jueves, 17 de marzo de 2011

Sospechoso

Capítulo 18 "Sospechoso"
Deje que le diga, majestad, que podría acostumbrarme a esto. —Bella suspiró, disfrutando de un lujo al que no estaba habituada. Después se hundió en las burbujas que llenaban la bañera de mármol, lo suficientemente grande como para dar cabida a dos personas.
Sentado frente a ella, Edward disfrutaba igualmente con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados y los brazos apoyados en el borde de la bañera. Al oír sus palabras, abrió los ojos dedicándole una sonrisa perezosa y tierna.
—La realeza tiene sus privilegios.
El príncipe estiró el brazo para coger un trozo de pan de la bandeja de plata sobre la que se encontraba el desayuno. Bella observó el dibujo escultural que formaban, con este sencillo movimiento, los músculos de su brazo y de su pecho. Las gotas de agua salpicaban su bronceada piel, en un bonito reflejo de la luz de la mañana colándose por la ventana del cuarto de baño privado del príncipe.
Un baño así era sin duda un exceso, dadas las actuales circunstancias de sequía en el país, pero Bella pensó que la experiencia de la noche anterior bien lo merecía.
Edward mojaba el pan en una taza de café oscuro cuando se dio cuenta de su mirada enamorada, a la que sonrió. Inclinándose hacia ella en el agua, le dio un beso en la mejilla, con una dulzura casi infantil. Después siguió comiendo. Ella levantó sus tobillos cruzados y los puso encima de sus muslos.
—He estado pensando acerca de ese asunto de tu padre... eso de que posiblemente vaya a desheredarte por casarte conmigo, y creo que tengo la solución —anunció.
El levantó una ceja.
—Ahora es cuando habla mi heroína. Sin duda, una opinión que hay que tener en cuenta. Cualquier ayuda es bienvenida.
—Creo que si trabajamos juntos de la manera en la que sugeriste aquel loco día en la cárcel... Aquello que dijiste acerca de hacernos con el cariño de la gente de Ascensión... Creo que si recorriésemos el país, encontrándonos con ellos cara a cara... todo sería diferente.
— ¿A qué te refieres?
—Ellos quieren amarte Edward, lo que ocurre es que sólo te conocen por tu reputación de mujeriego. Necesitan saber la clase de hombre que en realidad eres. Tú podrías ver los lugares en los que vive la gente corriente. Yo te llevaré allí. De esa forma podrás conocerles, hablar con ellos. Averiguar cuáles son sus temores y sus sueños, tanto los suyos como los de sus hijos. Entre los dos, podríamos encontrar algunas fórmulas para ayudarles en su vida diaria, y si lo hacemos, sé que se enamorarán de ti, como yo lo he hecho. Dado que Ascensión es la primera prioridad de tu padre, vería que podemos conseguir lo mejor para la isla, y de esta forma, acabaría dándonos la bendición por nuestra unión.
Él la miraba boquiabierto.
— ¿Qué piensas?
Saliendo de su ensimismamiento, sacudió la cabeza.
—Eres mi estrella del norte, brillante y maravillosa mujer. —Se inclinó hacia ella y la besó estrepitosamente—. Hagámoslo.
Bella sonrió bajo su boca. El alargó el beso, frotando su nariz con la de ella.
— ¿Isabella?
Ella le robó un beso rápido y murmuró.
— ¿Sí, amor?
Respondió a su cariñosa disposición con una sonrisa y le acarició la línea de la mandíbula con los dedos.
—Presupongo que te has reconciliado con la idea del parto.
Ella bajó las pestañas y asintió con timidez.
Él la obligó a mirarle con un suave toque en la barbilla.
—Sabes que no dejaré que te ocurra nada. Además, podrían pasar semanas, incluso meses, antes de que te quedes embarazada. Pero cuando llegue el momento, te prometo que tendrás los mejores doctores, comadronas, expertos...
— ¿Estarás tú allí conmigo? —susurró suplicante. Sus ojos se abrieron. Lo consideró un segundo, mirándola.
—Si es lo que quieres, sí, estaré.
—Si tú estás allí, sé que el orgullo me impedirá llorar.
Él le agarró la mano bajo el agua y se la levantó, besándola.
—Entonces estaré contigo, Isabella. Siempre.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y le abrazó con fuerza. Después de una serie de abrazos, besos y carantoñas, empezaron a bañarse el uno al otro como en un juego, llenos de amor, cuando de repente sus caricias fueron interrumpidas por un inoportuno golpe en la puerta.
— ¡Edward!
Miró a la puerta con el ceño fruncido.
— ¿Emmett? ¿Qué demonios quieres? ¡Estoy ocupado! La privacidad es el único lujo que la vida de la realeza no puede permitirse —comentó en voz baja a su esposa.
—Lo siento, Edward, pero pensé que debía informarle de lo ocurrido... Tengo algunas noticias inquietantes que darte.
— ¿Qué sucede? —dijo impaciente.
—Ah, su alteza podría quererlas oír en privado.
—Mi esposa es absolutamente de confianza, señor. Desembucha —ordenó a Emmett, mirando a Bella con una mueca de disgusto.
—Como desees —dijo Emmett desde el otro lado de la puerta—. El conde Forge fue encontrado muerto anoche en su celda.
Bella ahogó un grito al oír la noticia sobre su desagradable vecino. Con una pregunta en los labios, pasó los ojos de la puerta a Edward. De repente, vio que su sonrisa había desaparecido. Su rostro se había vuelto duro y sombrío.
—Ahora mismo voy —dijo en un tono calmado. Para tratar de tranquilizarla, le dio un toque en la mejilla con los nudillos, pero su mirada estaba lejos de allí, sus ojos verde dorado denotaban una ira difícil de esconder.
Salió de la bañera y cogió una toalla. Su cuerpo relucía magnífico con el agua y la luz de la mañana.
— ¿Qué ocurre, Edward ?
—Es una larga historia.
Comprendiendo la gravedad de la situación, no hizo ningún movimiento para salir de la bañera, limitándose a observar a su marido mientras se secaba con la toalla. Le vio ponerse después una túnica oscura de seda, que se ató a la cintura. La voluminosa tela flotaba a su alrededor cuando se acercó de dos zancadas a ella y se inclinó, cogiéndole la cara con las manos. Le dio un último y prolongado beso. La pasión entre ellos volvió a encenderse. Bella tembló bajo sus labios. Abrió la boca y permitió que su lengua acariciara lujuriosamente la de ella.
Puso fin al beso y la miró con ternura.
—Te veré lo antes posible.
Ella le sonrió lánguidamente. Edward la besó una vez más en la frente y se irguió, volviéndose en dirección a la puerta. El revuelo de seda le daba una imagen de guerrero griego, con la melena dorada cobriza cayéndole por sus inmensos hombros.
Una hora más tarde, vestida con uno de sus nuevos y bonitos vestidos de muselina, peinada y con el cuerpo mucho más restablecido después del baño, Bella estudiaba el manual de protocolo cuando una de sus criadas se presentó en la puerta del salón con una brillante bandeja de plata.
Bella levantó la vista de su aburrido libro.
-¿Sí?
—Ha llegado una carta para usted, alteza.
—Gracias, tráigamela.
La sirvienta obedeció. Bella cogió el papel doblado de la limpia bandeja y le hizo una seña para que se retirara. Entonces desdobló el fino papel blanco y escudriñó la autoritaria y fluida misiva con interés.
A Su Alteza Real la princesa Isabella Cullen, anteriormente señorita Swan.
De Bernadetta Rienzi, madre superiora de las hermanas de Santa Lucía.
Leyó el encabezado, algo confundida. « ¿La hermana Bernadetta?» Recordaba a una mujer terrible vestida de negro que la había expulsado del segundo colegio al que había ido. No había visto a esa mujer desde los ocho años.
¿Por qué demonios le escribiría ahora la hermana Bernadetta? Sin duda para reñirla por algo, pensó con sarcasmo. Después siguió leyendo.
Querida princesa Isabella,
Como antigua alumna mía, siempre fue usted una brillante muchacha. Es una pena que no pudiese terminar sus estudios con nosotras.
—Ahá —resopló—, ¿una pena para quién?
Entiendo que como Jinete Enmascarado habrá a menudo ayudado a aquellos que estaban en apuros. Disculpe que me tome la confianza de dirigirme a usted después de todos estos años, pero si aún conserva el hábito de acudir en ayuda de aquellos que están en peligro, sepa que ahora hay alguien que la necesita desesperadamente, así como cualquier protección que su influencia pudiera brindarle.
Fascinada, Bella entrecerró los ojos.
La joven desafortunada en cuestión es una muchacha perdida que viene de manera ocasional a solicitar nuestra caridad. Su nombre es Leah. La otra noche apareció en la puerta de nuestro convento aterrorizada, asegurando que había sido testigo de un asesinato terrible y que ahora su propia vida corría peligro. La víctima, según la chica, era el cocinero jefe de las cocinas del palacio real. Nosotras le hemos proporcionado cobijo esta noche en el convento, pero bendito sea Dios, no sé cómo protegerla si su historia es cierta.
Dada su presente y poco recomendable modo de vida y dada también la identidad del asesino al que ella vio con sus propios ojos, no se atreve a acudir a la policía. A causa de sus antecedentes como Jinete Enmascarado, usted es la única con la que ella está dispuesta a hablar. Si accede a escuchar a la muchacha, por favor, venga tan rápido como le sea posible al convento de Santa Lucía, Que el Espíritu Santo la bendiga.
Su hermana en Cristo,
Madre superiora Bernadetta
Sin pensárselo dos veces, Bella cogió guantes y sombrero y salió de sus habitaciones para buscar a Edward y decirle adónde iba. En el momento en que dejó la habitación, sus seis fornidos guardianes se apresuraron a seguirla. El mayordomo del palacio le informó de que su marido estaba en la cámara del Consejo reunido con su joven gabinete.
Entró en el momento en que se discutía acaloradamente sobre la muerte del gordinflón del conde. Edward estaba sentado a la cabecera de la mesa. Emmett, el sarcástico Caius y el altivo Mike también estaban allí, con otros más.
Mike la atravesó con la mirada desde detrás de su flequillo engominado. Ella le ignoró y mostró la carta a Edward. Cuando se acercó a él para murmurarle algo al oído, y ofrecerle la carta, él cogió su mano, y la llevó a los labios con galantería mientras estudiaba el contenido de la misiva.
Ella le observó, tensa, al ver que él se frotaba la frente, con el ceño fruncido.
—Voy contigo —murmuró, y después miró a sus hombres—. Caius, Emmett, Mike, venid conmigo. El resto, pueden irse. Volveremos a reunimos esta tarde.
—Edward, es evidente que esta chica está aterrorizada. No va a decir nada delante de vosotros —protestó Bella en voz baja.
Él se levantó de la silla, poniéndole la mano al final de la espalda y la condujo hasta la puerta.
—Lo sé. Pero tengo el presentimiento de que sé el nombre de la persona que ella va a señalar como culpable.
— ¿Lo sabes? —preguntó, levantando los ojos hacia él, perpleja—. ¿De quién sospechas?
El sacudió la cabeza.
—Esperemos a ver lo que dice.
Para su desconsuelo, hizo pedir las armas que había en el vestíbulo. Ella le miró como si tuviera una premonición mientras él se enfundaba la espada y las pistolas. Le sorprendió ver la maestría con que las manejaba. Después, le siguió hasta el exterior. Edward escudriñó los alrededores del jardín y después le dio la mano para ayudarla a subir al carruaje.
Sus tres amigos les siguieron en un segundo vehículo. Los guardias de Bella cogieron sus caballos y cabalgaron en formación alrededor de la calesa oficial.
Hablaron poco durante el camino. Bella estaba confusa. Quería preguntarle acerca de la muerte del conde Forge, pero una ira contenida había empezado a contraer su grande y esbelto cuerpo. El aura de meditación y peligro que le rodeaba no animaba a la conversación. Esa sensación de que algo malo iba a pasar crecía en su interior. Con la cabeza hacia un lado y una expresión de desasosiego en el rostro, Edward miraba por la ventana.
Al llegar al convento, la madre Bernadetta saludó a Bella, pero no perdieron demasiado tiempo en formalidades. La monja, alta, enérgica y firme, caminaba con las manos metidas en las rajas de su hábito negro. Tenía unos hombros anchos, para ser una mujer, y se movía como una jefa guerrera anciana. Bella comprendió el porqué de sus desavenencias con ella cuando estudiaba.
La madre Bernadetta condujo a Bella junto a la chica, mientras Edward y los otros esperaban gravemente en la recepción, cerca de la entrada.
Leah era una guapa muchacha de pelo negro. Tenía la piel del color de la aceituna y unos ojos oscuros y recelosos. Era demasiado joven para dedicarse a la prostitución, quizás dieciséis o diecisiete años, pero su expresión era la de una persona de más edad. Bella trató de mostrarse cercana a la muchacha, dedicándole unas palabras de aliento, después le pidió que accediera a contar su historia ante el príncipe. Leah asintió con un movimiento de cabeza dubitativo.
Bella apretó la mano de la joven para infundirle valor y después se levantó y se acercó a la puerta en silencio, haciendo entrar a Edward.
Con todo lo que parecía haber visto la muchacha, Bella se sorprendió de la reacción de la muchacha al ver aparecer a su dorado y alto príncipe, que parecía salido de un cuento de hadas. El no pareció darse cuenta, mucho menos trató de utilizar esta influencia que ejercía sobre las mujeres, absorto como estaba en sus propios pensamientos. Se sentó junto a Bella, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas, y dedicó a la joven una mirada intensa y seria.
Daba la impresión de poder ocuparse de todo. Bella se sintió orgullosa de él. Casi inmediatamente, Leah empezó a contar cómo el joven cocinero Collin había aceptado sobornos para poder permitirse visitarla. El hombre a quien ella describió como contacto más o menos frecuente de Collin tenía el pelo largo rubio, unos ojos azules fríos y llevaba buenas ropas, siempre negras. Ella no se había preocupado de preguntar por qué el extranjero pagaba a Collin. Sólo sabía que su amante estaba aterrorizado por ese hombre.
Bella sintió la tensión en Edward cuando Leah le explicó que el hombre vestido de negro les había visitado la noche anterior y se había llevado a Collin en un coche.
—Antes de que Collin dejara mi habitación, me rogó que le siguiera, porque tenía miedo de que algo horrible pudiera sucederle. Me dijo que me pagaría, así que lo hice —dijo, con una expresión de tristeza en sus ojos negros—. Corrí todo el camino, porque el carruaje iba muy deprisa. Me fijaba en los sitios donde giraba el coche y yo tomaba algún atajo. Conozco la ciudad como la palma de mi mano. Por eso pude reconocer el palacio en el que se detuvieron. —Miró primero a Bella y después a Edward—. Era el del primer ministro.
Los ojos de Edward parpadearon, pero su rostro seguía impasible.
—Continúa.
Leah se abrazó a sí misma con fuerza, encogiéndose en la silla mientras seguía contando cómo el chico había escapado de la casa de don Aro y la terrible persecución que había venido después.
—Supe que el hombre iba a matarle en ese momento, así que cogí un trozo de ladrillo roto y se lo tiré lo más fuerte que pude.
— ¿Le diste?
—Sí, alteza. Le di justo aquí. —Con voz sombría, señaló su sien izquierda. Le temblaba la mano—. La sangre le corría por un lado de la cara. Era horrible. Pero el golpe no le detuvo por mucho tiempo. Entonces... lo hizo.
— ¿Mató a tu amigo? —preguntó Bella con ternura.
Ella asintió, con la cabeza baja. La vieja monja se acercó a Leah y la apretó contra su cuerpo grande y maternal.
—Vamos, vamos, niña.
Edward se levantó del sofá, se despidió de la chica y salió de la habitación.
Bella murmuró unas palabras de ánimo a Leah y después salió detrás de su marido, que hablaba con sus tres amigos en voz baja. Cuando ella se acercó, ellos se apartaron con prontitud. Alto y regio en la penumbra del mediodía, Edward la vio acercarse por el pasillo estucado.
—Creo que los dos sabemos a quién ha acusado —dijo Bella—. ¿La crees? Te confieso que no tengo la menor idea de lo que podemos hacer.
—Yo sí —replicó él con tono grave. Con una mano en la empuñadura de la espada, sus ojos denotaban una ira sosegada. Más que nunca, parecía un arcángel en pie de guerra—. Hazte cargo de la chica, ¿de acuerdo? Las dos iréis a un lugar seguro que conozco hasta que haya apresado a James.
— ¿Vas a arrestarle por el asesinato del chico?
—Entre otras cosas. Tengo a algunos de nuestros agentes buscándole desde anoche. Creo que podría tener algo que ver también con la muerte de Forge.
Ella empezó a darse la vuelta para volver a la habitación donde habían dejado a Leah, cuando de repente se detuvo.
—Edward, ¿has pensado alguna vez que James podría no ser quien dice ser?
El se volvió para mirarla con aire distraído.
— ¿Cómo?
— ¿Soy la única que se ha dado cuenta de que James es idéntico al Rey?
— ¿Qué? —exclamó, mirándola fijamente con una expresión desconcertada.
—Odio sembrar dudas sobre tu padre, pero ¿no has pensado nunca que James podría ser algo más cercano a ti y no sólo un primo lejano? ¿Acaso no parece factible que pueda ser tu hermano? Hermanastro, digo.
— ¿Un bastardo? Pero mi padre nunca hubiese... —Su voz se apagó y su mirada se perdió, como hipnotizada.
—Pudo haber sucedido antes de que su majestad se casara con tu madre, Edward. ¿Sabemos la edad que tiene James? —Bella se avergonzó un poco al ver que Edward sacudía la cabeza, sin decir nada—. Está bien, iré a buscar a la chica. —Se dio la vuelta y empezó a alejarse por el pasillo. Pero entonces, una vez más se detuvo, como si dudara. No tenía sentido seguir ocultándole el resto. Aunque no estaba segura, volvió hacia él—. Probablemente, debería habértelo dicho antes, pero no quería enfadarte.
Él la miró con curiosidad.
Bella se preparó para su reacción.
—Edward, James se me ha estado insinuando y haciéndome proposiciones deshonestas.
Si había conseguido contener su ira antes, no pudo seguir haciéndolo por más tiempo. Sus ojos se volvieron del color de una tormenta marina.
— ¿Cómo?
—Empezó la tarde que vino a hablar conmigo en privado. Dijo que después de que nuestro matrimonio se anulase, él se haría cargo de mí, protegiéndome si así lo deseaba. Yo me negué, desde luego —se apresuró a decir—. Pero después volvió a ocurrir la noche en la que tú estabas... fuera.
Una mirada de temor y culpa inundó su cara.
—Bueno —dijo Bella, incómoda. No estaba reprochándole nada, ahora que le había dicho que lo sentía—. Iré a buscar a la chica.
Poco después iban los tres en el carruaje, escoltados a caballo por la guardia real. Sus tres amigos les seguían en un carruaje próximo.
Las calles de Belfort aparecían llenas de gente según iban atravesando la ciudad.
Aparte de las breves órdenes que había dado a sus guardias poco antes de dejar el convento, Edward no había dicho ni una palabra en todo el trayecto.
De vez en cuando, Bella observaba su tensa meditación. Leah parecía incómoda, por lo que dedicó a la joven una ligera sonrisa para reconfortarla. En ese momento, se oyeron unos disparos en el exterior y el conductor hizo parar a la comitiva.
Bella trató de ver lo que sucedía desde detrás de las oscuras cortinas del carruaje. Ante ellos se alzaba una imponente figura, a lomos de un semental negro.
— ¿Son los escoltas de la princesa, no es cierto, caballeros? ¿Viaja su alteza la princesa con ustedes?
Era la voz de James, galante y displicente. Rápidamente se dio cuenta de que como Edward y ella habían pasado mucho tiempo separados, el duque había asumido que de salir, lo haría sola.
—Déjame a mí, querido esposo —murmuró, mirándole con complicidad.
Edward sonrió e hizo un gesto a Leah para que se escondiera.
Entonces Bella descorrió la cortina de su lado y saludó con la mano.
—Buenos días, excelencia.
—Isabella. —Sus ojos brillaron bajo la sombra del ala de su sombrero.
Los guardias les miraron con interés, sabiendo inmediatamente que sólo se atrevería a saludar al duque con el consentimiento de Edward. Fueron lo suficientemente listos como para guardar silencio y dejar hacer.
James sonrió y azuzó al caballo para que se acercara al carruaje.
—Vaya, veo que por fin has decidido salir de tu jaula. Felicidades. Estás radiante, como siempre —murmuró, tocándose levemente el sombrero como saludo.
El gesto fue breve, pero Bella sabía exactamente dónde tenía que buscar. Un ligero movimiento del sombrero fue suficiente para dejar al descubierto la evidencia de su crimen.
—Ah, querido primo —contestó con una mueca de compasión—, ¿qué le ha pasado a tu pobre cabeza?
Era la señal que Edward necesitaba para actuar.
Sin avisar, abrió de un golpe la puerta del carruaje y saltó sobre James, abatiéndole con un rugido lleno de rabia.

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