós tan deprisa. Bella Black vivía en la playa, pero estaba pálida y tenía ojeras. Su delgadez era preocupante y parecía como si... como si estuviera en punto muerto. Y él quería que, al menos, metiera la primera.

Edward se mudó a una casita que estaba a quinientos metros de la de Bella. Sentado en el balcón, mientras observaba las olas romper rítmicamente contra la playa, empezó a sentirse en paz. El océano no se parecía en nada a la guerra. Cambiaba cada segundo, pero en cierto modo permanecía constante. Mirar las olas era la mejor terapia... mucho mejor que la que recibió en el ejército.

Cuando se metía en la cama, la imagen de Bella Black apareció en su cabeza. Se preguntó entonces qué estaría haciendo. ¿Enfrentándose con una hoja en blanco? ¿Dibujando una escena gris? ¿O se estaría quedando dormida, como él?

La fotografía de su mujer que Jake le enseñaba a todo el mundo lo había dejado fascinado. En ella, Bella se reía con abandono y era el equivalente femenino a un rayo de sol. Jake, un tipo alegre, había conseguido pasar por el campamento de instrucción sin que nadie pudiera quitarle esa alegría. Era simpático, nada cínico, al contrario que Edward. Él tenía cinismo suficiente para una docena de hombres. Quizá por eso le caían tan bien el sargento Black y las historias que contaba sobre su mujer. Porque eran frescas e inocentes. Edward no recordaba haber sido fresco e inocente desde que su padre murió, cuando tenía siete años.

Entonces volvió a pensar en Bella. Aunque la tristeza que había visto en sus ojos le encogía el corazón, estar con ella lo animaba. Y era tan guapa...

Su pelo era una cascada de chocolate fundido y su piel, tan blanca, emanaba feminidad. Sus labios le recordaban a una jugosa ciruela y aquella maldita camiseta que parecía jugar al escondite con sus curvas...

Esa imagen lo excitó. Pero su atracción por Bella no era nada personal, se dijo. Estaba frustrado, sexual, personal y mentalmente. Apartando las sábanas, Edward saltó de la cama y fue desnudo a la ducha. «Olvídate del agua fría».

Bajo una ducha caliente, al menos podría librarse de parte de su frustración... imaginando que estaba con la mujer de sus sueños.

Edward se levantó a las seis de la mañana. El entrenamiento con los marines había condicionado su vida y quizá nunca podría volver a levantarse tarde. Pero era mejor así. Después de desayunar café, tostadas y huevos revueltos, se puso unos pantalones cortos y fue corriendo por la playa hasta la casa de Bella.

El primer paso para sentirse normal era dormir de noche y trabajar de día. Bella Black era como una niña, que tenía mezclados el día y la noche. Y por eso necesitaba un poquito de ayuda.
Edward llamó a la puerta y esperó. Y esperó. Y volvió a llamar. Oyó un golpe y luego un grito. La puerta se abrió entonces y Bella lo miró, con los ojos guiñados.

—Tengo la impresión de que esto ha pasado antes —dijo escondiendo una pequeña y fugaz sonrisa.

—Lo siento. Pensé que estarías despierta —sonrió Edward—. ¿Te apetece correr un rato por la playa? No tengo la pierna al cien por cien, así que debo ir más despacio de lo que me gustaría...

—¿Correr? —lo interrumpió ella—. ¿Ahora? ¿Qué hora es?

—Las diez.

—Ah —murmuró Bella, apartándose el pelo de la cara—. Es que anoche estuve trabajando en un dibujo que seguramente no podré usar —añadió, suspirando.

—Si no te ves con fuerzas... —se aventuró Edward, intentando retarla. Los retos siempre funcionaban con cualquier persona.

Ella frunció el ceño.

—Claro que tengo fuerzas. Puede que esté un poco oxidada, pero puedo correr como todo el mundo.
Edward asintió, sonriendo. Buena señal.

—¿Quieres que te espere aquí mientras te cambias?

Bella miró su camiseta arrugada como si acabara de percatarse de que la llevaba puesta. Y se puso como un tomate.

—Sí, debería... bueno, entra. No tardaré mucho.

—Gracias.

Al acercarse, respiró su aroma. Era un olor fresco, sexy, a mujer dormida, que lo hizo desear enterrar la cara en su pelo... Ese pensamiento lo pilló por sorpresa. Y no le hizo ninguna gracia.

Cuando Bella desapareció por el pasillo, el gato se acercó para olerlo y luego se apartó con gesto desdeñoso. Él nunca había entendido a los gatos ni a los amantes de los gatos. Los felinos nunca se acercaban cuando uno los llamaba, todo lo contrario. Además, esperaban recibir comida y alojamiento desdeñando a sus dueños. A él le gustaban más los perros.

Bella volvió poco después con el pelo sujeto en una coleta. Llevaba una camiseta ajustada y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto su ombligo. Algunas enfermeras del centro de rehabilitación habían coqueteado con él, pero ninguna de ellas iba vestida así.

Llevaba demasiado tiempo encerrado, pensó, y sus hormonas estaban enloquecidas. Antes del accidente salía con muchas chicas, nunca tuvo problemas para encontrar una mujer. Jake decía que no le duraban más que una caja de cervezas y no iba muy descaminado. Aunque siempre había dejado claro que no estaba haciendo promesas... no tenía tiempo para una relación seria. Su dedicación y compromiso siempre se lo había dedicado a su profeción, a los marines. Pero ahora todo era diferente, el no tenía más compromiso que el de vivir su vida como él quisiera, y que tal si ella también...

Apartando la mirada del ombligo de Bella y desechando esos pensamientos, Edward se pasó una mano por el pelo.

—¿Lista? —dijo antes de cometer una imprudencia.

—Sí, vámonos.

Empezaron a correr por la playa y, veinte minutos después, temió que Bella cayera desmayada.

—Aquí hay un café. ¿Quieres que paremos un rato?

Ella se detuvo y lo miró a los ojos con una mezcla de agotamiento y alivio.

—¿Tú quieres parar?

—Si te desmayas, llevarte en brazos hasta tu casa con esta pierna mía va a ser un problema.

—¿Quieres decir que no estoy en forma?

—En absoluto. Yo creo que estás muy en forma. Pero puede que te falte un poco de práctica.
Bella abrió la boca para protestar, pero pareció pensárselo mejor.

—Deja que te invite a desayunar.

—Estoy tan agotada que no sé si podré comer.

—Seguro que sí.

No se había equivocado. Después de tres vasos de agua, un zumo de naranja y una taza de café, Bella se 
lanzó sobre las tortitas y los huevos con beicon como si no hubiera comido en varios días.

—¿Más sirope? —preguntó Edward.

—No, gracias.

—¿Más tortitas?

Ella sonrió, con la boca llena.

—Venga, dilo.

—¿Decir qué?

—Que estoy muerta de hambre. ¿Cómo lo sabías?

—Si lo que vi en tu cocina es una indicación de lo que hay dentro de la nevera, debías estar muerta de 
hambre. Los cereales no satisfacen a nadie.

—A mí sí.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste proteínas?

—No hace mucho —contestó ella a la defensiva, y tratando de evitar el tema.

—Estupendo. ¿Qué comiste?

—La semana pasada comí algo de queso...

Como tenía la boca llena, el resto de la frase resultó ininteligible.

—¿Queso con qué?

Bella empezó a jugar con su tenedor.

—Queso con galletitas.

—Ah, ya veo. ¿Estás a dieta?

—No. Es que cuando tengo mucho trabajo atrasado, se me olvida comer.

—Te entiendo. Cuando tengo mucho lío, yo sólo como cacahuetes y café.

—Me alegra saber que a veces también tú te dejas llevar por tus más bajos instintos —rió Bella—. Pero 
sospecho que no ocurre a menudo.

No tan a menudo como a él le gustaría, pensó, mientras la veía llevarse una fresa a la boca.

—¿Seguro que quieres pasar todo el día rascándote?

Ella lo miró, boquiabierta.

—¿Cómo sabes que soy alérgica?

—Me lo contó Jake.

—Será tonto... ¿Qué más te contó?

—Lo sé todo sobre tu familia, tu salud, tu educación, tu trabajo, tu vida amorosa...

—No me lo puedo creer. Tú lo sabes todo sobre mí y yo de ti sólo sé lo listo que Jake decía que eras, lo 
buen líder que Jake decía que eras y lo rápido que puedes correr.

—Ya no puedo correr tan rápido.

—Corres más deprisa que yo.

—Sí, pero es que tú no estás en for... —Edward no terminó la frase.

—Oye, que yo no me he entrenado con los marines, y no puedo tener un cuerpo lleno de músculos como 
ustedes —replicó ella, levantando la barbilla—. Mira esos bíceps... eres una máquina de músculos.

Edward sonrió. El halago, aunque a trasmano, le había producido una extraña alegría.

—Créeme, tu cuerpo no es precisamente desagradable a la vista.

Bella lo miró a los ojos y... pasó algo. No sabía qué. Eso la puso algo nerviosa.

—Eres muy amable. Y gracias por el desayuno, pero creo que ya puedo volver a mi casa —dijo, sonriendo—. Ahora tengo la excusa de que no se puede hacer ejercicio después de comer.

—Ah, es verdad —rió Edward, dejando un par de billetes sobre la mesa—. Espero que te haya gustado sentir la brisa del mar en la cara, el sol sobre tu piel...

—La amenaza de infarto —lo interrumpió ella riendo—. ¿Seguro que a los marines no los entrenan para convertilos en sádicos? —le preguntó mientras salían del café.

—No —contestó él, mirando su trasero. «Puedes mirar, pero no tocar»—. Masoquistas. Somos todos masoquistas.

2 comentarios:

  1. El pobre Edward lo quele espera pasar para conquistar a Bella y al mismo tiempo no sentirse curable por pensal que esta trasionando a su amigo Jake espero tu prosimo capi me encanta sigue haci

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  2. Pobre edward piensa que queriendo a bella va a traicionar a jake

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