Capítulo 12 "Se ha ido"
Has perdido la cabeza. Lo sabes, ¿verdad?
Horas antes de la boda, Edward se encontraba de pie frente
al espejo, mirándose mientras se hacía el nudo de la corbata. Después, revisó
el corte de su chaleco a rayas.
—Sin lugar a dudas —convino.
Se sentía optimista. Era un día soleado y perfecto, y pronto
se casaría con la mujer que él, y no su padre, había elegido.
Había tomado las riendas de su vida.
Con los brazos cruzados, Mike lo observaba desde atrás,
inclinado junto al espejo.
—Edward...
Edward lo ignoró e hizo una señal a su ayudante de cámara.
El hombre le acercó una impecable chaqueta blanca y le ayudó a meter los brazos
por las mangas. Edward se encogió para poder ponérsela.
—Excelente, alteza —murmuró el mayordomo, alisándole la
prenda.
Edward asintió, se observó en el espejo y echó un vistazo a
sus galones.
—Su sable de gala, señor.
Edward aceptó la larga espada de plata y la introdujo en la
vaina lujosamente engalanada que pendía de su cadera.
Según los informes que le hacían llegar cada media hora, los
progresos de su prometida iban más despacio de lo habitual por que a todo tenía
que poner inconvenientes y obstáculos. Al parecer, su transformación final de
bandida a novia estaba resultando ser una empresa difícil y traumática para
todos.
— ¡Edward! —dijo Mike una vez más, sacándole de su
ensimismamiento—. Dime de verdad que no vas a seguir adelante con todo esto.
Edward le lanzó una mirada de fastidio.
Mike no se dejó amedrentar.
— ¿Y qué pasa con Tanya?
Edward le dio una palmada repentina en el brazo,
descubriendo en ese momento que no iba a necesitar a Tanya después de todo.
Bella era todo lo que quería.
—Se me ha ocurrido una idea, Newton. Puedes quedártela.
Mike se puso lívido.
— ¿Qué?
—Pareces tener un desmesurado interés por ella. Así que es
toda tuya. Eso sí, no dejes que te venza con sus lágrimas. Esa mujer llora por
cualquier cosa. Por eso le pagan en el teatro. Y además, creo que se siente
atraída por James, así que ten cuidado.
—No hay nada de eso entre Tanya y yo —dijo rotundo.
Eligiendo una colonia de su exquisita colección, Edward le
reprendió riendo.
—Vamos, te he visto tonteando con ella. No me
malinterpretes, no me importa lo más mínimo. Tienes mi bendición. Sinceramente,
pensaba que ya te habías rendido a ella, aunque no es culpa tuya, desde luego.
Sé lo difícil que puede ser resistirse a Tanya —dijo, apartando con la mano las
protestas de Mike. De repente, sintió miedo por su inocente y pequeña futura
esposa—. Sabes que Tanya está enfadada por mi matrimonio.
—Desde luego. Acabo de venir de su casa. Está destrozada.
La mirada de Edward se endureció.
—Mantenla alejada, Newton, ¿lo harás? Lo digo en serio. No
quiero que importune a Isabella.
—Edward. —Mike se levantó y se enfrentó a él cara a cara—.
No sigas con esto. Dios, ¿qué te está pasando? Solías ser divertido. Pero desde
hace unas semanas, resultas insoportable.
—Dime cómo te sientes en realidad, Newton —dijo, riéndose
por lo bajo mientras se alejaba.
— ¡Tanya te quiere! —exclamó Mike, siguiéndole—. Cásate con
una de las mujeres que tu padre eligió si tienes que hacerlo, pero es a ella a
quien perteneces. Sí, ella y yo pasamos mucho tiempo juntos, pero ella sólo me
habla de ti. «Háblame de Edward cuando era niño» « ¿Le gustará a Edward este
vestido?» Si la llevo a algún café: « ¡Debemos traer aquí a Edward!» «¿Crees
que a Edward le importo de verdad?»
Edward entornó los ojos.
—Sinceramente, creo que estás cometiendo un gran error.
— ¿Un error? —Cogió a Mike por el brazo y le empujó hacia el
balcón, abriendo las puertas francesas de par en par—. Mira.
Bajo ellos, a la luz del sol, la multitud vociferante
llegaba hasta más allá de donde la vista podía alcanzar.
—Una boda real. ¡Ni más ni menos que con el Jinete
Enmascarado! No entiendes lo principal, Newton. Mírales allí abajo. ¡Están
disfrutando de lo lindo con esto!
La vista de Mike recorrió la multitud pausadamente.
—Veo que has aprendido algo de los años que has estado
persiguiendo a actrices —dijo suavemente—. Te has convertido en un
exhibicionista.
— ¡No entiendes nada, estúpido florero! —Enfadado, Edward se
volvió hacia Mike para mirarle de frente, sacudiéndole el hombro—. Si Tanya
pensó alguna vez que iba a casarme con ella, entonces es ella la que está loca.
Isabella Swan nació y creció para ser Reina, y puedes decirle a Tanya que lo he
dicho yo.
Mike le miró con prepotencia un instante.
—Lo haré, alteza.
Había algo en la mirada insolente de Mike que lo enfurecía.
—De verdad, tendrías que probarla, Newton. Es incluso mejor
entre bambalinas que en el escenario —siguió caminando—. ¿Qué ocurre? ¿Tienes
miedo a que sea demasiada mujer para ti?
Mike murmuró algún epíteto insultante y dejó la habitación.
Edward se quedó con la vista fija en el lugar donde él había estado,
enfurecido, y después descubrió que Emmett movía los ojos desde la puerta
cerrada hasta él.
— ¿Qué? —le espetó.
Emmett, como siempre, utilizó la diplomacia.
—Alteza, Mike es... ¿cómo decirlo? En fin, no importa.
— ¿Crees que tiene razón? ¿Es eso? —preguntó, apartando un
vago e incómodo pensamiento. Algunas cosas era mejor ignorarlas. Aun así, se
sentía enfadado consigo mismo por haber gritado a una criatura tan frágil.
Pedía a Dios que la discusión no fuera el detonante de una de sus amenazas de
suicidio.
—No, nada de eso. —Emmett se acercó a él con una copa de
vino que le tendió—. En lo que a mí respecta, te diré que has hecho lo mejor.
Algo más tranquilo, Edward tomó un sorbo y después asintió.
—Demonios que sí. Es a ella a quien elijo. Ella es lo que
Ascensión necesita. Es fuerte. Es hermosa y buena, y sobre todo, es leal.
—Estaba determinado a creer en ella. Al menos, lo estaba intentando—. Ella es
lo que necesito, y si a mi padre no le gusta, puede dejarle el trono a Alec, a
mí ha dejado de importarme.
Emmett levantó la copa, mirando a Edward divertido.
—Por la novia.
—Por el Jinete Enmascarado. Recemos para que su virginidad
sea lo único que se pierda esta noche —murmuró. Juntaron las copas y bebieron.
«Dios mío —rezaba mentalmente Bella, con la cara blanca bajo
el velo—, por favor, no dejes que me tropiece y caiga al salir del carruaje. No
dejes que haga el ridículo, es todo lo que pido.»
El espléndido carruaje real, tirado por seis caballos
blancos, se detuvo frente a la catedral. Un mar de súbditos se extendía en
todas direcciones hasta donde la vista alcanzaba. La guardia real, uniformada
para la ocasión, trataba de contener a la multitud vociferante para que dejasen
libre los grandes escalones que daban a la iglesia. Bella se agarraba al brazo
de su abuelo como si en ello se le fuera la vida. Su excelencia, el duque de
Swan, había recuperado su noble apariencia de antaño con un gran bigote blanco
y un bien remozado uniforme militar. iba canturreando de forma desafinada por
lo bajo, pero parecía estar lo suficientemente lúcido.
— ¿No te dije yo que deberías dejar que el príncipe Edward
te cortejara? —dijo el anciano con una mueca de complicidad.
— ¡Abuelo!
—Debes agradecerme que yo le hablara de tus talentos, Bella,
haz caso de lo que te digo —dijo con un guiño—. ¿Cuántas jóvenes hay por ahí
que puedan montar a caballo de espaldas?
— ¡Ay, abuelo!
Su paciencia estaba bajo mínimos, después de pasar el día
entre metros, pinchazos y reprimendas de las costureras reales, peluqueras y
otros expertos en protocolo. Se había enfrentado a sus torturadoras todo lo
posible, pero tenía que admitir su buen hacer, porque el resultado no
desmerecía en lo más mínimo a su futuro marido temporal.
Con una diadema de brillantes, le habían recogido
cuidadosamente los rizos y asegurado el velo de novia. Era la cosa más lujosa
que había visto nunca en su vida. Su vestido era una obra maestra de elegancia
y esplendor. Una larga cola de lamé satinado, bordada en los extremos con conchas
marinas y flores que representaban a Ascensión, caía lujosamente sobre sus
hombros. Se la habían asegurado a la altura del pecho con un broche de piedras
preciosas que representaba al león de la familia real. Sus enaguas de seda
blanca se ajustaban con lazos de Bruselas color crema y un fruncido sujetado
por ribetes dorados. Los guantes y los zapatos eran de seda blanca.
El perfume suave del ramo de rosas que llevaba en la mano la
embriagaba. La combinación de seda que llevaba bajo el vestido era tan exquisita
que se sentía como si le estuvieran cubriendo el cuerpo de besos. Sus oídos
vibraban con la cadencia salvaje de las campanas de la catedral, el estruendo
de los cañonazos y las ovaciones de la gente.
Con sólo un vistazo, se podía ver que Edward había ganado
muchos puestos en los corazones de los ciudadanos de Ascensión. Bella nunca
hubiese imaginado que el Jinete Enmascarado fuera tan querido. Los antiguos
excesos del heredero fueron olvidados en el éxtasis de este día. La fe de la
gente en su naturaleza noble se había restablecido, al parecer, por ese gesto
galante de clemencia hacia ella y sus amigos. No se daban cuenta de que estaba
jugando con ellos. Edward era, pensó decidida, más maquiavélico que encantador,
como solían ser todos los príncipes.
Justo entonces, la puerta del carruaje se abrió y dejó ver
una cara tranquilizadora. El joven vizconde Emmett, el padrino de bodas de
Edward, les esperaba de pie, sonriente. Ayudó a su abuelo a salir del carruaje,
y después se volvió y le ofreció la mano.
El momento había llegado.
Bella tembló y contuvo el aliento. Armándose de valor,
agachó la cabeza para salir del carruaje, deteniéndose con un pie en el escalón
y mirando a su alrededor un instante. Vio una oleada de personas que la
vitoreaban, como un vertiginoso mosaico hecho de baldosas de colores, y la
torre gris de la catedral, alrededor de la cual volaban pájaros con las alas
iluminadas por los rayos del sol.
El griterío se hizo más atronador cuando apareció. Contó
hasta tres y miró a Emmett, agradeciéndole la sincera bienvenida que pudo leer
en su mirada.
—Por favor, dime que está ahí dentro —le susurró por en cima
de la algarabía—. Por favor, dime que ha venido y que esto no es parte de una
broma macabra.
—Señora mía, vuestro novio os espera —murmuró con una mirada
llena de simpatía. Después, se acercó a su abuelo con una reverencia—.
Excelencia.
El abuelo asintió. Mientras marchaban hacia la entrada de la
catedral, Bella pudo oler el perfume a incienso que emanaba del interior, y oír
las jubilosas polifonías del órgano acompañado del orgulloso clamor de las
trompetas.
Aferrándose con decisión al firme brazo de su abuelo, Bella
sintió miedo en esos primeros segundos que sus ojos necesitaron para acomodarse
del sol radiante del exterior a la oscuridad piadosa de la iglesia. Cuando por
fin pudo ver algo, pensó que aunque había rezado al menos una docena de veces
en esta catedral antes, no recordaba que el pasillo central fuera tan largo.
Adornado con una estrecha alfombra blanca cubierta de
pétalos de rosa, parecía extenderse dos kilómetros ante ella, y al final del
largo camino la esperaba un hombre.
La silueta alta y poderosa del príncipe estaba bañada de una
luz multicolor que provenía de la vidriera en forma de roseta si tuada encima
del altar.
Bella lo miró a través del velo, y después fue observando
poco a poco a su alrededor. La catedral estaba llena a rebosar con lo más
granado de la nobleza del país, todos ataviados con las rancias vestimentas de
la corte, reminiscencias del siglo XV. Estaba segura de que debían de estar
enfadados con ella por no haber tenido más tiempo para prepararse para el gran
evento. Ella deseaba poder decirles que la culpa era de Edward.
Incluso las galerías del coro estaban llenas. No quería ni
pensar en lo que todos esos aristócratas, cortesanos y señoras emperifolladas
estarían pensando de ella.
La melodía del órgano eclosionó en un crescendo y después se
detuvo. Se hizo el silencio. Emmett miró a Bella y le hizo una seña de
confirmación.
A su debido tiempo, el abuelo empezó a caminar por el
pasillo como un antiguo caballero que carga implacable sobre el enemigo. El
órgano volvió a sonar, esta vez con un himno tenue y majestuoso que parecía de
Vivaldi.
Bella mantuvo la mirada fija en Edward. Inmóvil, con los
hombros erguidos y las manos a la espalda, esperaba de pie junto al altar,
donde entre un mar de flores esperaban también de pie una fila de clérigos
colocados en semicírculo. En el centro y vestido de rojo, el cardenal que
Edward había mandado llamar desde Roma, después de que el obispo principal de
Ascensión se hubiese negado a casarlos. La luz de las velas iluminaba sus
magníficas togas de rubíes y grana, zafiros y oro.
¿Cómo diablos había conseguido reunir a todos esos clérigos
tan rápido?, se preguntó Bella mientras desfilaba lentamente por la nave
central. Aquel hombre sólo tenía que mover una mano para conseguir todo lo que
desease.
Fue entonces cuando dejó de tratar de convencerse de que
todo esto era real. Desde luego nada de lo que estaba ocurriendo le estaba
sucediendo a ella. Con toda probabilidad, pensó manteniendo la barbilla alta y
el paso lento, seguía aún en la cárcel, en solitario confinamiento, y todo esto
no era más que una alucinación.
Cuando se encontró a sólo un tercio del recorrido hasta el
altar, pudo ver con más claridad a su prometido. «Divino y magnífico Edward.»
Era tan guapo que le temblaron las piernas.
Iba espléndidamente vestido con su uniforme de Caballero
Real, de cuya orden había sido siempre el comandante de honor. Llevaba una
chaqueta blanca con fajín negro en la cintura y una hilera de botones dorados
que le llegaban hasta la garganta, pantalones azul marino y sable de gala. Se
había recogido la melena, y sobre su frente reposaba una sencilla corona de oro
macizo que proclamaba su estatus como soberano del Estado.
Sus ojos dorados se dirigieron hacia ella suavemente, aun
que con un deje de posesión, y le tendió una mano enguantada de blanco cuando
la tuvo más cerca. Apenas notó la sonrisa emocionada de su abuelo al ver que
ella le daba la mano y se de jaba llevar por él al altar.
La boda transcurrió ante sus ojos como en una imagen borrosa.
El único momento en el que abandonó un poco su completo aturdimiento fue cuando
ella y Edward se arrodillaron, hombro con hombro, sobre el cojín de terciopelo
del reclinatorio para recibir la Sagrada Eucaristía. Isabella miró de reojo a
su futuro esposo mientras rezaba. Con los ojos cerrados, la cabeza baja y la
espada a un lado, era como un caballero medieval consagrándose para la batalla.
Al instante apartó la vista de él, conmocionada por su noble
belleza.
Entonces, después de lo que pareció ser una eternidad de
rezos, admoniciones sobre los matrimonios piadosos, lecturas de la Biblia,
cánticos y aleluyas, la boda tocó a su fin. Bella estaba tan paralizada que
apenas podía recordar el momento en el que había dicho los votos. El
impresionante cardenal les sonrió abiertamente y les dio su bendición para que
Edward pudiera besar a la novia.
Cuando él se volvió hacia ella, el sagrado caballero que
había vislumbrado antes desapareció. En su rostro había una pequeña sonrisa
cargada de lascivia. Dio un paso hacia ella, mirándola como si fuera un niño
travieso.
— ¡Ah, no, no te atreverás! —respiró ella. Con los ojos muy
abiertos, la novia se echó hacia atrás, segura de que era capaz de comérsela
allí mismo, ante los miles de invitados que les observaban. Al fin y al cabo,
era eso lo que todos esperaban de Edward el Libertino.
Pero entonces, extrañamente, su mueca perversa se suavizó
convirtiéndose en una sonrisa tierna y reconfortante. Con delicadeza, apartó
con sus dedos el borde del velo.
—Ésta es la última máscara tras la que te esconderás nunca
de mí, querida esposa —susurró. A continuación, colocó el tul sobre su cabeza y
le cogió la cara entre las manos.
Bella era consciente de que todas y cada una de las almas
vivientes de la iglesia esperaban que Edward bajara la boca hacia la suya. Pero
cuando sus labios acariciaron suavemente los de ella con exquisita calidez, lo
olvidó todo, y a todos.
Ni siquiera escuchó el estrepitoso aplauso que siguió al
beso, ni la proclamación última del cardenal... Tuvo que agarrarse a los
hombros de su marido para no caer, tan débil y temblorosa como estaba.
Sonriendo contra su boca, él siguió besándola. Y
besándola...
El espléndido festín que siguió al enlace tuvo lugar en el
salón de banquetes del palacio real, con Edward presidiendo la mesa. Hacía
tintinear el cristal de su copa golpeándola con la punta de los dedos,
inclinado perezosamente sobre la silla, y relajado después de la comida. Se
sentía comunicativo. Llenó la copa con más vino, haciéndola girar levemente.
«Edward Cullen, un hombre casado», pensó. Al recorrer con la
vista las cabezas de sus invitados que llenaban las grandes mesas redondas —y
había cerca de cuatrocientas personas entre amigos, nobles y esposas—, se llenó
de un profundo y placentero sentido de paternidad. Todo lo que le faltaba ahora
era una ristra de adorables, obedientes y sanos Edwarditos sentados a la mesa.
Esto no tardaría en llegar.
—Todo el mundo debería casarse —declaró—. Debería promulgar
una ley al respecto.
—En ese caso, me mudaría a China —anunció Caius. Emmett
sonrió. Algunos rieron abiertamente. La mayoría se había resignado a aceptar su
matrimonio con la mujer que les había robado de manera tan implacable,
tomándoselo con buen humor una vez que los ánimos se habían calmado.
— ¿Qué puede haber mejor que esto? —siguió Edward, meditando
en voz alta—. Una buena comida. Una bocanada de aire fresco entrando por las
puertas abiertas. La risa de los amigos que entregarían su vida por mí y, aquí,
a mi derecha —dijo, cogiendo los dedos de Isabella con dulzura—, mi adorada y
dulce esposa.
Al sentir su roce, Isabella le miró ansiosa, bajando
inmediatamente la vista hacia su plato intacto. Parecía como si quisiera salir
corriendo de allí.
Él sonrió débilmente, observando su sonrojo. Su intrépida
esposa se sentía visiblemente abochornada, pero no se atrevía a retirar la
mano. «Ah, no —pensó con irónica aprobación—, su orgullo se lo impedía.»
Le giró la mano para acariciar levemente sus dedos,
escuchando la elegante y sofisticada melodía que salía del cercano trío formado
por un arpa, una flauta y un violín.
« ¿Cómo será en la cama?», se preguntó, sin dejar de
mirarla. Estaba seguro de saberlo, algo que provocó en él un deseo
indescriptible. «Inocencia temblorosa en el alma de un gato salvaje.»
Le rodeó la mano con los dedos, llevándosela a la boca.
Depositó en ella un prolongado beso mientras mantenía su mirada nerviosa.
Cuando ella levantó sus pestañas color canela, él le sonrió para tranquilizarla.
—No has tocado el plato —murmuró. Isabella había estado
nerviosa toda la noche, saltando cada vez que alguien se dirigía a ella como
«alteza»—. ¿No tienes hambre?
Ella se mojó los labios con un tímido movimiento de la
lengua y sacudió la cabeza.
—No... puedo.
Él soltó la copa en la mesa y cubrió su pequeña mano con las
suyas. Se inclinó junto a ella, con los codos sobre la mesa. Acercando la mano
de ella a sus labios, la miró de cerca.
— ¿Te he dicho ya lo bonita que estás esta noche? —murmuró.
Ella trató de soltarse, gruñendo levemente. Él la cogió con
más fuerza, con una sonrisa aún mayor.
—Te lo suplico, no hagas una escena en medio de toda esta
gente —le susurró.
— ¿Qué gente? —preguntó él en voz baja—. Yo sólo veo a una
persona. Una... encantadora mujer que brilla como una luna de plata, princesa
de todos los cielos. Mi esposa. —Le besó otra vez la mano.
Ella le miró escéptica, y después sus ojos se movieron con
nerviosismo hacia los invitados.
—Te acostumbrarás, cariño —dijo, con un tono de complicidad—.
Pronto aprenderás a ignorarles.
— ¿Y cómo podré acostumbrarme a ti?
—Bueno, no querría que te acostumbraras demasiado. Desearía
que no te aburrieses nunca de mí. —Los ojos le danzaban cuando pasó su dedo
gordo por el reverso de su mano—. Cariño, lo que necesitamos es un poco de
tiempo para conocernos mejor. No me tengas miedo.
Ella bajó los ojos y se quedó en silencio.
— ¿Qué ocurre, Isabella?
Ella se encogió de hombros.
Edward la miró. De repente sintió una imperiosa necesidad de
protegerla, una sensación que no había sentido desde que era un muchacho. Su
timidez, su dolorosa vulnerabilidad lo enternecían profundamente.
— ¿Estás cansada?
Ella asintió, aún ruborizada, aunque negándose a mirarle a
los ojos.
Él le acarició la mejilla.
— ¿Por qué no te vas a la cama? —sugirió, sintiendo como se
le aceleraba el corazón.
Lentamente, ella levantó la cabeza para mirarle, con una
nueva desesperación en sus ojos color chocolate. Con la mano aún sobre la de
ella, se inclinó y le besó la mejilla, tersa y sonrojada, ignorando los vítores
que oyó al hacerlo y el tintineo de cubiertos sobre las copas de cristal.
—No hay nada que temer —le susurró al oído, pellizcándole la
mejilla suavemente—. Te lo prometo.
Ella se volvió hacia él, con sus grandes ojos llenos de confusión
y el miedo escrito en su rostro pálido e inocente. Le bastó ver esa mirada para
desearla desde lo más profundo de su alma. Había sido paciente, se había
portado bien. Esta noche reclamaría su recompensa.
—Está bien —respondió ella, de forma casi inaudible. Empezó
a retirar la silla de la mesa, mirando a todos lados menos a él. Él se
incorporó de repente de su silla y se acercó a ella para ayudarla a levantarse,
tendiéndole la mano al hacerlo. Bella seguía con la mirada fija en el suelo,
con las mejillas del color de la grana mientras él la escoltaba para bajar los
escalones del estrado. Una vez en el pasillo, fuera del salón, se detuvieron.
Ella levantó la barbilla y buscó sus ojos con una expresión de pánico virginal.
—Necesitas un poco de soledad, lo entiendo. —Con la mano en
la espalda, en elegante pose, Edward se inclinó para darle un último beso en la
mano.
Bella asintió con la cabeza soltándose de su mano. Había
sido una buena idea el suprimir esa antigua costumbre de acompañar a los novios
hasta el dormitorio nupcial, pensó con satisfacción mientras la veía alejarse
con su larga cola dorada volando tras ella. Sacudió la cabeza, sonriendo
débilmente al ver que ella se precipitaba por el oscuro corredor. Estaba seguro
de que iba a avergonzarla por la mañana cuando tuviese que mostrar a la corte
las sábanas manchadas que probaban su virginidad; una tradición, ésta sí, que
no podía transgredir.
«Es la hora, mi pequeña bandolera —pensó—. Es la hora.»
Tenía la sensación de que esta noche estaba en juego el resto de su vida.
Aturdida y nerviosa, Bella salió corriendo por el vestíbulo,
conteniendo las lágrimas. ¿Qué era lo que le estaba haciendo? ¡Era un hombre
cruel y despreciable! ¿Por qué tenía que jugar con ella cuando sabía que sólo
se había casado para cumplir con sus planes secretos? ¿Cariño?, ¿por qué la
llamaba cariño? Prefería que la llamase caracolita en vez de eso. No quería ver
amabilidad en sus ojos verdes y dorados. ¿Por qué se lo estaba poniendo tan
difícil?
Se remitió a los hechos. Sabía lo que tenía que saber sobre
Edward Cullen. Era un mujeriego, un canalla de apetitos insaciables, y su
matrimonio era una farsa. ¡Al fin y al cabo, sólo unas noches antes, siendo una
total extraña, la había hecho conducir a su habitación, como si fuera un
aperitivo de media noche!
¡De acuerdo, podía hacer lo que quisiera que no iba a
funcionar con ella!, pensó como venganza mientras subía las escaleras,
obligando a los sirvientes a que se hicieran a un lado para que ella pudiera
pasar. No podría robarle el corazón, por muy cariñoso que fuese con ella, por
muy amables que fueran sus palabras.
Al llegar a la opulenta habitación que le había sido
asignada, se despojó del vestido de novia con ayuda de una criada. Quitándose
la diadema del pelo y liberándose del corsé, por fin pudo sentirse ella misma
de nuevo, sin llevar otra cosa que una sencilla combinación. Hizo salir a las
criadas y respiró aliviada.
Salió al balcón e inhaló con fuerza el frío aire de la
noche. Se sujetó las sienes con los dedos, la cabeza le daba vueltas.
La última cosa que quería es que Edward Cullen tratara de
decirle lo hermosa que era, pensó con una sonrisa llena de desprecio. ¡Todo era
una sarta de mentiras! Tanya Denali era la guapa, no ella.
Forzando un suspiro profundo, relajó algo de la tensión de
sus hombros, escudriñando la espléndida vista de la ciudad, viendo cómo la
elegante cubierta enmansarda del palacio se inclinaba suavemente sobresaliendo
del pequeño balcón.
La celebración en la ciudad seguía en pleno apogeo, a juzgar
por el ruido distante y las luces, y los fuegos artificiales que de manera
ocasional se alzaban en el cielo. Mucho más lejos, podía ver el resplandor
plateado de la luna sobre el mar que rodeaba su isla natal.
«Menudo día.» Le parecía increíble que hubiese sobrevivido a
él, especialmente esos últimos momentos y la agonía de dejar el banquete,
sabiendo, para su desgracia, que en el instante en que se excusó para dejar la
mesa, todos los ojos de la habitación estaban fijos en ella, espiándola para
saber adónde iba y por qué.
Un día agotador... y todavía quedaba la noche.
Miró con temor por encima del hombro en dirección a la cama,
y después echó un vistazo a la puerta. «Nunca podré resistirme a él.» Era
demasiado guapo y sabía exactamente cómo seducir a una mujer. Le deseaba
demasiado... pero si se entregaba a él, arruinaría su futuro.
Por muy sinvergüenza que fuese, no podía arruinarle la vida.
No, cuando había vislumbrado su lado más vulnerable y sabiendo lo mucho que
amaba a Ascensión. No quería ser la razón de que perdiera la única cosa que de
verdad le importaba.
Pensando que seguramente él tendría su propia llave, se
acercó pesadamente a la puerta y la cerró desde dentro.
Al volverse, recorrió con los ojos la habitación y de
repente se fijó en sus botas de montar, que habían sido colocadas ordenadamente
en la esquina, junto a los pantalones doblados y la camisa negra colocada en el
respaldo de la silla tapizada en terciopelo. Había prohibido a los sirvientes
que tirasen sus ropas negras. Sin embargo, le sorprendía bastante que hubiesen
obedecido sus órdenes.
Sin saber muy bien lo que hacía, cruzó la habitación y se
puso los pantalones y la camisa negra. Con manos temblorosas y sin tener ni
idea de lo que significaba, dejándose llevar simplemente por su instinto de
supervivencia, se calzó las botas de montar. En ese momento se sintió más
fuerte, esperanzada al descubrir que quizás hubiese una forma de salvarlos a
los dos. El corazón le latía a cien por hora cuando se abalanzó sobre la ventana
abierta.
Antes de salir al balcón y subirse a la barandilla, tragó
saliva y volvió la vista atrás, quizás con un último pensamiento de cordura.
Después miró hacia abajo y escaló hasta el borde. El tejado tenía muchos
niveles, con chimeneas que se alzaban contra el cielo azul oscuro aquí y allá.
Tenía varias posibilidades. Estudió la situación rápidamente y vio que sólo
necesitaba deslizarse hacia abajo, y saltar quizás un metro y medio. Más abajo,
había una útil plataforma desde la cual podría continuar el descenso y escapar.
¿Lo haría?
«Nunca me mientas.»
Jacob y los otros estaban a salvo. Edward Cullen sólo estaba
usándola. Tomó una decisión.
Se iba de allí.
Entre el jerez y los puros que se sirvieron en la sala de
billar que había sido la guarida de su juventud, Edward se resistió al intento
de sus amigos de emborracharle, consciente de la inocencia de Isabella. Pero
para cuando quiso por fin salir de allí, riendo a carcajadas, tampoco estaba
exactamente sobrio.
—Ya he tenido suficiente. Sois una mala influencia para mi
virtud —dijo riendo—. Tengo asuntos que atender esta noche...
Unos aullidos felinos estallaron a su alrededor. Por fin le
permitieron salir en medio de un saludo lascivo en el que utilizaron los palos
de billar, y con un sentido del humor más propio de un puñado de adolescentes.
Edward se despidió entre gritos como « ¡El que se casa por todo pasa! ¡Cama de
novio, dura y sin hoyo!».
Abandonó el salón riéndose para sus adentros, peguntándose
si alguna vez dejarían de hacer el ridículo. Fuera como fuese, éstos eran los
hombres a los que había confiado las altas posiciones del Gobierno tras haber
desbaratado el antiguo consejo. Afortunadamente, sabían cuándo debían ser
serios. No habían reído de esta forma en mucho tiempo.
Esta noche marcaba un nuevo comienzo, pensó al saludar a un
sirviente que se inclinó ante él. Subió las escaleras con cansancio, tratando
todavía de asimilar el hecho de que estaba casado. No pensó que fuese a
sentirse diferente, pero así era.
Fuera, en la puerta del dormitorio, se detuvo al poner la
mano sobre el pomo. No sabía lo que encontraría al otro lado de la puerta. Ella
podía estar durmiendo. Podía estar llorando. Incluso podía estar esperándole
dispuesta a clavarle una daga en el cuello.
Con una sonrisa y un suspiro, empezó a girar el pomo, pero
la sonrisa se tornó en una expresión de desagrado... aunque no de verdadera
sorpresa.
Estaba cerrada.
Con aire cansado, encontró la llave en el bolsillo de su
chaleco y la abrió, deteniéndose antes de entrar, temeroso a medias de que
estuviera esperándole alguna trampa extraña. Por su cabeza pasaron con rapidez
todas las bromas que había gastado a otros de niño. ¿Un cubo de agua encima de
la puerta? ¿Un alambre invisible a su paso?
«No se atrevería.»
Empujó la puerta con valentía y miró dentro. La habitación
estaba a oscuras y las cortinas se mecían suavemente con la brisa que entraba
por las puertas abiertas del balcón. Entrecerró los ojos al mirar hacia la
cama. Había una pila luminosa de seda blanca. Arrugó el entrecejo con otro
pensamiento perturbador de lo que su mujer le podía tener reservado. ¿Había su
pobre mujer caído desfallecida sobre la cama sin ni siquiera desvestirse?
— ¿Isabella? —dijo suavemente, cerrando la puerta detrás de
él.
Pero cuando se acercó a la cama y tocó el bulto de seda y
encajes, sus ojos se abrieron sorprendidos. No había mujer alguna en él.
Se dio la vuelta, inspeccionando la habitación a su
alrededor. Se había ido. Asombrado incluso por no haberlo previsto, caminó a
grandes zancadas hasta el balcón justo en el momento en el que se oyó un débil
gemido, desde algún lugar de la oscuridad.
— ¡Socorro!
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