Eran casi las dos de la mañana cuando todos se fueron a acostar e Isabella se sentía exhausta.
Se quitó el vestido y sólo por lo que le había costado se tomó la molestia de dejarlo sobre el respaldo de un sillón del estudio. Aparte de lavarse los dientes, obvió el resto de su ritual nocturno. Al meterse en la cama portátil montada allí, oyó los sonidos familiares de la casa en la que había crecido... su padre tosiendo, las escaleras crujiendo cuando sus padres subían a acostarse, el sonido de una zarigüeya en un árbol en el exterior. Deberían haberle resultado tranquilizadores, y estaba tan cansada que debería haberse quedado dormida en cuestión de segundos, pero era demasiado consciente de que Edward se encontraba bajo su mismo techo... de que esa noche se hallaba en su cama.
¡Cómo deseó estar allí!
Cada crujido del parqué, cada giro de un grifo, hacía que mirara hacia la puerta en la oscuridad, aterrada de que pudiera entrar.
Y se sintió amarga y vergonzosamente desilusionada cuando no lo hizo.
No sabía qué hacer. El sol aún no había salido y el silencio del amanecer intentaba apaciguarla mientras paseaba por la playa, con la cabeza hecha un torbellino después de una noche insomne y angustiada. Maldijo a Edward por ser tan irresistible. Y a sí misma por estar tan dispuesta. Se dijo que era un playboy. Un seductor aburrido en una fiesta a la que probablemente no había querido asistir. Un varón inquieto y demasiado interesado en el sexo que había estado buscando una distracción, un divertimento... y ella se lo había proporcionado. Pues eso se había acabado. Él se marcharía después del desayuno y sería la última vez que lo vería. ¡A menos que la llamara!
Pero no era sólo Edward con su poderoso atractivo sexual quien causaba su enfado mientras paseaba bajo el silencioso amanecer. También Mike, por haberle estropeado el cumpleaños de su padre.
Si sus padres supieran el fino hielo sobre el que siempre caminaba. Sí, ellos lo habían ayudado en un par de ocasiones... cuando el mercado de valores supuestamente había sufrido un revés y cuando los gemelos habían nacido y Jessica había tenido que ser hospitalizada con depresión; pero sin que ellos lo supieran, también Isabella había ayudado. Se tragó la inquietud al pensar en la tarjeta de crédito que había solicitado para sacarlo de ese apuro, el préstamo personal que había pedido... Mike siempre le prometía que le iba a pagar; siempre le juraba que sería la última vez...
... y todas las veces había sido mentira.
Contempló la mañana gris, deseando que saliera el sol y proyectara algo de luz sobre lo que debería hacer. No tenía la cantidad de dinero que Mike necesitaba.
Posiblemente podría conseguir una ampliación sobre su hipoteca. Siempre había tenido tanto cuidado... Durante todos sus años de estudiante había vivido con frugalidad, llegando incluso a ahorrar algo de trabajos esporádicos que conseguía, y su padre le había encontrado un apartamento modesto próximo a la galería alquilada... un apartamento que había aumentado de valor. Pero sus cuadros no se vendían muy bien. Seguía siendo demasiado nueva y muy poco conocida en el mercado. Por haber ayudado a Mike había tenido que cortar la publicidad y renunciar a las noches promocionales en su galería, que podrían haber atraído a clientes.
Tragó saliva. ¿Por qué debería ayudarlo? Si le entregaba ese dinero, sabía que jamás volvería a verlo... lo que debería hacer que la negativa resultara sencilla. Pero... Casi pudo sentir el aguijonazo de la bofetada que le había dado su madre tantos años atrás cuando, después de uno de los supuestos gritos de ayuda de Mike, Isabella había planteado la misma pregunta. ¿Por qué no era él capaz de hacer frente a la situación?
«¡Está enfermo, Isabella!»
Cerró los ojos y pudo ver los labios de Renee... pálidos, furiosos, crispados en las comisuras mientras hablaba. La bofetada había sido menos sorprendente que la furia que la había acompañado... su madre se había mostrado consternada ante la pregunta que había formulado ella con diecisiete años.
«¡Deberías intentar ser más comprensiva!» Esa había sido la única conversación que habían mantenido acerca de la enfermedad de Mike. Había archivado y guardado los recuerdos de aquellos días negros, que por una regla tácita no deberían abrirse. Pero aquello no podía ocultarse por más tiempo, a pesar de los esfuerzos de su madre. Y quizá en esa ocasión ella no pudiera impedirlo.
Nadar sola en una playa desierta sumida aún en la oscuridad rompía todas las reglas de seguridad que le habían inculcado desde que aprendió a caminar y a jugar en el agua que tanto le gustaba. Pero no pensaba, su mente se hallaba consumida por los problemas de su hermano. Mientras se quedaba en sujetador y braguitas, lo único que buscaba era despejar la mente... un descanso de los pensamientos frenéticos que bullían en su cabeza.
El agua estaba deliciosa. No había nada mejor que nadar en el océano... la ingravidez, la atracción de las olas, la estimulante sensación del agua salada sobre la piel y la felicidad de la evasión. La vastedad del océano le apaciguaba la mente y el pánico menguó a medida que su cuerpo se agotaba.
Y en ese momento se dio cuenta de que se había alejado mucho.
Se vio atrapada en unas aguas revueltas y veloces que corrían perpendiculares a la playa. Sabía que no debía oponer resistencia... jamás podría salvarse con el esfuerzo de sus brazadas, pero no se le escapó la necedad de sus actos. La amplitud del océano que momentos atrás la había relajado, en ese momento la asustaba.
No quería regresar. Aunque sólo había pasado doce horas lejos de la ciudad, sentía como si de verdad se hubiera desvinculado. Caminar por la playa, con el sol a punto de aparecer en el horizonte... era pura felicidad.
La noche pasada había sido agradable y por una vez había podido relajarse y disfrutar de una velada placentera sin preocuparse por Tanya, por el trabajo o la decisión del consejo.
Se sentía casi tentado de aceptar la invitación de Renee de quedarse a pasar todo el fin de semana... cancelar sus otros compromisos y dejar el trabajo durante un tiempo. Pero no podía.
Parecía que últimamente todo el mundo le reclamaba. Ni siquiera les entraba en la cabeza que realmente necesitaba un fin de semana libre... pero, no, habían dado por hecho lo peor. Que anhelaba ir a provocar otro escándalo.
Sí, su padre estaba molesto... furioso, de hecho, porque la relación no hubiera funcionado con Tanya, lo que provocaría que otra historia sentimental se colara en las revistas en un momento en que el apellido Cullen menos se lo podía permitir.
Él sabía que había intentado que la relación saliera adelante, pero la conducta de Tanya se había vuelto cada vez más huraña. Con cada semana que pasaba, se mostraba más posesiva y exigente, hasta que nada, salvo una proposición de matrimonio podría haberla convencido de que no la engañaba. Y aunque eso pudiera haber apaciguado a Tanya y aplacado a su padre y a los miembros del consejo, Edward se había negado a aceptar dicha presión.
Una vez más, odiaba cómo se le había juzgado. A pesar de las palabras desdeñosas que se escribían sobre él, a pesar de su fama de rompecorazones, la verdad era que amaba a las mujeres... adoraba esa electricidad que se producía al comienzo de un romance, ese momento en el que realmente creía que esa mujer podría ser diferente. Entraba en cada relación deseando siempre haber encontrado al fin a su pareja.
Recogió un guijarro y lo tiró al agua. Reunió un puñado y comenzó a tirarlos enfadado. Isabella, por ejemplo. ¿Acaso su padre no le había advertido acerca del problema que tenía ella con el dinero? ¿No lo había visto con sus propios ojos y escuchado de boca del propio Mike?
Quizá le tuviera convencido durante un tiempo, pero no mucho. Nunca durante mucho tiempo. Una y otra vez le habían demostrado que tenía razón. Las mujeres sólo querían una cosa... bueno, dos, para ser precisos. ¡Y la segunda estaba encantado de proporcionárselas gratis!
Se negaba a ser tan ciego como su padre... un hombre que todavía amaba a la mujer que lo había humillado, que lo había abandonado con su hijo, sin mirar jamás atrás. Una mujer que en ese momento quería regresar, cuando su padre se encontraba enfermo y a punto de jubilarse... Pues primero tendría que pasar por encima de él.
Sacó una carta del bolsillo de los pantalones y volvió a leerla. Luego, la envolvió en una piedra y la arrojó al océano. ¡Esa mujer llegaba demasiado tarde! Treinta años demasiado tarde. Y si su padre no era capaz de verlo, entonces era un necio.
Durante un momento, le pareció que imaginaba cosas. Entrecerró los ojos y vislumbró un resplandor blanco en las aguas grises anteriores al amanecer. Sintió que el corazón se le atenazaba al descubrir que era una mano y comprendió que alguien estaba en problemas.
Su primer impulso fue zambullirse en el agua, pero se contuvo. La persona se hallaba lejos y lo que necesitaba en ese momento era una cabeza despejada. A su espalda se hallaba la caseta de un salvavidas, pero la encontró cerrada. Supo que los primeros surfistas no tardarían en presentarse, pero en ese momento se encontraba solo.
Emprendió la carrera antes de que el plan se hubiera formulado en su mente. Al correr por la extensión de la playa, no dejó de escudriñar las piedras resbaladizas que tenía delante y mirar cada poco hacia el agua para no perder de vista al nadador.
En ese momento, estaba impulsado por la adrenalina, centrándose tal como hacía en el trabajo sólo en la tarea que lo ocupaba y no en los riesgos. Era una fórmula que le había funcionado muy bien. «No resbales». «Ve a la parte central de las rocas». Ella aún se mantenía a flote. Ella. Desterró ese pensamiento mientras se movía entre el cieno y las algas. Respiró hondo un par de veces mientras calculaba la distancia y comprendió que estaba lo más cerca que podría llegar a estar en tierra. Consciente de las rocas, entró despacio en vez de zambullirse y se puso a nadar con brazadas poderosas mientras alzaba la cabeza de vez en cuando para no perder de vista a su objetivo. Al acercarse, sintió el poderío del agua bajo la relativa calma de la superficie. Y en un abrir y cerrar de ojos ella desapareció. En ese instante experimentó un destello de miedo ante la idea de haber llegado demasiado tarde. Pero entonces ella emergió, los ojos chocolates con expresión frenética, la boca abierta y agitando los brazos. Por primera vez en su vida, Edward sintió un miedo puro, sin adulterar. Lo conquistó como si alguien le hubiera tocado las entrañas: esa furia y pánico por lo que había estado a punto de perderse. Lo que aún podía perderse.
La agarró, la acomodó en el hueco de su brazo y se puso boca arriba. Entonces, con toda la fuerza que fue capaz de acopiar, dio patadas bajo el agua para impulsar su cuerpo de vuelta hacia las rocas. Ella era realmente afortunada, porque justo cuando su cuerpo empezaba a cansarse, un surfista que debía de haberlos visto desde la playa, estuvo a su lado y le ayudó a subirla a la tabla. Los dos hombres trabajaron en armonía para trasladarla a la playa, donde ella se arrodilló, tosiendo con grandes arcadas.
—¡Estúpida! —estaba más que furioso. Mientras respiraba agitado y expulsaba medio océano, logró indicarle primero en rápido italiano y luego en inglés lo necia que había sido—. ¿Cómo se puede ser tan idiota como para nadar sola...?
Isabella estaba arrodillada sobre la arena húmeda, tosiendo, temblando, demasiado aterrada para mostrar su gratitud. Y afanándose en respirar con bocanadas cortas de aire. El pánico que la había embargado en el océano no era nada comparado con la comprensión de lo frágil que era la existencia. De la acción irreflexiva que había estado a punto de costarle la vida.
—Déjalo ya... —el surfista, a pesar de la agitación que sentía, ya había visto cosas parecidas y estaba sereno—. Ella ya sabe que ha cometido un error dejando que la corriente la arrastrara. No se puede nadar contra ella.
Su respiración empezaba a estabilizarse y el maravilloso oxígeno llegaba hasta todas sus agotadas células. Cada inspiración era como un refrescante vaso de limonada. A su alrededor se había formado un pequeño grupo, compuesto en su mayor parte de surfistas bronceados y una mujer mayor que paseaba a su perro, mientras ella temblaba con la única protección de su ropa interior. Alguien trajo una manta de la caseta del salvavidas y Isabella agradeció el calor que le proporcionó.
—¿Has tragado mucha agua? —le preguntó el surfista.
—¡No! Sólo me estaba cansando. Pero ya estoy bien...
—¿No sería mejor que te examinara un médico? —Isabella negó con la cabeza.
—Sólo quiero irme a casa.
Recordó darle las gracias, aunque Edward lo hizo primero y le estrechó la mano antes de pasar un brazo alrededor de los hombros de Isabella y conducirla hasta el hogar de sus padres. Incluso sonrió y le dio las gracias a la mujer mayor que había ido a recoger la ropa de Isabella.
—No se lo cuentes a mamá... —los dientes le castañeteaban con violencia y apenas podía hablar—. No quiero estropear el fin de semana.
—Has estado a punto de hacerlo... —cerró los labios antes de recordarle lo inevitable—. Esperemos que todavía no se hayan despertado... —calló.
A pesar de lo temprano que era, ya estaban desmontando la carpa. Renee daba órdenes, ansiosa de tenerlo todo en orden antes del desayuno con champán.
—Por aquí...
Abrió las puertas del cenador, una bonita y amplia construcción donde su madre se dedicaba a leer y su padre buscaba refugio. La condujo hasta un sofá-cama y luego se puso a buscar una toalla con la que envolverla.
—Te secaremos —continuó—, y luego podrás vestirte y volver a la casa... y ella no se enterará —la tomó por los brazos y la miró con severidad—. Tienes que prometerme que jamás volverás a hacer algo así.
—No lo haré.
—Christo, Isabella... —la taladró con los ojos—. ¿En qué pensabas?
Estaba tan empapado como ella.
—No lo sé... —no pudo ofrecerle una razón sensata. Había vivido muchos años junto a la playa... conocía las reglas—. Sólo quería despejarme la cabeza. Estoy preocupada...
—¿Por qué?
Anhelaba contárselo. De hecho, estuvo a punto de hacerlo, pero movió la cabeza. La adicción de Mike al juego y el caos que había creado eran demasiado horribles para compartirlos.
—No puedo decírtelo.
—Podrías.
—No.
—De acuerdo, no te preocupes por eso ahora... —la acariciaba a través de la toalla, moviendo las manos a su espalda, secándola, bajando luego a las piernas. El suelo estaba lleno de arena.
—Vamos a vestirte y a entrar —y fue entonces cuando la realidad lo golpeó con fuerza —¡Podrías haber muerto!
No había mejor calor que el de sus brazos. Con vehemencia, la levantó del sofá-cama y la envolvió en sus brazos, y arrodillándose la sostuvo así largo rato, como si quisiera cerciorarse de que seguía allí. Durante cinco minutos, le transmitió su calor, y sin importar si les impulsaba la adrenalina o la simple euforia de descubrir lo maravillosa y dulce que era la vida, fue perfecto e idóneo que la besara.
Fue el beso más experto y bienvenido de su vida. La boca de él la reclamó y le brindó aún más calor. Ahí de rodillas, la devoró, besándola más y más apasionadamente cada vez, como si todavía tuviera que demostrarse que la tenía en brazos.
Fue el mejor beso que podría recibir. Como un bálsamo para sus heridas. El horror que la había consumido se desvaneció. La caricia suave de esa lengua y el cuerpo duro contra el suyo lo borraban todo. Ningún beso la había conmovido jamás de esa manera. Si había pensado que el de la noche anterior había sido perfecto, en ese momento comprendía que apenas había rozado la superficie de lo que Edward podía lograr con su boca. Su contacto desencadenó en olla un arrollador deseo.
Le bajó los tirantes del sujetador sin quebrar el beso. Los dedos habilidosos se lo soltaron con impaciencia y lo tiraron a un lado. Su cuerpo helado y exhausto empezaba a cobrar calor y a despertar bajo esas manos que le masajeaban los pechos generosos al tiempo que seguía besándola.
—Pensé que te había perdido cuando te hundiste...
Hablaba como si la amara y la cabeza le dio vueltas por las palabras. Hablaba como si fueran... como si en el pasado hubieran sido amantes. Todo encajó cuando supo, sin necesidad de que se mencionara, que iban a hacer el amor. La pasión y la emoción que los recorría resultaban inexplicables, pero eran absolutamente idóneas. ¡Aquello le recordaba que se hallaba viva!
Mientras le besaba las mejillas, las orejas, los párpados y con suavidad le bajaba las braguitas, Isabella recordó que había estado a punto de morir. Y mientras se ponían de pie unos momentos para deshacerse de las escuetas prendas de vestir, se dijo que esa experiencia era una buena, buena razón para empezar a vivir.
¡Y eso era vivir!
Había esperado que el frenesí continuara, pero Edward acompasó las cosas. Al volver a caer de rodillas, él se puso en cuclillas y con ojos hambrientos le devoró cada centímetro de la anatomía al tiempo que con la yema de un solo dedo le recorría el contorno del cuerpo. Tembló bajo su escrutinio. Experimentó un terror delicioso al observarlo endurecerse hasta alcanzar su pleno e impresionante tamaño. Se le atenazó el estómago cuando los dedos de la mano de él bajaron y le acariciaron los rizos castaños mojados.
—Toda la noche he pensado en ti —le abrió las rodillas con las suyas hasta exponerla por completo y comenzó a acariciarla pausadamente.
Incapaz de contenerse. Isabella admitió lo mismo.
—Yo también estuve pensando en ti.
En ese momento le costaba respirar, pero por motivos totalmente diferentes.
—Pensaba en esto —le introdujo un dedo mientras con la yema del dedo pulgar le frotaba el clítoris—. Y luego pensé en esto... —bajó la cabeza y le succionó un pezón al ritmo del movimiento de los dedos.
Isabella arqueó la cabeza hacia atrás y en un momento de debilidad volvió a reconocer lo mismo que él. Entonces se echó hacia delante y, como si pertenecieran a otra persona, instintivamente adelantó los dedos para buscarlo. Comenzó a acariciarlo con la misma lentitud con que Edward la estaba estimulando. Aún podía verlo succionándole el pecho, pero su visión buscó más abajo, y con un dedo codicioso, tomó la perla plateada de humedad de la punta de su sexo y la extendió sobre la piel aterciopelada que escondía el poderío que recubría.
—¡Aliente! —casi farfulló—. Ten cuidado.
Pero la voz de ella se manifestó con seguridad:
—¡No quiero tener cuidado!
Fue toda la confirmación que necesitó él para continuar y conducirla hasta el sofá-cama. Isabella se preparó para recibir todo su peso, pero no lo sintió, ya que sus dedos obraron la magia que guardaban, penetrándola hasta el fondo. Ella era un torbellino de sensaciones, una combinación de indecisión, deseo de que continuara y anhelo de que la penetrara. Pudo oír los sonidos de su propia humedad mientras la masajeaba hondamente, cerciorándose de que su interior estrecho se hallara bien lubricado y listo para recibirlo. Y dio las gracias de que lo hiciera, porque incluso con esa minuciosa atención, incluso con un cuerpo que gritaba ser llenado, experimentó un dolor súbito cuando la penetró, un dolor delicioso cuando la poseyó. El calor aumentó mientras la embestía.
Sentía el orgasmo mientras le mordía el torso salado y le pasaba los tobillos alrededor de la espalda musculosa. Edward siguió con los embates poderosos, atenazado también por su palpitante orgasmo, aunque en ningún momento dejó de empujar.
—Edward...
Quería que parara, casi temía que pudiera continuar. Su cuerpo, que no dejaba de retorcerse, estaba extenuado, pero todavía podía sentirlo crecer, el ritmo seco y más urgente de las embestidas, y volvió a tener un orgasmo, en esa ocasión más intenso que lo que alguna vez se hubiera atrevido a imaginar.
Tenía las manos cerradas por la tensión sobre la espalda de él. Abrirlas era una tarea imposible, ya que todos los músculos de su cuerpo se movían en espasmos mientras lo recibía y lo sentía estremecerse por la tensión antes de que la calidez que guardaba se fundiera en ella. Y entonces la besó. El beso pausado le dio la bienvenida de vuelta a un mundo que era más brillante y, de algún modo, muy diferente.
—¿Si vuelvo a nadar me rescatarás?
—Eso no es gracioso.
—Pues eso no ha sido un elemento muy disuasorio.
—Quizá la próxima vez no me encuentre presente para salvarte... —la miró—. Aunque me gustaría estar.
Y sabía que no hablaba de nadar... porque en ese momento se encontraban tan próximos que las palabras no eran necesarias. Se estaba formando un idioma nuevo y sus mentes se encontraban con la misma fuerza que sus cuerpos y la unión era perfecta.
—Me gustaría que estuvieras allí.
—A ver si conseguimos que vuelvas a la casa —la abrazó más fuerte mientras hablaba—. Este fin de semana no puede ser el nuestro. Quiero que tu padre disfrute de su celebración —la besó despacio—. Isabella, esto es grande.
Tuvo ganas de soltar un comentario irónico, dado el tamaño del sexo de Edward, pero se contuvo. El humor sólo serviría para desviar durante un momento la seriedad de las palabras de él. Lo que acababan de encontrar era maravilloso.
—Lo sé.
No había nada sobre lo que bromear.
—Necesitamos estar muy seguros y debemos aclarar bien las cosas antes de compartir esto con nuestras familias.
Tenía razón. Primero debían acostumbrarse a las cosas antes de revelarle al mundo lo que sentían. No albergó duda alguna mientras lo miraba. Al menos durante ese momento, confiaba plenamente en él.
La ducha fue una bendición... el agua caliente se llevó la sal al tiempo que su cuerpo aún ardía por las atenciones que le había prestado Edward. Mientras se masajeaba el cabello con acondicionador, cerró los ojos y celebró la simple maravilla de estar viva, con cada terminación nerviosa de su cuerpo hormigueando al recordar las manos y la boca de él sobre ella. El corazón le palpitaba excitado... apenas capaz de asimilar que en sólo unas pocas horas todo había cambiado.
Se puso unos pantalones cortos de color caqui y un top blanco de algodón, luego se secó el pelo y se lo recogió en una coleta antes de añadir un toque leve de maquillaje. Se reunió con su familia y los Cullen en la terraza. Ese día estarían sólo los más íntimos, y Carlisle y Edward estaban incluidos en esa categoría.
Éste sonrió al entrar, un gesto fugaz, pero confirmó todo lo que Isabella sentía.
Estar con su familia y recordar embelesada la unión sexual con Edward se combinaba hasta hacer que se sintiera embriagada. Fue un momento muy dulce mientras bebía un cóctel de champán y escuchaba la risa de su padre y veía el rostro de su madre, feliz y aliviado porque el cumpleaños de Charlie hubiera ido tan bien. Él comenzó a abrir los regalos... unas zapatillas, un juego de jarras, unos prismáticos para su afición de observar pájaros, y luego frunció el ceño al ver el de Carlisle.
—¿Un libro de expresiones?
—Para cuando vayáis a visitarme a Roma —con un gesto de la mano acalló las protestas de Charlie al abrir un itinerario de viaje junto con dos billetes en primera clase—. Cuando Esme se marchó, cuando me quedé solo, me llamasteis cada semana, cada semana recibía una carta vuestra, y cada vez que volvía a Australia a comprobar mis negocios aquí, ni una sola vez dormí en un hotel. Vosotros, amigos míos, siempre estuvisteis ahí. Ha llegado el momento de que comáis a mi mesa... de que tú, Charlie, lleves a tu esposa a la que sin duda es la ciudad más hermosa del mundo —concluyó Carlisle, secándose los ojos mientras le contaba a la pareja el verdadero valor de la amistad.
Isabella pensó que ese gesto era algo imposible de superar.
—Toma, papá —se mordió el labio inferior al entregarle su regalo.
Era un óleo de la playa vista desde su casa a última hora de la tarde. Por lo general, en sus cuadros siempre dejaba las caras de la gente en blanco, para que las personas que los compraban pudieran situarse a sí mismas en la imagen... era la marca de su trabajo. Con la excepción de ése, ya que entre las familias y los niños que jugaban en la playa, de forma inconfundible se veía a sus padres, sonriendo y relajados mientras paseaban tomados de la mano por esa playa. Le había llevado días pintarlo. Pero había necesitado semanas de trabajo agotador hasta dar con el tema idóneo.
—Es precioso, cariño —Charlie le dedicó una sonrisa apropiada mientras estudiaba la obra durante unos diez segundos antes de darle un beso en la mejilla.
—Mamá y tú estáis ahí... —señaló las figuras en la escena.
Se puso las gafas y lo escrutó con más detenimiento.
—¡Es verdad! —sonrió encantado, luego se quitó las gafas y volvió a darle un beso—. Gracias, cariño.
Dejó el cuadro en el suelo junto a la montaña que formaban los demás regalos que había recibido, y después abrió el que le habían comprado Mike y Jessica, exclamando deleitado al ver una botella de champán, que Isabella habría jurado que era el regalo que les había hecho ella para el nacimiento de los gemelos, y alzando las dos copas típicas de grandes almacenes que la acompañaban para contemplarlas como si fueran del más fino cristal.
—Es para que lo compartáis cuando la fiesta haya acabado —comentó Mike con una sonrisa—. ¡Feliz cumpleaños, papá!
Al oír la exclamación de pura felicidad de su madre y ver que besaba a Mike y le decía lo considerado que era, Isabella se mordió el labio con más fuerza. Cerró las manos y, en un esfuerzo por no decir nada, por no estropear las cosas, se sentó sobre ellas y se dijo que estaba siendo poco razonable. Su padre se había mostrado encantado con el cuadro. Sólo tenía la sensibilidad exacerbada, eso era todo, porque Carlisle asentía y Edward se hallaba ocupado con el teléfono móvil. Sin duda se estaba mostrando infantil. Pero, ¿era la única en captar la patente disparidad en el trato que le dispensaban a Mike y a ella?
Conteniendo unas lágrimas patéticas, agradeció la distracción del sonido de su propio teléfono. Lo alzó de la mesa y frunció levemente el ceño al ver que tenía un mensaje de Edward. « ¡No estés contrariada! » Contuvo una sonrisa y tecleó su respuesta. « ¿Acaso me culpas? » Al apretar la tecla «enviar», el sonido del teléfono de Edward en el otro extremo de la mesa le provocó un cosquilleo de excitación... más cuando vio que él le respondía. «A mí me gustó» Estaba a punto de teclearle su agradecimiento cuando recibió otro mensaje, «Te deseo» Dos manchas de color le quemaron las mejillas cuando recibió otro mensaje en el que Edward le especificaba cuánto la deseaba. Se ruborizó como una adolescente... y se sintió como una mientras su madre la miraba ceñuda por pasar tanto tiempo ante el móvil.
—¿Podrías traer zumo de naranja, Isabella?
—Por supuesto.
Huyó a la cocina, avergonzada pero eufórica. Temblaba al abrir la puerta de la nevera. No era simplemente que Edward fuera sexy, y santo cielo, realmente lo era, sino esa sonrisa pausada que hacía que el mundo se detuviera, y la intensidad de sus ojos al observarla. E instintivamente debía saber lo mucho que la había herido la indiferencia, aunque involuntaria, de su padre hacia su obra.
Nunca un hombre la había comprendido tanto. Era como si estuviera en sus pensamientos... como si fuera una extensión de su mente.
—¿Necesitas que te eche una mano?
No aguardó una respuesta. Introdujo la palma caliente de la mano entre sus piernas y la pasó con lentitud por su muslo mientras ella apoyaba la cabeza en la puerta de la nevera para estabilizarse al tiempo que disfrutaba del contacto y se tensaba ante la idea de que pudiera entrar alguien.
—Edward... —se volvió para mirarlo, para decirle que no era el momento ni el lugar, pero él se le adelantó.
Con una sonrisa, se puso a sacar envases de la nevera y a fingir una inocencia tan absoluta que, si Isabella no estuviera tan excitada por sus caricias, habría jurado que lo había imaginado todo.
Edward se había sentido confuso por la reacción de los padres de ella ante el cuadro... de hecho, le había dejado confuso el propio regalo. Por el modo en que había hablado Renee y por la información que había ido obteniendo a lo largo de los años, había dado por sentado que la afición de Isabella apenas había sido tolerada por Renee y Charlie.
Pero un solo vistazo le había bastado para ver todo su talento. Un talento real que debería ser fomentado y aplaudido, no arrojado a una pila de obsequios.
Cuando intentó decir lo correcto, mintió, y ambos lo supieron.
—Sé lo que pareció ese momento —dijo mientras recogía algunas copas de la mesa—, pero están orgullosos de ti.
—Creo que hablas del hijo equivocado —abrió el zumo y lo sirvió en las copas—. Están orgullosos del que tiene el trabajo de verdad... del que les da nietos...
—Tienes un talento increíble.
—¡Eso no siempre ayuda a vender cuadros! —no había querido decir nada, pero la presión financiera que había proyectado Mike sobre su negocio nuevo era demasiada, y sin darse cuenta, igual que hacía su madre cuando se sentía estresada, dejó el envase de naranja y se frotó las sienes.
—¿El negocio no va bien?
—Sólo tengo algunas dificultades económicas, pero saldré de ésta —repuso, volviendo a servir zumo. Pero él le tomó las manos y la obligó a dejar lo que sostenían.
—¿Mañana? —dijo, y le desconcertó el bienestar que le proporcionó esa simple palabra.
—Mañana —acordó ella y respiró hondo cuando Edward le besó la nuca. La besó con tanta fuerza que, al huir al cuarto de baño momentos después, sintió la necesidad de arreglarse la coleta para ocultar el moretón que le había dejado.
Cuando todo el mundo se fue, cuando el helicóptero había despegado y sus padres habían leído las tarjetas por enésima vez y lo único que quedaba era recoger, le resultó casi imposible pensar en lo que había sucedido.
Comprobó su teléfono móvil por enésima vez, deseando que apareciera un mensaje de texto, pero diciéndose que no importaba que no lo hubiera... Edward se hallaba en un bautizo; le había dicho que hablaría con ella al día siguiente...
Luego, después de haberse desvestido para acostarse, se cepilló los dientes y al terminar de hacerlo, se alzó el cabello y vio el moretón que él le había dejado con el beso. Tembló y se pasó los dedos por la única prueba tangible de lo que había sucedido. Se aferró al recuerdo mientras se acurrucaba en la cama en la que Edward había dormido la noche anterior y dejaba que los recuerdos acariciaran su cuerpo extenuado. Recordó la felicidad de estar en sus brazos. Se obligó a dormir con el fin de acelerar la bienvenida a la mañana.
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