Capítulo Cuatro
—Soy introvertida. Siempre he sido introvertida. ¿Y si no quiero conocer a nadie? —protestó Bella al día siguiente, mientras caminaban a buen paso por la playa.
Edward se había quedado con ella toda la noche, la luz no había vuelto hasta muy temprano en la mañana. Toda la noche fue un tormento para él, que como buen caballero durmió en el sofá que había en su habitación, ella le había ofrecido la cama, pero él la rechazó; después verla tendida en su cama, hablando dormida, pronunció su nombre en sueños y después el de Jake, fue una gran tentación que con mucho esfuerzo logró superar. Y, como siempre, su entrenamiento de marine, lo obligó a despertarse al amanecer. Sin hacer ruido salió un rato por la playa y, después de leer el periódico, fue a buscar a Bella para dar un paseo.
El sol brillaba como un diamante sobre el agua y las olas golpeaban la playa rítmicamente.
—Tienes que hacer un esfuerzo. Tienes que conocer gente nueva quieras o no.
—No veo por qué. No me apetece.
—Ésa es una actitud muy egoísta —dijo Edward.
Bella se detuvo de golpe.
—No soy egoísta. Es que no me gusta conocer gente nueva. Me siento más cómoda conmigo misma.
Edward se detuvo también, mirándola a los ojos. No lo entendía del todo, pero mirar su fotografía mientras estaba en el desierto lo había hecho feliz, aunque ni siquiera la conocía.
— ¿Has pensado que algunas personas podrían beneficiarse de conocerte? ¿Se te ha ocurrido que hay personas en este planeta que te necesitan? ¿Gente a la que ni siquiera conoces?
Ella parpadeó, sorprendida.
—No. ¿Por qué va a necesitarme nadie?
Edward se tragó una maldición. Podría darle mil razones.
—Para empezar, tú trabajo. Esos dibujos influyen a miles de niños y a sus padres. Esa gente cuenta contigo.
—Sí, bueno, podría ser verdad. Pero sigo sin ver por qué tengo que conocer gente cuando no me apetece. Puedo quedarme en casa y dibujar...
—Sí, eso te ha dado muy buen resultado durante estos meses, ¿verdad?
Bella lo fulminó con la mirada.
—Ese comentario no ha sido muy agradable.
Edward se encogió de hombros.
—Puede que no, pero es verdad. Dices que no te sientes feliz con lo que estás dibujando...
—Estoy recuperándome de la muerte de mi marido —replicó ella, airada.
—Lo sé, pero podrías estar toda tu vida recuperándote.
—Y puede que lo haga.
—No puedes hacer eso, Bella. A Jake no le gustaría.
—Jake no consiguió lo que quería y yo tampoco —suspiró ella, cerrando los ojos—. No quiero volver a sentir. No quiero estar triste, pero no merezco ser fel...
—Tienes que ser feliz —la interrumpió Edward—. Tienes que reír, tienes que llorar. Sigues viva, Bella. Y puede que algún día vuelvas a enamorarte.
Ella negó con la cabeza.
—Aunque encontrase a alguien, no quiero enamorarme. Duele demasiado.
—Tú tienes más experiencia que yo en eso. No he perdido a nadie más que a mi padre. Nunca he tenido nada especial con una mujer.
— ¿Por tu culpa o por la de ellas?
—No lo sé. A lo mejor asusto a las chicas buenas y atraigo a las malas como a los mosquitos.
Bella tuvo que sonreír.
— ¿Los mosquitos? Las estás llamando chupadoras de sangre. No es una descripción muy halagadora de tus novias.
—No eran mis novias —dijo Edward—. Venga, vamos a seguir caminando.
—Estoy empezando a pensar que soy un proyecto para ti.
—Eso no estaría mal. Me han condecorado por desarrollar estrategias y conseguir objetivos.
— ¿Y si tu objetivo y el mío fueran diferentes?
—Entonces, tendremos que negociar —sonrió él.
Bella lo miró, escéptica.
—No me pareces un tipo muy flexible.
—A lo mejor te sorprendo —dijo Edward.
Y si supiera lo que tenía en mente, su vida podría estar en peligro, pensó, burlón.
—Ya me has sorprendido —dijo Bella.
Entonces, por impulso, Edward la tomó en sus brazos.
— ¿Qué haces?
—Lo que tengo que hacer.
La llevó hasta la orilla del mar mientras ella daba tales gritos que las gaviotas se asustaron. A pesar de los pataleos, Edward no podía recordar que abrazar a una mujer le hubiera parecido nunca tan dulce.
— ¿Qué estás haciendo?
Sin decir nada, él se metió en el agua hasta la cintura.
— ¿Qué haces? El agua está fría... ¡Me voy a mojar!
—Yo también —le contestó sonriente—esto es una demostración. Si mi estrategia te obliga a mojarte, yo tendré que mojarme también.
Ella abrió la boca, pero no parecía encontrar las palabras.
—Creo que estás loco —consiguió decir por fin.
Edward sabía que estaba loco. Estaba loco porque habría querido acariciar sus curvas, sus lugares secretos... Estaba quemándose de deseo. Tenerla en sus brazos era una tentación increíble. Sí, estaba rematadamente loco.
—No entiendo qué quieres demostrar.
Suspirando, Edward salió del agua y la dejó en el suelo.
—Pronto lo entenderás —murmuró.
No quería que se diera cuenta de que estaba excitado. No quería que lo creyese un depravado.
A Bella le castañeteaban los dientes y sus pezones se marcaban bajo la camiseta.
—No me gusta que me digan lo que tengo que hacer.
Edward tuvo que echar mano de toda su disciplina para apartar la mirada de sus pechos.
—Cuando sepas lo que es bueno para ti, nadie tendrá que decírtelo.
—No necesito que nadie me diga lo que tengo que hacer. Soy una mujer adulta.
—Pues empieza a actuar como tal.
— ¿Qué quieres decir?
—Exactamente lo que he dicho.
Ella se cruzó de brazos, irritada.
—No me gustan tus métodos, pero puede que tengas algo de razón.
— ¿Algo?
—Bueno, puede que tengas toda la razón. Probablemente, debería empezar a actuar como una mujer adulta.
—Sí.
—Aunque eso me mate.
«O me mate a mí», pensó Edward, cuando ella se dio la vuelta, ofreciéndole una vista panorámica de su trasero envuelto en unos pantalones cortos que, mojados, eran casi transparentes. Parecía llevar unas braguitas de color lila. Si aquello iba a ser la cura para su conciencia, echarse un jarro de agua hirviendo sobre la cabeza sería más fácil, pensó.
—Creo que deberíamos empezar por ir a tomar una copa —sugirió Edward esa tarde. Le habían dicho que la mejor forma de olvidar a una mujer era ir a un bar, tomar muchas cervezas y conocer a alguien nuevo. Imaginaba que lo mismo serviría para Bella.
Pero ella lo miró como si hubiera perdido la cabeza.
—No, gracias. Había pensado pasar la tarde en la biblioteca...
—No, demasiado solitario. El objetivo es volver a relacionarte con seres humanos, no con libros.
Bella hizo una mueca.
—Estoy de acuerdo en que debo salir más o intentar vivir más, aunque sólo sea por mi trabajo. Tienes razón, me he aislado, pero quiero ir despacio. Hay un restaurante muy mono en el que sirven todo tipo de té...
Edward levantó los ojos al cielo. Las guardias nocturnas en el campamento de instrucción eran mejor que eso. Negociaron durante cinco minutos y, por fin, decidieron ir al supermercado.
—Penoso —murmuró, empujando el carrito por la sección de productos frescos—. Penoso.
— ¿Por qué? Es la primera vez que estoy en el supermercado más de treinta segundos. Hay que gatear antes de aprender a andar. Ay, mira, melocotones. Me encantan los melocotones.
—Lo sé —suspiró Edward.
Bella le sacó la lengua.
— ¿Cuál es tu fruta favorita?
—Las cerezas. Mi madre hacía un pastel de cerezas maravilloso y mi abuela tenía un cerezo en el jardín.
—Yo no sé hacer pasteles. No se me da bien la repostería.
—Yo sé hacerlo.
—Lo dirás de broma. ¿Tú haciendo un pastel?
— ¿Por qué no?
Bella se encogió de hombros.
—No te imagino con un mandil.
—No me queda más remedio. Como ya no voy mucho por mi casa, cuando quiero comer un pastel de cerezas, me lo hago yo mismo.
Ella lo estudió, pensativa.
—No te llevas bien con tu padrastro, ¿eh?
—No tenemos una buena relación. Yo ya lo he aceptado.
—Seguro que tu madre te echa de menos.
Edward asintió, pensando en las cartas que había recibido mientras estaba en el hospital.
—Deberías ir a verla.
—Iré después de instalarme en Atlanta.
Estaban en el pasillo de lácteos y Bella tomó dos yogures y una botella de leche.
—Yo no podría vivir en Atlanta. Demasiada gente, demasiado tráfico.
—Eso depende del punto de vista. En Atlanta hay muchas cosas que hacer.
—Como artista, prefiero la tranquilidad de un sitio pequeño.
—Una de las cosas que aprendí con los marines fue a crear el silencio dentro de mí —dijo Edward entonces—. De esa forma, lo llevo conmigo donde quiera que vaya. No dependo de lo que me rodea.
Ella lo miró, pensativa.
—Eso es muy interesante.
Poco después, llegaron al pasillo de las galletas.
— ¿Galletas?
—Claro —sonrió ella, tomando una caja—. Además, a ti también...
No terminó la frase y Edward vio que estaba temblando.
— ¿Qué pasa?
—Pececitos salados. Es una bobada, pero... a Jake le encantaban. Le gustaban desde pequeño y yo le enviaba cajas cuando estaba de servicio...
A Edward se le encogió el corazón. Jake y ella se conocían de toda la vida y los recuerdos la asaltarían siempre como una emboscada. Seguramente le pesarían demasiado.
—Respira. Respira profundamente, es lo mejor. Vamos a comernos esos pececitos en su nombre.
Cuando llegaron a casa, Bella abrió la caja de pececitos y se comió uno con expresión solemne. Luego le ofreció otro a Edward.
—Seguramente será una falta de respeto decir esto en este preciso instante, pero... no me gustan los pececitos —dijo Bella en voz baja.
Él sonrió.
—A mí tampoco. Saben a cartón.
—Supongo que a Jake le gustaban porque le recordaban a su madre.
—Es posible. A mí me pasa lo mismo con el pastel de cerezas.
—Y a mí con las galletas de chocolate. Galletas rellenas de chocolate y con trocitos de chocolate por encima.
Su voz era ronca, tan sensual que toda la sangre se le fue a la entrepierna. Edward se tragó una maldición. Sólo con oírla hablar de los pececitos se excitaba.
Bella cerró la caja y la guardó en el armario.
—Los conservaré para otra ocasión.
—Sí, pero no los dejes ahí hasta que se pongan rancios.
—No te preocupes. Bueno, voy a poner algo de música. ¿Te apetece?
—Sí, por favor.
— ¿Quieres un poco de limonada para borrar el sabor a cartón?
—Gracias.
Edward salió al patio con el vaso de limonada en la mano. La sensual voz de Seal salía por los altavoces del estéreo. En otras circunstancias, estaría tomando una cerveza y esperando que su cita se metiera entre las sábanas. En lugar de eso, se había comido un pececito, estaba tomando limonada y, seguramente, tendría que darse una ducha fría cuando llegara a casa. Menuda ironía.
Bella salió al patio enseguida.
—Tengo que darte las gracias.
— ¿Por qué?
Su pelo marrón parecía negro en la oscuridad y sus ojos brillaban, misteriosos. Mirándola, Edward sintió que se le encogía algo por dentro.
—Me da vergüenza admitirlo, pero lo he descubierto en el supermercado. Es como si hubiera estado encerrada durante años. No puedo comer, no puedo dormir, no puedo hacer nada —dijo, respirando profundamente—. En fin, al menos puedo respirar.
Resultaba tan vulnerable, tan encantadora que Edward hubiera querido tomarla entre sus brazos y decirle que todo iba salir bien, pero sabía que no debía hacerlo. De modo que se metió las manos en los bolsillos.
—Debería irme a casa.
— ¿Tienes que hacerlo? —preguntó Bella.
Edward la miró, con el corazón acelerado.
— ¿Por qué lo preguntas?
Ella se encogió de hombros.
—Sé que puede sonar un poco tonto, pero no me apetece estar sola todavía.
—Muy bien. Podemos jugar a algo...
— ¿A las cartas, al Scrabble, al Monopoly?
—Al Monopoly —decidió Edward. Si no podía acostarse con ella, al menos podía dominar el mundo inmobiliario.
Una hora y media después, Bella sacudía la cabeza, irritada.
—Uf, te lo has quedado todo. Tengo que pagarte alquiler y estoy en la ruina. ¿Cómo eres tan bueno?
—Así conseguía besos cuando tenía trece años —contestó él, tirando el dado—. Jugaba con las niñas de mi barrio y como siempre acababan debiéndome una fortuna, me pagaban con besos.
—Qué fresco. Veo que empezaste muy joven. Pues espero que sepas que yo no voy a darte besos.
—No te los he pedido —contestó Edward, intentado parecer divertido, aunque estaba nervioso.
—Es verdad, no me los has pedido —dijo ella entonces, mirándolo con curiosidad—. ¿No soy tu tipo?
—No.
—Prefieres a las mujeres que no piden nada, que no exigen compromisos y que tienen mucha experiencia en la cama, ¿eh?
—Has dado en el clavo —murmuró Edward, apartando la mirada
— ¿Te gusta bailar?
— ¿Qué?
—Que si te gusta bailar.
—Sí. ¿Por qué?
—A Jake no le gustaba.
—No lo sabía pero, claro, yo nunca le pedí que bailara conmigo.
Bella rió, pero después el silencio se hizo interminable. El corazón de Edward latía a toda velocidad. Intentó controlarse, intentó no pensar en tenerla entre sus brazos, en besarla, en hacerle el amor... Sólo sería un baile. A Jake no le gustaba bailar, de modo que quizá no le habría importado.
— ¿Quieres bailar, Bella?
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