domingo, 19 de septiembre de 2010

Capitulo 10


Al salir del bufete del abogado comprendió que vivir con miedo era peor que enfrentarse a él. Esa mañana en Melbourne hacía un tiempo delicioso y los árboles que flanqueaban Collins Street ofrecían una fresca sombra. Entró en una cafetería y pidió un batido de chocolate frío. Se sentó a disfrutar del momento. Se dijo que hacía lo correcto. Cualquier abogado competente se lo corroboraría, pero en esa ocasión sabía que era la verdad. A pesar de lo duro que resultara, el sendero que había elegido seguir era el apropiado. El único.
En ese momento sonó su teléfono móvil. Era un mensaje de Edward que le recordaba que su avión salía a las dos. ¡Como si no lo supiera! No habían hablado desde que se había marchado. Y en unas horas volvería a verlo.
Pero en esa ocasión con ojos sinceros. Le contaría la verdad y, con algo de suerte, escucharía cómo él le contaba la suya. Sin duda los próximos días iban a ser los más difíciles de su vida, pero estaría preparada. ¡Era hora de mirar al frente!
El hotel de lujo en el que se hospedaba Edward en Sídney y donde esa noche se celebraría la gala, era tan frío como su hogar en Melbourne. Mientras salía de otra bañera hundida, pensó que estaba harta de los albornoces blancos.
Quería rojo veneciano, o púrpura manganeso... quería envolverse en toallas de playa que aún olieran a arena y crema protectora.
Y por primera vez en mucho tiempo, anhelaba capturar esos colores. Quería mojar el pincel en atrevidos tonos primarios y convertirlos en imágenes que respiraran y cobraran vida bajo sus dedos. Y lo haría.
Después de secarse, se miró desnuda ante el espejo y por primera vez vio los cambios reales que se estaban produciendo en su cuerpo. Tenía los pechos más plenos y las areolas parecían haberse duplicado... Se miró el vientre ceñuda. Era demasiado pronto para que se notara, pero se vislumbraba una especie de redondez que le recordaba que no debía guardar el secreto, que Edward tenía todo el derecho de saberlo. Y que, de algún modo, antes de que concluyera ese fin de semana, debería encontrar las palabras para decírselo. Apoyó las manos allí y se llenó de amor y maravilla por el diminuto milagro que llevaba dentro. El miedo y el dolor, presentes durante tanto tiempo, habían dado paso a la esperanza.
Tardó una eternidad en prepararse. La esteticista y la peluquera que le había proporcionado el hotel realizaron un trabajo espléndido. Esa noche llevaba el cabello recogido y los ojos brillaban más claros, como un delicioso chocolate con leche gracias a la sombra plateada que hacía juego con su vestido y zapatos. En la garganta y en las muñecas centelleaban las joyas que el patrocinador había insistido en que se pusiera.
Con manos trémulas encendió velas, con la esperanza de que ocultaran su rubor y que Edward no se riera de su torpe intento de crear una atmósfera romántica.
Se dijo que habían engendrado un bebé... había por lo menos una muy buena razón para intentar que eso funcionara. Y ella quería que funcionara.
Pero cuando los minutos se convirtieron en horas, cuando las velas se consumieron, se sintió más enfadada que tonta. Jamás se le había pasado por la cabeza que no se presentara, menos después de todas las veces que le había repetido lo importante que era esa gala. Sintió la tentación de no contestar cuando sonó el teléfono.
—Mi vuelo sufrió un retraso.
—Lo comprobé en Internet —se negó a dejar que le mintiera—. Aterrizaste hace más de una hora.
—Sí —convino él—. Y entonces, por desgracia, no uno, sino dos pasajeros eligieron indisponerse, y eso llevó a las autoridades a poner el avión en cuarentena hasta que un oficial médico pudiera verificar que los casos no se hallaban relacionados.
—¡Oh!
—¿Eso ha sido una disculpa? —inquirió él.
—No —respondió con sequedad— Ha sido un «¡Al menos podrías haber llamado!»
—Estaba ocupado al teléfono tratando de apaciguar a Jane, la presidenta de la organización benéfica... —hizo una mueca—. Por primera vez en la vida tengo un motivo sincero para llegar tarde, y nadie me cree.
—Me temo que son los efectos de una pésima reputación.
Él sonrió.
—¿Puedo pedirte un favor?
—No.
—¿Podrías presentarte sin mí? Yo me cambiaré en el aeropuerto en cuanto aparezcan mis maletas y pase por la aduana...
—¿Bromeas?
—No. Se ofrecerá un cóctel antes de la cena... Jane dijo que si al menos tú pudieras hacer acto de presencia, los invitados aceptarían mi retraso. Estaré allí en treinta minutos... cuarenta y cinco como mucho —en ese momento hizo algo muy raro para él—. Isabella, lo siento mucho —frunció el ceño al no oír el suspiro sufrido de ella.
—Te he echado de menos, Edward.
Sólo entonces comprendió cuánto había anhelado oír esas palabras. Por primera vez desde la pubertad, sintió que se ruborizaba. Se hallaba en medio de un aeropuerto atestado y se ruborizaba con el sonido de la voz de Isabella. Decidió lanzarse al vacío.
—Yo también te he echado de menos —y sonrió.
—¿Podemos hablar, Edward?
—Por favor.
—En serio.
—Es lo mismo que pienso yo.
—Está bien, te veo cuando llegues, te estaré esperando, cuídate mucho por favor.
—No te preocupes, nos vemos en un rato.
Por primera vez sintió que Edward estaba siendo sincero, decidió ayudarlo acudiendo sola a la gala.
—Buenas noches, tú debes de ser Isabella Swan ¿no es así?, yo soy Jane Vulturi.
—Mucho gusto, así es yo soy Isabella, estoy aquí para disculpar el retraso de Edward, no debe de tardar mucho en llegar.
—No te preocupes querida, ya me avisó a mí también, pero para que no estés sola mientras llega, déjame presentarte a una persona de suma importancia para esta gala benéfica.
Condujo a Isabella hasta una mesa donde se encontraban unas personas charlando animadamente.
—Damas y caballeros, lamento interrumpirlos, pero quiero presentarles a Isabella Swan, la prometida del flamante Edward Cullen.
Se ruborizó al instante, nunca le había gustado ser el centro de atención, y en ese preciso momento todos la tenían puesta en ella, entonces levantó la cara y se encontró de frente con unos ojos negros que reconoció de inmediato.
—Señorita Swan, creo que ya tengo el placer de conocer a tan bella dama —contestó el dueño de aquellos ojos enigmáticos.
—Así es, señor Black, que gusto encontrarlo aquí esta noche.
Así es, Jacob Black, un prestigiado abogado, era el mismo al que había acudido esa misma mañana. Era un hombre encantador, con refinados modales, que le proporcionó la ayuda que necesitaba.
—Que gusto tenerla por aquí, haga el favor de tomar asiento aquí a mi lado.
—Muchas gracias, ¿y para qué es usted requerido en esta gala?, claro si no es mucha indiscreción —dijo ruborizándose al instante, sintió que había sido descortés con esa pregunta tan directa.
Una suave risa melodiosa resonó con elegancia.
—No se preocupe, ¿pero qué le parece si nos hablamos de tú?, la verdad me siento muy viejo con tantas formalidades.
—Está bien, Jacob, puedes tutearme.
—Ah, eso está mucho mejor, pues mira yo soy el abogado que se encargará de todos los trámites legales de las donaciones.
—Interesante.
—Jacob, ya has acaparado bastante a Isabella, haz el favor presentársela a los demás invitados —dijo Jane.
—Será un placer, me acompaña por favor —y la tomó de la mano, para dirigirla hacía los demás invitados de aquella noche.
—Con gusto.
Edward, que en ese momento iba entrando, vio como aquel hombre tomaba de la mano a su prometida, y sintió una oleada de calor y furia emanando de lo más hondo de su ser, sin detenerse a saludar a nadie, se dirigió directamente hacia ellos.
Supo que estaba allí incluso antes de sentir el calor de la palma de su mano en la cintura... soltando la mano de Jacob se volvió para recibirlo con una expresión tan encantada, que Edward sintió como si hubiera llegado a casa, y experimentó por primera vez el simple placer de un recibimiento cariñoso.
—Ah, mi errante prometido —le tomó la mano y se la apretó—. Me alegro de que al fin hayas llegado.
—Apenas hemos notado tu ausencia... —hasta Jane, la presidenta de la organización benéfica, parecía encantada con Isabella. Aunque no tardó en adoptar su aire de profesionalidad—. Edward, debemos acercarnos a saludar al gobernador.
—Por supuesto Jane, solo preséntame al caballero que hacía el favor de acompañar a mi prometida —dijo mientras la tomaba posesivamente por la cintura, quería demostrar que aquella belleza era suya.
—Tranquilo Edward —dijo Isabella al notar su tensión— es Jacob Black, el abogado de la gala.
—Jacob, el es Edward Cullen, mi prometido.
Ambos se saludaron con un apretón de manos, demasiado tenso para parecer amistoso.
—Aunque al parecer ellos ya se conocían —sonó una voz femenina proveniente detrás de Jacob. Leah Clearwater, la acompañante del mismo.
— ¿Eso es cierto Isabella?
—Calmate Edward, después te explico todo, ahora vamos con Jane —quería evitar que sus problemas se volvieran públicos.
Charló, rió, bebió y comió... aunque no ignoró la manera en que se trataban el tal Jacob e Isabella; aunque en todo momento estuvo deseando que la gente se marchara mientras resistía el impulso de aferrarla de la mano y llevarla a su suite. Cuando acabó la interminable cena, cuando hubo terminado con su discurso y el abogado se hubo marchado, no sin antes despedirse de su prometida, al fin pudo relajarse, la abrazó mientras daban vueltas en la pista de baile.
Y al bailar y abrazarla como aquella primera noche, pensó en el momento en que sólo habían sido ellos dos, sólo risas y diversión, estar juntos por el único motivo de que lo deseaban. Tantas noches había deseado llamarla, disculparse por sus duras palabras al marcharse, ofrecerle otra vez su ayuda... y decidió que lo haría. No en ese instante. No en una sala donde los miraba todo el mundo. Por el momento, se dedicaría a disfrutar de la opción placentera de abrazarla.
—Si éste fuera nuestro primer baile —le preguntó, mirándola—, ¿qué desearías?
—Que la noche no se acabara nunca.
— ¿Algo más? —inquirió él.
Había tantas cosas, pero en ese momento sólo quería una cosa.
—Que me besaras.
Cuando los labios de él encontraron los suyos, comprendió que la vida era una serie de besos... algunos importaban y otros apenas podían recordarse. Una serie de holas y adioses, de saludos y despedidas, pero a veces, como en esa ocasión, los besos revelaban vida. Ese delicioso ritual humano, la dulzura de compartir, sin duda era la parte que más importaba, la que hacía que uno fuera humano... porque únicamente un beso podía perdonar de verdad, y ése lo estaba haciendo.
Un beso, y luego, mucho más tarde, otro de pie en el fresco aire de medianoche en el exterior del hotel, esperando que les llevaran su coche.
— ¿Por qué no subimos a tu habitación? —protestó Isabella.
—Porque quiero llevarte a casa.
Un portón metálico se deslizó a un lado y el coche entró en un garaje. Al bajar Isabella frunció el ceño, insegura de por qué Edward había elegido una llave y abierto una puerta frontal.
Comprendió que era por la normalidad del gesto. La había aturdido la normalidad de una llave en un llavero y Edward entrando en el recibidor y conduciéndola a un vestíbulo.
Sin duda se trataba de una propiedad lujosa... la vista era impresionante; parecía que desde esa atalaya podía tocarse el océano; pero ni siquiera fue eso lo que la llevó a contener el aliento. Fue el telescopio junto al ventanal, los cojines mullidos, un libro abierto bocabajo sobre la mesita de centro. Edward había tenido razón.
Era una casa.
—No vengo aquí muy a menudo —explicó él, encendiendo luces, quitándose la chaqueta y colgándola en el respaldo de una silla.
—La vista es sensacional.
La luna brillaba cada vez con más intensidad e iluminaba las aguas oscuras.
Edward había abierto uno de los ventanales y por ahí entraba la melodía del océano Pacífico. Isabella se dio cuenta de que se sentía nerviosa. Durante días había esperado ese momento, pero una vez llegado, se preguntaba cómo encararlo. Porque, si Edward quisiera una familia, sin duda ya la habría formado.
—Discúlpame un momento... —dijo, y corrió al cuarto de baño.
Tenía una carrera en una de las medias y se las quitó. También le resultó un alivio quitarse la ajustada ropa interior, beber un poco de agua del grifo y luego observar las cosas de Edward. Colonia y brochas de afeitar... Unas gruesas toallas marrones y un libro junto a la bañera, que en algún momento debió de caer allí, ya que tenía todas las páginas arrugadas. Intentó imaginar el cuarto con lociones para bebés, pañales y una bañera llena de juguetes, pero no pudo. El heredero que en apariencia él quería era una persona por derecho propio, no una tirita para mantener unidas a dos personas.
Deseó poder dar marcha atrás al reloj, detener los cambios en su cuerpo el tiempo suficiente para que ellos arreglaran su situación antes de formar una familia.
Justo lo que quería hacer esa noche.
Había ganado peso. Edward la observó mientras cruzaba el salón. Pero sabía que Isabella no le creería si le comentaba que le gustaba lo que veía. Las mujeres tenían mucha obsesión con el peso. Pero le gustaba. En ese momento, llevaba las piernas desnudas, sus caderas exhibían una redondez que le sentaba de maravilla, y sus pechos... La tela plateada resaltaba su plenitud.
Había muchas razones para no acercarse a él... necesitaban hablar, arreglar las cosas... pero necesitaban aún más estar juntos. Era como si un hilo invisible la aproximara. El recuerdo del beso seguía presente en su boca, y si lograba recuperar eso, si de algún modo podían recobrar la proximidad que habían llegado a tener, ¿no se encontrarían en una posición mejor para arreglarlo todo?
Tenía ganas de saltar sobre él, o acomodarse en su regazo como una gatita mimosa, pero logró contenerse y caminar.
—Ven aquí —le agarró la muñeca y la sentó en sus rodillas—. Ven aquí para que nunca más te deje ir —la abrazó antes de besarla.
La llenó de unos besos codiciosos, la lamió, la probó y la succionó. Al principio, no tuvo nada que ver con complacerse mutuamente, sino con la propia satisfacción. Los besos eran tan poderosos, y al mismo tiempo tan desesperados, que la giró sobre su regazo con el fin de dejarla a horcajadas ante él. No le quedó más opción que subirse el vestido para poder abrir los muslos. Los dedos de Edward acariciaron la piel desnuda de sus piernas y oyó el suave gemido que soltó mientras los subía.
—Oh, Isabella... —con las manos le apretó el trasero—. Deberías habérmelo dicho...
Ella rió ante la idea de que creyera que había estado toda la noche sin braguitas... pero, ¿por qué estropear el momento? Le bajó la cremallera y le liberó la deliciosa erección. El deseo la abrumaba. Los dedos de él se ocuparon de la cremallera del vestido e introdujo las manos por los costados. Con la yema de los dedos pulgares se ocupó de cada pezón... hasta que no fue suficiente para ninguno de los dos. Le rompió un tirante del vestido por consentimiento mutuo y le capturó el pecho con la boca; succionó con voracidad mientras Isabella presionaba su sexo turgente contra el núcleo de su calor.
Sin abandonar su pecho, le alzó los glúteos para acomodarse y al penetrarla sintió que estaba en el cielo. Pudo verlo mientras entraba hasta el fondo de ella y fue la visión más erótica que jamás había tenido... su sexo penetrándola mientras con las manos la subía y bajaba más lentamente de lo que le habría apetecido.
—Todas las noches te he deseado...
—Yo también...
La cabeza le daba vueltas por el deseo. Pero incluso durante el clímax de ella, él siguió moviéndola despacio, sin querer dejar que el orgasmo declinara.
Una y otra vez hizo que las caderas de ambos se encontraran, hasta que Isabella logró su segundo orgasmo. Sólo entonces le permitió moverse con abandono mientras palpitaba en lo más hondo de ella.
—Te he echado de menos... —siguió besándola con urgencia mientras la llevaba a la cama en un amasijo de extremidades.
Isabella yació ebria de ese cóctel de sensaciones. Los besos lentos que le dio le devolvieron la vida. Supo que jamás lograría tal placer con nadie excepto con él.
— ¿Podemos lograrlo? —la observó con sus ojos verdes—. ¿Podrás olvidar el dolor, el pasado...?
— ¿Y tú?
—Sí.
Era una respuesta demasiado simple... y su resolución de resolver sus problemas antes de contarle el resto se desvaneció con la caricia que había en los ojos de Edward.
—Edward, cuando acepté el préstamo pensé que no habría problemas. Quiero decir... —tenía la boca seca. La asustaba confiarle el secreto de su hermano, pero también no hacerlo, porque Mike se estaba lanzando a un pozo del que no habría retorno—. No fui sincera contigo cuando te pedí ese préstamo...
—No importa —quiso callarla.
Pero a Isabella sí le importaba.
—Sí que importa...
—Es dinero... —le besó la boca— que tengo en abundancia. Olvídalo.
Cuando la besaba de esa manera, podía devolverle el beso durante una eternidad... porque en su cama, en sus brazos, no existía nada más que ellos dos.
—Necesito tu ayuda.
—La tienes —le introdujo la lengua—. Mañana solucionaremos cualquier problema en el que te encuentres. Pero esta noche...
Esa noche era de ellos. Era para hacer el amor una y otra vez, yacer luego en sus brazos y vislumbrar un futuro que jamás se había atrevido a imaginar. Esa noche tuvo dulces sueños.

No hay comentarios:

Publicar un comentario