Capítulo Tres
Edward no vio a Bella más de diez minutos durante los tres días siguientes. El martes, decidió no correr porque le dolían las piernas y el miércoles y el jueves llovió casi sin cesar.
El viernes Edward salió a correr a pesar de la lluvia, preguntándose qué podía hacer para verla. Y también preguntándose por qué pensaba tanto en ella. Seguramente porque tenía una misión. Pero en cuanto hubiera conseguido que Bella saliera de su agujero podría marcharse.
Por la tarde, cuando las luces empezaron a encenderse, pensó en la nevera vacía de ella y fue rápidamente al supermercado antes de que cerrasen. Cuando llegó a casa de Bella, él y las bolsas que llevaba estaban empapados.
Bella abrió la puerta y se quedó mirándolo, sorprendida.
—¿Qué haces aquí? Entra, loco. ¿No sabes que se avecina un huracán?
—Por eso te he traído comida —sonrió Edward, acompañándola a la cocina—. Imaginé que para cuando te dieras cuenta de que no tenías nada en la nevera, las tiendas estarían cerradas y tú estarías muerta de hambre.
—Podría ofenderme por tu falta de confianza en mí, pero no pienso hacerlo. ¿Qué me has traído? —claro que no lo haría, porque lamentablemente él tenía razón.
—He comprado leche, pan, huevos, queso, un par de filetes, pescado congelado y cacahuetes recubiertos de chocolate.
Bella abrió mucho los ojos.
—¡Cacahuetes recubiertos de chocolate! ¡No tienes ni idea de cuánto me...! Ah, sí, claro que lo sabes. Jake debió contártelo —terminó diciendo esto con añoranza y tristeza, ella le tenía pavor a las tormentas, y Jake siempre había estado ahí para protegerla desde que eran unos niños, su pequeño vecino de a lado, cuanto lo extrañaba. Esta sería su primer tormenta sin nadie a su lado, sin nadie que la abrazara cuando en el cielo oscuro retumbaran los truenos, y fuera iluminado por los relámpagos que tanto la atemorizaban.
—Así es —contestó él notando la tristeza en sus ojos.
—Muy bien. A cambio de esto, perdono tu poca confianza en mi habilidad para cuidar de mí misma —recuperó rápidamente la sonrisa.
—Qué generosa —sonrió Edward. Estaba contento de volver a verla... aunque no le gustaba ver esa sombra de tristeza empañando sus hermosas orbes cafés.
—Estás empapado —dijo Bella entonces, tocando su cara—. Y yo aquí echándote la bronca... ¿Quieres darte una ducha caliente? No, no contestes. Deberías darte una ducha antes de que nos quedemos sin luz. Si te das prisa, puedo meter tu ropa en la secadora —añadió, empujándolo hacia la puerta—. Tira la ropa al pasillo cuando te la hayas quitado.
—No me importa estar mojado. No pasa nada...
—Sí pasa. No puedes quedarte con la ropa mojada.
—Tengo ropa seca en mi casa.
Ella parpadeó.
—Ah, pensé que ibas a quedarte a cenar —no esperaba que se quedara con ella toda la noche como lo hacía Jake cuando había tormentas, pero al menos esperaba que se quedara a cenar, no quería estar sola mucho tiempo.
Y a él esa invitación lo pilló por sorpresa.
—Sí, creo que podría.
Bella sonrió.
—Será mejor ponerse a cocinar antes de que nos quedemos sin luz.
Edward entró en el cuarto de baño, se quitó la ropa y la tiró a pasillo, cómo ella le había pedido. Tenía razón, una ducha caliente era estupenda cuando uno estaba empapado. Eso le recordó lo agradable que era ducharse después de un día entero de servicio. Una buena ducha seguida de un par de cervezas, una comida caliente y una mujer más caliente esperándolo...
Pero no debía pensar esas cosas.
Suspirando, se secó con la toalla y miró alrededor. Colgado en la puerta había un albornoz de seda y no pudo evitar la tentación de tocarlo. Sospechaba que la piel de Bella era igual de suave. Entonces pensó en su boca de ciruela jugosa y se pasó la lengua por los labios... ¿Por qué estaba pensando esas barbaridades? Sacudiendo la cabeza, se envolvió en la toalla y fue a la cocina.
—¿Quieres ayuda?
Bella levantó la mirada y se quedó boquiabierta. Edward podía sentir el calor de sus ojos en cada centímetro de su piel, desde los hombros hasta el torso, por encima de la toalla que lo cubría hasta las rodillas...
No dejaba de mirarlo, nerviosa, y las verduras que estaba echando en la cacerola empezaron a caer sobre la encimera.
—Cuidado —dijo Edward, sujetando su mano—. Perdona, no quería asustarte.
Ella se apartó como si la hubiera quemado.
—No, no, es que...
Edward miró su torso y vio las cicatrices de la explosión. Él estaba acostumbrado, pero Bella... Quizá le habían hecho recordar a Jake.
—¿Es por las cicatrices?
Ella parpadeó aún confundida y aturdida por aquella imagen del hombre que se encontraba frente a sus ojos.
—No. No, es...
—¿Qué?
—Son los músculos.
Edward tardó un momento en entender. Pero cuando lo entendió sintió una alegría que no había sentido en mucho tiempo. De modo que sus emociones no estaban muertas del todo. Eso estaba bien. Era parte del plan. Su atracción hacia él, sin embargo, no era parte del plan, pero no pensaba descorazonarla por el momento.
—Gracias por el piropo —dijo en voz baja haciendo que ella se sonrojara.
—Supongo que millones de mujeres te habrán dicho lo mismo —bajó la cabeza avergonzada por su atrevimiento, no sabía por qué lo había hecho, fue repentino, ese hombre no la dejaba pensar con coherencia.
—Últimamente no —dijo encogiéndose de hombros.
—¿Por qué? —preguntó alzando automaticamente la mirada, no sabía por qué pero aquella respuesta hizo latir fuertemente su corazón.
Él se encogió de hombros nuevamente.
—No ha sido una prioridad para mí.
Aunque su cuerpo no estaba de acuerdo con esa afirmación.
—¿Crees que ya no eres tan atractivo por culpa de las cicatrices?
"Si se trataba de eso, era una completa estupidez", pensó Bella.
—En realidad, no me importa mucho —contestó Edward. Y era verdad—. Me siento diferente... pero es algo más que la cojera y las cicatrices.
—Es algo interior —murmuró ella, pensativa.
—Sí. Oye, creo que los filetes se están... —dijo mirando el humo negro que salía de la sartén.
—¡Oh, no! —exclamó Bella, apartando la sartén—. Si querías el tuyo poco hecho...
—Si no está tan duro como una suela de zapato, me parece perfecto —dijo riendo.
—¡Oye no te burles de mi!, ¡fue tu culpa! —gritó ella riendo también, mientras le daba un golpe en el hombro.
—Esta bien, ¿Crees que podemos meter el pan en el horno? —dijo a sus espaldas viendo el pan que estaba en la barra.
—Sí, claro. Mira, las verduras están casi hechas. Si sacas la margarina de la nevera, ya está todo listo —le contestó al tiempo en que se volteaba para señalarle la nevera. Estó provoco que chocara con él y perdiera el equilibrio. Edward se movió tan rápido para evitar que cayera, que lo que terminó cayendo al suelo fue la toalla. Ella se quedó estática sintiendo la dureza de su cuerpo contra el suyo. Él seguía sosteniendola como si en eso se le fuera la vida. Ambos se miraban fijamente a los ojos. Ambos eran tan profundos, y reflejaban los sentimientos de ambos. Había deseo y pasión. Cuando Bella salió de su estupor, y se dio cuenta de lo que estaba sucediento, lo único que pudo hacer fue alejarse de él y taparse los ojos.
—¡Edward lo siento!
—No te preocupes —dijó mientras se colocaba nuevamente la toalla alrededor de la cintura —lo mejor será que me cambie de ropa.
—La deje en mi habitación, puedes cambiarte ahí.
Edward salió de la cocina, que era lo que había estado a punto de hacer. Tendría que ser más cuidadoso con sus emociones.
Terminó de cambiarse y salió a buscarla, ambos actuaron como si no hubiera sucedido nada, aunque en sus cuerpos se notaba que aún estaban afectados por la reacción del momento. Terminaron cenando en el salón.
—Siento no tener una mesa en la cocina. Está en mi lista de cosas que debo comprar.
Las luces empezaron a fallar entonces y Edward vio que ella contenía el aliento. Afortunadamente, no se quedaron a oscuras.
—¿Te da miedo la oscuridad? —preguntó algo curioso, era algo que Jake no había hablado.
—No —contestó Bella, tomando un sorbo de agua—. Y sí. No me da miedo la oscuridad, pero no me gusta no tener luz cuando la necesito.
Edward asintió, divertido.
—Ó sea, que es una cuestión de conveniencia.
—Algo así. Y luego está la cuestión de que otros sentidos se desarrollan para compensar el que falta.
—Y se oyen ruidos...
—Uno ve fantasmas bajo la cama —rió ella.
—¿Te dan miedo los fantasmas?
—No —contestó Bella, con expresión incierta—. Si me digo eso a mí misma muchas veces, me convenceré, ¿verdad?
Edward sonrió.
—Sí, claro.
—¿Tú tienes miedo de algo? Ah, no, espera, que eres un marine. Los marines no pueden tener miedo de nada.
—Todo el mundo tiene miedo de algo, Bella.
Ella lo miró a los ojos, comprensiva. Pero ocurrió algo más. De nuevo, ocurrió ese «algo».
—Intento que los miedos no se interpongan en mi camino y cuando no puedo evitarlo... en fin, hago lo que puedo.
Edward cortó el filete, preguntándose por qué estaba allí. Seguramente porque pensaba que no podría mirarse al espejo cada mañana si no hacía algo para ayudar a la viuda de Jake. No podía devolverle la vida a su amigo, pero al menos podía intentar que su mujer no se aislara del mundo durante el resto de su vida.
Las luces empezaron a fallar de nuevo y, unos segundos después, la casa quedó a oscuras.
—Parece que has hecho la cena justo a tiempo. ¿Tienes velas?
—En la cocina —contestó Bella, levantándose temerosa, la verda era que odiaba la oscuridad.
—Puedo ir yo.
—No hace falta. Haz guardia para que el gato no se coma mi filete —dijo tratándose de hacer la valiente.
—Ah, eso se me da bien —rió Edward.
La oyó tropezar por el pasillo y luego abrir y cerrar cajones. Pero unos minutos después no pudo soportar más la espera y fue a la cocina con los platos en la mano.
—Estoy aquí —anunció, para no chocarse con Bella.
Ella dejó escapar un grito.
—¡Qué susto!
—Perdona, no era mi intención.
—No encuentro las cerillas. Deberían estar en este cajón...
—A ver, deja que las busque yo —murmuró Edward. Su mano rozó la de Bella en busca de las cerillas y sintió un escalofrío—. Ah, aquí están. ¿No tienes una linterna?
—En el dormitorio.
—¿Para vigilar a los fantasmas que están debajo de la cama?
—Eso es. Espera, creo que tengo una vela por aquí.
Estaba por sacar la vela cuando el cielo se iluminó y resonó un trueno con la fuerza de cien cañones. Bella gritó y se aferró al pecho de Edward.
—Ya tranquila Bella, no pasa nada —dijo mientras hacía circulos en su espalda para calmarla. De repente sintió su camisa mojada. Estaba llorando.
Edward encendió la vela y cuando vio el rostro de Bella iluminado por la suave luz, sintió calor por dentro.
—Pareces un ángel —dijo, impulsivamente.
—Es la luz. Todo el mundo tiene un aspecto angelical a la luz de una vela —dijo entre sollozos.
—Yo no —bromeó él.
—Bueno, un ángel solitario —sonrió Bella entre sus lágrimas.
—Ya, claro, bueno ya no llores ¿si?, los ánlgeles no lloran.
—De acuerdo. Ah, mira, otra vela. Toma, enciéndela —dijo ella entonces—. Así tendremos un poco más de luz.
Edward pensó que ese gesto lo hacían en algunas ceremonias nupciales... y se alarmó. ¿Por qué había pensado eso precisamente?
—Voy a buscar la linterna —dijo Bella.
Volvió poco después con la linterna y una radio a pilas.
—¡Una radio! Qué bien.
—Puedo parecer un desastre, pero no lo soy. Venga, vamos a terminar de cenar antes de que se enfríen los filetes.
Edward terminó de comer antes que ella y se puso a buscar una emisora en la radio. El locutor anunciaba apagones masivos y la compañía eléctrica advertía que la luz no volvería hasta el día siguiente.
—Estupendo —suspiró Bella—. Parece que esta noche no voy a poder trabajar, ni dormir —lo último pensó que lo había dicho para ella misma, pero lo dijo en voz alta.
—Te dan miedo las tormentas ¿verdad?
Bella frunció el rostro, la había descubierto. En vez de contestar, sólo asintió con la cabeza.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Lo que pasa es que mis papás murieron en una noche de tormenta, y desde entonces no las soporto. Antes eran tolerables porque Jake siempre estaba conmigo.
Edward se quedó pensativo, tal vez con su ofrecimiento estaría condenándose, pero no podía dejarla sola.
—¿Quieres que me quede contigo?
—¿De verdad harías eso por mi?
—Por supuesto, siempre hay que ayudar a los amigos en apuros, ¿no es cierto?
Ella sonrió asintiendo.
—Está bien amigo —sonrió—. ¿Y qué quieres que hagamos?
—¿Tienes cartas?
—En alguna parte. Hace tiempo que no juego.
—Podríamos echar una partida de póquer.
—A Jake siempre le ganaba al póquer —le advirtió ella.
—¿Crees que podrías ganarme a mí?
—Eso ya lo veremos.
Edward ganó las dos primeras partidas y a Bella no le hizo ninguna gracia. Lo miraba echando humo por las orejas.
—Exijo otra partida. Las dos primeras han sido de prueba.
—¿De prueba? —repitió él, divertido—. Lo que pasa es que estás enfadada porque te he ganado hasta la camisa.
—Mi camisa está donde debe estar —replicó ella—. Eres tú el que está medio desnudo. Ésa es tu arma secreta.
—¿De qué estás hablando? —había olvidado por completo que se quitó la camisa después de que ella terminara de llorar sobre su pecho. Aún no entendía porque lo había hecho.
—Tu torso musculoso me distrae. Por eso estás ganando. Juegas sucio.
Edward sonrió como si el halago no tuviera importancia. Pero se sentía más contento que nunca.
—Yo no diría eso. ¿Quieres intentarlo otra vez?
Bella lo miró a los ojos. Su expresión era... sorprendentemente sensual y eso lo excitó de una forma imposible. Deseaba apretar su mano, deseaba probar esa boca de ciruela, deseaba deslizar sus manos por aquel cuerpo lleno de curvas y acariciar su piel.
Para luego enterrarse profundamente en ella...
—Venga. Esta vez pienso ganar —dijo Bella con voz ronca.
El juego empezó y, con cada jugada, Edward se excitaba más. La imagen de aquel pelo marrón cayendo como una cascada por su torso, por su estómago... Se dijo a sí mismo que debía parar, pero su cuerpo no parecía estar de acuerdo.
—Póquer de jotas —exclamó ella, triunfante—. Te dije que podía ganar.
—Ya veo.
—¿Qué quieres hacer ahora?
—Nada. Debería... —Edward no terminó la frase.
—¿Perdona? No te he oído.
—No, nada —murmuró él, moviendo los hombros. Se sentía rígido por todas partes. Y cuando Bella puso una mano sobre la suya, su corazón se detuvo.
—¿Edward?
—¿Sí?
—Si te hago una pregunta, ¿responderás con sinceridad?
Su corazón empezó a latir otra vez, pero demasiado rápido. La mano de Bella era tan pequeña, tan suave, que tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerla sobre su corazón.
—¿Qué es esto, verdad o prenda?
—Sólo verdad. ¿Por qué viniste a verme?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque quiero saberlo.
Edward dejó escapar un suspiro.
—Jake tenía miedo de que te convirtieras en una ermitaña si a él le pasaba algo.
Bella apartó la mano.
—No me he convertido en una ermitaña. Soy una mujer independiente. Incluso vivo en la playa. Jake sabía que siempre quise vivir en la playa.
Él se pasó una mano por el pelo. Si seguía por ese camino, tendría que obligarla a enfrentarse con la verdad.
—¿A cuánta gente has conocido desde que te mudaste aquí?
—A mi casero y a un chico que estaba buscando a su perro —contestó Bella.
—Estás pálida como un fantasma, duermes de día, trabajas de noche...
—A lo mejor soy un vampiro —lo interrumpió ella.
—Estás haciendo lo que Jake temía que hicieras. Te has convertido en una ermitaña. No tienes amigos, no sales con nadie... te has apartado del resto del mundo.
—Eso no es verdad. Es que estoy tardando más de lo que pensaba en...
—¿En qué? ¿En soltar tu mantita?
—Yo nunca he tenido una mantita.
—Eso es cuestión de opiniones.
—¿Qué quieres decir?
—Utilizas tu trabajo como los niños utilizan su mantita —se encogió Edward de hombros—. Y estoy seguro de que hay muchos hombres a los que, si les das la oportunidad, les gustaría apartar esa mantita tuya.
—No quiero a nadie más que a Jake —murmuró Bella.
El dolor que vio en sus ojos le partía el corazón.
—Lo sé, pero a él le habría gustado que siguieras adelante. No le gustaría que vivieras así.
Ella cerró los ojos.
—Ya no puedo amar a nadie.
Edward apretó su mano.
—Si alguien está hecho para amar, ésa eres tú. Lo supe desde que Jake me enseñó tu fotografía.
—¿Cómo se puede amar a alguien cuando no te apetece vivir?
—Te despiertas cada mañana y pones un pie delante de otro. Haces lo que hacías antes y, poco a poco, empiezas a vivir.
Bella respiró profundamente.
—Así que has venido a verme por compasión.
—No, no es eso. Tú tienes tu pena, yo tengo mis propios demonios. No dejo de pensar que era yo quien debería haber muerto.
Ella apartó la mirada y Edward tuvo la extraña sensación de que se había puesto el sol. No podía culparla si pensaba que era él quien debería haber muerto en lugar de su marido.
—Jake no habría querido que pensaras eso, ¿no crees? —dijo Bella en voz baja.
Edward cerró los ojos.
—No, Jake era un tipo estupendo.
«Y yo deseo a su mujer con todas mis fuerzas», se reprochó a sí mismo.
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