miércoles, 16 de marzo de 2011

Quiero que os caséis

Capítulo 20 “Quiero que os caséis”

Durante todo el viaje Edward trató de permanecer en compañía de lord Brennan y lejos de Jacob. Estaba tan furioso que pasaba las noches en vela, rígido de cólera, conteniendo los deseos de levantarse y emprenderla a puñetazos contra ese individuo.
No había oído la conversación entre Jacob y Bella, pero los había visto juntos y estaba convencido de que Jacob tramaba algo contra él. Sin embargo la prudencia aconsejaba no actuar hasta tener alguna prueba. Si se abalanzaba sobre él en un arranque de celos, sin duda debilitaría su prestigio ante el rey. Debía tener paciencia y esperar a que Jacob se delatara. Aunque la espera era una tortura.
Sin embargo tenía a Jasper y Emmett a su lado, y eso era bueno, porque sus prudentes consejos a menudo lo mantenían a raya. Jasper se apresuraba a recordarle que aunque Jacob fuera culpable de algo, la inocencia de Bella seguía siendo posible.
A veces Edward se irritaba al ver cómo salía en defensa de Bella. Habría jurado que ella le ocultaba algo cuando le había hablado en la capilla. Tal vez sólo se había puesto nerviosa al verlo, pero sabía cuándo mentía. Además, ella siempre había defendido a Jacob. ¿Por qué? ¿Había sido tan buen amigo de James en realidad o también eso era mentira? No podía olvidar los ojos de Jacob clavados en Bella aquella lejana noche en que había llegado por primera vez al castillo de Edenby. En aquella ocasión había esperado una trampa, en parte porque no podía creer que un hombre tan enamorado permitiera que su dama recibiera en el lecho al vencedor.
Llegar a Londres no contribuyó a mitigar el malhumor de Edward. Desde el momento en que puso un pie en los aposentos de Enrique Tudor supo con certeza que la conspiración y la traición seguirían amenazando el reino en los años futuros. Enrique se mostró frío y habló sin rodeos de conspiración. La madre de Elizabeth, la reina viuda y todavía duquesa de York, ya estaba trazando planes para el reinado de su hija. Enrique no estaba dispuesto a actuar contra ella, pero sabía que entretenía en su corte a una facción yorkista, entre ellos Francis, vizconde de Lovell, uno de los mejores amigos de Ricardo, y John de la Pole, conde de Lincoln, a quien Ricardo podría haber considerado como heredero a la muerte de su hijo en 1484.
No menos importante era el pretendiente Lambert Simnel, hijo de un carpintero de Oxford, quien, apoyado no se sabía por quién, se hacía pasar por el conde de Warwick, de diez años, hijo del duque y Clarence, descendiente del hijo de Eduardo III, Lionel.
Enrique sabía muy bien que Simnel era un impostor, que mantenía al verdadero conde de Warwick en la Torre para hacerse pasar por él en cualquier momento. Sin embargo, el conflicto parecía interminable. Habría una rebelión en el futuro, Enrique estaba convencido de ello y por esta razón habían llamado a Edward. Sabía que los rebeldes tardarían tiempo en reunir fuerzas para levantarse contra él, pero había un grupo de lores irlandeses que se reunían en las afueras de Dublín, y Enrique creía que podía adelantarse e impedir la rebelión si lograba poner fin a aquellos encuentros.
Los reyes yorkistas habían otorgado a Irlanda cierto autogobierno durante un tiempo y los irlandeses apoyaban la causa de York. Sin embargo, los poderosos lores aún no se habían levantado y Enrique deseaba ganar algo de tiempo.
Edward no quería ir a Irlanda. Se le veía tan abatido aquella noche que Jasper sugirió que tal vez quisiera pedir al rey que enviara a alguien en busca de Bella.
—Podría estar aquí a vuestro regreso, con Alice —añadió con melancolía—. Y como Jacob va a ir a la guerra con vos...
Edward se volvió, rojo de cólera.
—¡No la quiero aquí! —gritó y salió bruscamente, sorprendido de su propia vehemencia y la intensidad de sus sentimientos.
Solo en la calle, una fría brisa lo calmó. Echó a andar, dándose cuenta de que era cierto: estaba furioso con ella porque en el fondo creía que conspiraba contra él.
Finalmente se sentó en una escalinata y ocultó el rostro entre las manos, sumido en la confusión. Una cosa era desearla y anhelarla, pero ella se había apoderado de todo su ser. Podía comprender esa adicción y perdonarse la ternura que a menudo sentía hacia ella, podía hasta disfrutar de los momentos que reían juntos. Pero avanzaba el embarazo, y aunque estaba preocupado por la salud del niño, no lograba olvidar el pasado ni vencer el dolor. Así había estado Tanya la última vez que la había abrazado con vida. Ésa era la época en que habían soñado y trazado planes, la había estrechado en sus brazos y discutido sobre el nombre que iban a ponerle al niño: el suyo, el de su padre o el de algún santo... Ella le había prometido que sería varón y él había respondido que no le importaría una niña si poseía su belleza. Se habían comportado con timidez y al mismo tiempo con descaro, y habían deseado el niño con ternura y amor. Sin embargo, Bella nunca había afirmado desear su niño. Lo veía sólo como el fruto de una invasión, de la violencia, y aun llevándolo en sus entrañas, estaba decidida a escapar y traicionar a Edward. Trató de pensar con cordura en la lucha que libraba en su interior: deseaba que ella estuviera allí, echaba de menos su fuego y su calor, pero la odiaba casi con la misma pasión.
Se levantó con un suspiro y emprendió el regreso. Al llegar a la corte, oyó música procedente del salón de banquetes. Había música, baile y diversión. Tal vez fuera su última noche allí. Quién sabe, tal vez los irlandeses lo mataran antes de que empezara a someterlos. ¡Nadie los había tachado nunca de débiles!
Pero no se veía con fuerzas de volver al salón. Siguió andando, alejándose de los sonidos festivos. Se acostaría pronto; al día siguiente le esperaba una dura cabalgata.
Una vez acostado, no tardó en sumirse en un profundo sueño. Y entonces regresó la pesadilla. Retrocedía en el tiempo, a través de la niebla y la memoria, y volvía a cabalgar y reír; Jasper y Emmett estaban alegres y borrachos, y una nube gris seguía cerniéndose sobre ellos. Pero no era nube, sino humo, y el espeluznante y doloroso...
Era un sueño, y por tanto el humo lo perseguía como la niebla, arremolinándose a sus pies, distorsionando las imágenes, llevándolo de un lugar a otro. Divisó la granja arrasada, y al anciano granjero y su esposa asesinados.
De pronto se hallaba en el castillo. El hermoso feudo, tan confortable, y donde las amplias ventanas, en lugar de saeteras, dejaban entrar la brillante luz del día.
Pero no había luz, sólo bruma. Y él corría, corría tan deprisa que podía oír los latidos de su corazón retumbando como un cañón, sentía el sudor que le caía por la frente y un dolor creciente en los muslos. Más deprisa... pero no podía ir a ninguna parte envuelto en esa niebla. Entonces, de repente, la escena del cuarto de los niños apareció ante él; Tanya, con la cabeza inclinada sobre la cuna, la mano alargada como si quisiera acariciar un niño. Sabía aún antes de tocarla que estaba muerta. Muerta y cubierta de sangre. Pero no era a Tanya a quien sostenía en sus brazos, sino a Bella. Su cabello castaño manchado de sangre y muerte, sus misteriosos ojos de color chocolate cerrados para siempre. Gritó horrorizado.
—¡Edward!
Se despertó, empapado en sudor y temblando.
—¡Edward! —Era Jasper quien lo llamaba. Entraba luz procedente del pasillo y Edward empezó a recuperarse del horror del sueño. Tragó saliva y parpadeó, y por alguna razón supo que faltaba poco para el amanecer.
—Santo cielo, ¿qué ha ocurrido...?
—Un sueño, Jasper —respondió Edward, pero ya se había levantado de la cama y se vestía a toda prisa.
—¡Espera! ¿Qué os proponéis? Jasper se atrevió a apoyar una mano en el hombro de su amigo y señor. Si los gritos habían llegado hasta su dormitorio, sin duda los demás invitados los habían oído y se preguntaban qué ocurría.
Edward se sujetó la capa al hombro con el broche y se dispuso a pasar por delante de él. Parecía tan salvaje como un jabalí enfurecido.
—¡Esperad, Edward! —Jasper lo siguió acalorado.
—Tenéis razón —respondió por encima del hombro—. Quiero que la traigan aquí.
—Está bien, es una buena idea, pero ¿adónde...?
—Voy a ver al rey. Lo he servido fielmente y ¡por Dios que tendrá que satisfacer mi petición!
—Edward, apenas ha amanecido...
Los guardias aparecieron tan pronto como Edward se encaminó resueltamente hacia los aposentos del rey. Y, naturalmente, no lograron bloquearle el paso con las lanzas. El secretario del rey salió corriendo, pero tampoco logró detener a Edward, quien aseguró que debía hablar con Su Majestad y no podía esperar al día siguiente.
Entonces apareció Enrique en persona. Al ver a Edward sonrió y lo hizo pasar.
Jasper advirtió que el rey parecía cada vez más divertido a medida que Edward hablaba. Permaneció sentado al pie de la cama, observando a su vasallo con mirada penetrante y una sonrisa. Edward se paseó y habló con vehemencia y elocuencia de todos los años que llevaba a su servicio, y de que a cambio le pedía que se ocupara de la seguridad y bienestar de Isabella Swan, que dispusiera que la trajeran a la corte y que ordenara que la custodiaran para evitar que algo malo le ocurriera.
Finalmente Enrique se puso de pie y sonrió con cierta comprensión; sabía por qué Edward estaba asustado. Levantó una mano impasible.
—¡De acuerdo! Contad con ello. Jasper no irá con vos, sino que volverá a Edenby en busca de la dama. Me encargaré de que la instalen cómodamente en vuestros aposentos y le proporcionen todo lo que necesite. La vigilarán en todo momento, estará a salvo y os aseguro que no escapará.
Edward no parecía creer que el rey hubiese aceptado su petición.
—¿Eso es todo, lord de Edenby y Bedford Heath? —inquinó el rey con tono imperioso.
—Sí —murmuró Edward.
—Entonces permitidme dormir, milord.
—Sí, majestad. Muchas gracias.
Al salir de los aposentos del rey, Edward suspiró aliviado.
—Me alegro de que no me acompañéis, Jasper. Sabré que estáis con ella.
Jasper le dio una palmadita en el hombro.
—La encontraréis aquí a vuestro regreso.
Acompañó a Edward a sus habitaciones y le ayudó a ponerse la armadura con la cual iba a partir a la cabeza de las tropas de Enrique.


—¡El rey viene a veros!
A Bella le dio un vuelco el corazón. Se levantó prestamente, dejando caer el traje de seda blanca que cosía para el niño.
—¿Cuándo? —preguntó Alice, que permanecía en el umbral, tan perpleja como Bella.
Se obligó a tranquilizarse. Enrique no quería hacerle daño, eso era seguro. Pero no lo había visto en las seis semanas que llevaba alojada en la corte, y que de pronto él se presentara, no que la llamara a su presencia, sino que acudiera a verla en persona, parecía realmente extraño.
Y, desde luego, cuando uno había estado en el bando equivocado de una guerra dinástica, siempre era desconcertante que apareciera de pronto el todopoderoso vencedor.
Se le encogió el corazón de miedo. ¡Edward! Oh, Dios, venía a comunicarle que Edward había muerto en Irlanda. Que el niño que iba a traer al mundo no sólo sería ilegítimo, sino huérfano. ¿Por qué si no iba a venir a verla? Era más una prisionera que una huésped, con los guardias apostados noche y día ante su puerta. El rey la había «invitado» a varios banquetes y cenas, pero ella se había excusado alegando una «indisposición» —convencida que el rey entendería que le incomodaba aparecer en público dadas las circunstancias—. Le había escrito una graciosa carta de agradecimiento por la capa. Él se la había devuelto, y eso había sido todo hasta el momento. Sólo podía suponer que se trataba de...
—¡Bella!
Alice la cogió del brazo y la sentó en una silla. Bella levantó la vista hacia su tía, con expresión asustada.
—¿Alice? ¿Por qué? ¡Oh, Dios mío, Edward...!
Lo echaba de menos y temía terriblemente por su vida. Cuando Jasper le había anunciado que se disponía a partir hacia Irlanda, se había quedado horrorizada y había pasado la noche anterior a su partida llorando y, curiosamente, rezando para que al hombre que en una ocasión había tratado de matar sobreviviera al ataque del enemigo en aquellas lejanas tierras.
Era imposible odiar a un hombre cuando lo sentías vivo en tus entrañas, se dijo. Al llegar el invierno empezó a movérsele algo en su interior; el niño era real. Sus diminutos pies le golpeaban el vientre y ella se acariciaba el vientre con ternura. Estaba entusiasmada con él y no podía odiar a su padre.
Pero tal vez no era toda la verdad, admitió Bella. ¿También estaba el miedo a que en ese preciso momento yaciera con una muchacha irlandesa? Los viejos temores volvieron a apoderarse de ella; pero ¡mejor en brazos de una muchacha irlandesa que muerto sobre la tierra cubierta de nieve del Eire!
—¡Vamos, Bella! ¡El rey parece de buen humor! ¡Seguro que no le ha pasado nada a Edward!
Bella tragó saliva y asintió, y entonces comprendió que no estaba en condiciones de recibir al rey. Llevaba el cabello suelto y vestía un sencillo traje de lana azul, sin ningún adorno o joya. Iba descalza, porque descansaba los pies sobre una piel ante el fuego.
—Alice, no puedo...
Demasiado tarde; el rey ya estaba allí con su séquito detrás de él. Llamó a la puerta que Alice había dejado entornada y, al verlas, entró. Alice hizo una graciosa reverencia, y Bella recuperó rápidamente la serenidad y la imitó torpemente.
Enrique les ordenó que se levantaran y saludó con cortesía a Alice, luego volvió su atención hacia Bella y dijo con tono afable que deseaba hablar a solas con ella. Alice abrió mucho los ojos y se apresuró a inclinarse antes de abandonar la habitación.
Bella observó a Enrique. No podía evitar recordar la última vez que se habían visto cara a cara, cuando él la había entregado a Edward. Sabía que se había creado una reputación en todo Londres. Era reservado y lo tomaban por tímido; precavido, y lo consideraban sagaz; prudente con el dinero, y lo tachaban de mezquino. Pero ahora vio en él una extraña benevolencia, regia pero sin resultar pomposa, y Bella pensó en el hombre más allá de la leyenda. Seguía siendo joven y no era mal parecido, aunque Bella tenía que admitir que Ricardo le había parecido más apuesto. Sin embargo, pensó que lo que se rumoreaba de él por las calles era exactamente lo que él quería que se dijera. No era egoísta; le habían contado la gracia con que había arrojado monedas a un huérfano flaco y descalzo que bailaba por las calles pidiendo limosna. Gustaba a sus sirvientes. Y no tenía fama de licencioso; su fidelidad a su matrimonio dinástico con Elizabeth era al parecer incuestionable. Habían corrido rumores de que tenía intención de reunir un sólido tesoro para Inglaterra y deseaba olvidar la clase de poder que podía conducir a sus nobles a una nueva guerra civil. Era aficionado a la astrología, las artes y ciencias, y Bella había oído decir que en su mesa nunca faltaban manjares y diversión.
De pronto se ruborizó y bajó los ojos al darse cuenta del descaro con que lo estaba observando.
—Me interesa vuestro juicio, milady —dijo Enrique. Bella volvió a levantar los ojos y él sonrió—. ¿Seguís viendo un monstruo?
—Nunca lo he visto, majestad —murmuró Bella.
—¿De veras? —Se acercó a ella.
Bella estaba convencida de que examinaba sus habitaciones con detenimiento, pero no sabía si le satisfacía lo que veía.
—De veras que no —protestó. Levantó las manos en un gesto de impotencia—. Señor, sólo puedo repetiros que fui fiel a un juramento de lealtad.
—¿Y ahora?
Ella sacudió la cabeza, confundida.
—¿Ahora?
—¿Estáis tramando una rebelión?
La idea de que ella tramara algo, tan pesada a causa del embarazo y confinada en sus habitaciones o en el patio contiguo, le pareció tan divertida que no pudo evitar reír. Pero se apresuró a sofocar la risa, llevándose la mano a la boca.
—No os preocupéis —murmuró él, mirando de nuevo alrededor—. Me fío de las primeras reacciones; suelen revelar la verdad. Pero decidme, ¿sois feliz?
—¿Feliz? —Esta vez ella ocultó su reacción—. Yo... no sé qué queréis decir.
El rey se acercó a una de sillas situadas junto al hogar y tomó asiento, indicándole a Bella que hiciera lo mismo. Ella lo obedeció con nerviosismo.
—Feliz, milady, significa sentirse satisfecho con la vida que uno lleva, en lugar de criticarla.
Bella se ruborizó, incómoda.
—No puedo decir que sea realmente feliz.
—¿Lo seríais si abandonarais Inglaterra?
Ella vaciló.
—Supongo que sí. Con franqueza, majestad, soy consciente de que vos sois el rey, pero hice un juramento a Ricardo. Una vez que éste murió, me proponía sinceramente juraros lealtad, pero... —Se encogió de hombros y sonrió con malicia—. Bien, vos sois el rey y me confiscasteis mi propiedad para entregársela a Edward. De ahí que no sea del todo feliz.
—¿Seguís odiándolo tanto?
La pregunta la sorprendió y respondió con cautela.
—¿Acaso no se supone que se debe odiar al vencedor... cuando se ha perdido todo?
—Os he formulado una pregunta, milady —recordó Enrique con tono ligeramente amonestador. Se inclinó hacia ella y añadió—: Os he preguntado si seguís detestando a Edward Cullen.
Bella sintió que se le subían los colores, pero a pesar de la autoridad reflejada en los ojos del rey, bajó la mirada y eludió la pregunta.
—Creo que nuestra relación es obvia.
—Ya lo era antes de que empezara, joven. —El rey habló con suavidad y ella bajó la mirada una vez más.
Aunque pareciera extraño él no le guardaba ningún rencor, pensó Bella, y se preguntó por qué estaba tan decidido a someter Edenby y a su padre cuando desembarcó procedente de Bretaña.
Él le leyó el pensamiento y sonrió.
—Vuestro padre era un caballero gales que se opuso enérgicamente a mí. Me agravió profundamente, ya sabéis... —Levantó una mano. Eso era todo lo que podía explicarle, se dijo Bella. De pronto el rey se puso de pie, se acercó a la ventana y, volviéndole la espalda, añadió—: Os habéis preocupado en no aparecer en público. ¿Tanto os horroriza el niño? ¿Qué intenciones tenéis?
—No tengo «intenciones», señor.
—¿Estáis horrorizada?
—No —se limitó a responder ella.
—¿Consternada ante la idea de tener un... bastardo?
Ella lo observó, repentinamente serena y segura de sí misma, decidida a no dejarse intimidar.
—Los bastardos tienen fama de llegar muy lejos, majestad.
Él rió, divertido ante la respuesta.
—¡Ah, veo que os referís a mis antepasados bastardos! Es cierto, pero los Beaufort no permanecieron bastardos. John de Gaunt se casó con su querida, Swineford, y todo terminó bien. ¿No os habéis preguntado si Edward acabará casándose con vos?
Bella se levantó.
—No, majestad, nunca lo he pensado, porque jamás me casaré con él. No puedo.
—¿Cómo decís?—El rey enarcó las cejas—. ¿No podéis casaros con el hombre cuyo hijo estáis a punto de dar a luz?
—Ese hombre causó la muerte de mi padre, majestad. Y ha demostrado que puede tomar casi cualquier cosa de mí. Pero conservaré mi amor y lealtad para dárselos a quien yo elija.
Él la observó unos instantes, luego bajó la mirada y ella creyó ver que disimulaba una sonrisa.
—Decidme, milady, ¿me los daríais a mí?
—¿A vos, majestad?
—Vuestro amor y lealtad, lady de Edenby. Sois un súbdito leal, milady.
—Claro, majestad. Vos sois el rey.
—Pero huiríais a Bretaña si pudierais.
—Consideraría ese paso...
—Siento mucho afecto por el duque de Bretaña. Como sabéis, fue mi guardián; siempre ha sido un gran amigo.
Bella guardó silencio. El rey siguió observándola unos instantes, luego le preguntó si se encontraba bien y ella asintió: Al ver que tenía intención de despedirse, ella sintió un impulso de preguntarle por Edward, pero trató de fingir indiferencia.
—Majestad, ¿puedo preguntaros si habéis tenido noticias de Irlanda?
—Lo han hecho muy bien. Las tropas se levantarán con el tiempo y volveré a combatir de nuevo en la costa de Inglaterra, pero de momento han sometido a los lores de actitud dudosa.
Bella sintió que se le aceleraba el pulso; el niño, como si escuchara, soltó una fuerte patada.
—Entonces Edward regresará... pronto.
—¿Pronto? Milady, volvió anoche. Bien, he de irme. Buenos días, Bella.
Ella se quedó sin habla y agradeció que el rey no esperara a nadie y saliera de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Se quedó tan perpleja que se dejó caer en la silla.
Y entonces fue como si un rayo hubiera alcanzado un barril de pólvora: su cólera estalló como un volcán, rebelándose contra aquel punzante dolor que la desgarraba.
Había regresado a Londres... Estaba en alguna parte, ¡allí mismo! Había ordenado que la trajeran de Edenby y que aguardara allí a su disposición; y él había regresado después de todos esos meses y no se había molestado en ir a verla.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha dicho?
Bella miró a su tía a los ojos y dijo:
—Edward ha regresado. ¿Lo sabías?
Alice pareció sorprendida.
—Pues no...
—Sin duda Jasper le ha visto...
—Te aseguro, Bella, que Jasper no me comentó nada.
—Eso no significa que no lo haya visto —repuso ella con amargura. Luego advirtió que estaba al borde de las lágrimas y se obligó a levantarse y a encolerizarse otra vez—, ¡Ese vil y ruin hijo de perra! ¡Oh! ¿Por qué no lo mataron en Irlanda?
—¡Bella! —exclamó Alice, atónita.
Luego se apartó, porque su sobrina parecía muy alterada y se paseaba de un lado a otro enfurecida, maldiciendo, despotricando, golpeando los puños contra la repisa de la chimenea. Estaba al borde de las lágrimas y Alice de pronto se asustó.
—¡Bella, por favor! —La sujetó por los hombros y la obligó a sentarse al pie de la cama. Su sobrina forcejeó, soltando un apasionado torrente de improperios una vez más—. ¡Vamos, piensa en el niño! Aún faltan otros dos meses. ¿Vas a poner en peligro su vida?
Finalmente Bella se fue calmando.
—Por favor, sé que no quieres hacer daño al niño —murmuró Alice.
—¡Sería culpa suya!
—De todos modos te resultaría muy doloroso.
Finalmente la joven se serenó. Alice logró que se tendiera en la cama y la cubrió con las mantas.


Alice no tuvo muchas dificultades en localizar a Edward; de hecho, de no haber permanecido toda la mañana con Bella, se habría enterado de su regreso. En los grandes corredores del palacio los hombres hablaban de su brillante maniobra táctica contra los lores irlandeses recalcitrantes, y las mujeres chismorreaban acerca de su gallardía viril. Alice siguió las risitas y se encontró en los jardines. A pesar de que era un frío día de marzo había un grupo reunido en torno a una silenciosa fuente; un juglar tocaba el laúd, improvisando letras picantes y acompañándolas con una alegre melodía. La condesa de Mallory y otras damas se hallaban sentadas en un banco y reían, y un buen número de hombres bebían de un gran puchero de humeante aguamiel que habían sacado fuera para la ocasión.
¡Estúpidos! Iban a congelarse de frío, pensó Alice indignada. Y aún se indignó más al ver a Jasper, con aquella encantadora sonrisa suya, sentado al lado de Edward. La condesa —viuda y muy activa— se hallaba detrás de ellos, demasiado cerca, con un escote exagerado para el tiempo que hacía.
Alice se detuvo, luego sonrió con coquetería y se abrió paso entre el alegre grupo hasta llegar a su marido y Edward. Cantaban junto con el juglar alzando las copas, pero Alice se alegró de que, sin dejar de cantar, Jasper le tendiera alegremente una mano. Se deslizó en el reducido espacio entre Jasper y Edward y aceptó un beso y un sorbo de aguamiel de su marido. Luego se volvió hacia Edward, que seguía cantando con voz de barítono, riendo con los ojos chispeantes, sin mostrar recato hacia el lascivo roce de la hermosa condesa que permanecía a sus espaldas.
Edward devolvió la mirada a Alice y ella supo que no estaba en absoluto borracho, pues la observaba con perspicacia; sabía que había acudido a hablar con él y la desafiaba fríamente a hacerlo, aunque la saludó con efusión cuando el juglar hizo una pausa y se oyeron ruegos de que volviera a empezar.
—¡Estáis en casa, oh, noble lord de Edenby! —exclamó Alice.
—¡Ah, dulce Alice! ¿Detecto cierta mordacidad? ¡Tened cuidado, Jasper! ¡La dulce novia tiene garras!
—Alice... —empezó Jasper.
—Me alegro de veros con vida, Edward —continuó Alice.
—¡Por supuesto que está vivo, Alice! —interrumpió la condesa, acariciando con sus elegantes dedos la barbilla de Edward—. ¡Un caballero tan galante no tendría ninguna dificultad en acabar con esos malditos irlandeses!
Edward se impacientó.
—Esos «malditos» irlandeses eran buena gente con ideas equivocadas —repuso con calma.
Tenía nuevas arrugas en torno a los ojos, pensó Alice. Y una cuchillada en la mano que se estaba convirtiendo en una cicatriz blanca. Era extraño que un hombre tan hábil en el combate odiara tanto la guerra, se dijo. Era apuesto y duro, un caballero que acababa de volver de un feroz combate... De pronto, Alice comprendió que su actitud despreocupada era falsa, que en realidad no le gustaban esa clase de diversiones y que meditaba como un hombre... obsesionado.
Bajó ligeramente la voz y dijo:
—Aún no habéis visto a Bella.
—Así es, pensé que le haría un favor.
Habló con tanta amargura que por un instante Alice se sintió desconcertada, pero los pequeños y elegantes dedos de la condesa aparecieron de pronto en sus hombros. Sabía que eso no significaba nada para Edward, pero se enfureció tanto por Bella que quiso darle una lección... y sabía dónde golpear.
—Sólo pensé que tal vez podía interesaros. Un niño nacido a estas alturas sin duda moriría —repuso Alice con malicia.
¡Lo había alcanzado!
—¡Alice! —la reprendió Jasper con aspereza.
Pero Edward se volvió hacia ella, cogiéndole las manos con tal fuerza que casi se las estrujó.
—¿Qué ha hecho?
—Oh, nada, milord, pero sabe que habéis regresado.
Él ya se había puesto de pie y se alejaba. Alguien lo llamó, pero él no se volvió.
—¡Por Dios, Alice! —exclamó Jasper. Ella se volvió hacia su marido y bajó la voz para replicar en un apremiante susurro.
—Jasper, podría ser cierto si no va a verla enseguida. ¡Estaba furiosa!
Él la miró y Alice volvió a pensar en lo apuesto que era su marido y lo afortunada que debía considerarse. Entonces la besó y ella supo que todo marchaba bien entre ellos.


Bella se había dormido. Cuando abrió de nuevo los ojos sintió un dolor tenue en las palpitantes sienes y otro más intenso que le desgarraba el corazón. Lo sabía, sabía que ella no era nada para él salvo un enemigo al que utilizar... pero por alguna razón se había permitido que le importara. Y ahora no podía detenerlo; no podía detener sus sentimientos, ni cesar de atormentarse. Allí estaba ella, tan hinchada que no se atrevía a hacer frente a la sociedad, y allí estaba él, con los demás, sin molestarse siquiera en informarle que seguía con vida.
Volvió a cerrar los ojos, pero repentinamente los abrió mucho, mirando en dirección a la puerta: allí estaba él, con un pie apoyado en un baúl, el codo apoyado con aire de naturalidad en la rodilla, observándola. Sabía que ella había despertado, pero no se había molestado en anunciar su presencia. Al principio ella le devolvió la mirada, horrorizada ante el modo en que la escudriñaba con ojos de un verde oscuro y cautelosos. Tenía los hombros tan anchos que parecían luchar por salir del sayo azul, y su viril atractivo imponía a su alrededor. El cabello cobrizo le caía por la frente, y tenía un aspecto joven y al mismo tiempo severo.
Y allí yacía ella, después de todos esos meses, sin rastro de dignidad. Con el cabello suelto y enmarañado, un holgado y feo camisón de lana, y los pies todavía desnudos, se sentía deforme y en terrible desventaja. Se incorporó con brusquedad y retrocedió ayudándose con las manos hasta recostar la espalda contra la columna de la cama.
Por paradójico que resultara, en ese momento ella comprendió lo mucho que le importaba, lo dolorosa y profundamente que lo amaba. Equivocadamente y faltando al honor, era cierto. Y le dolía tanto porque jamás se había sentido tan perdida y sola, ni había sido tan consciente de que su amor no era correspondido. Edward ni siquiera se había molestado en acudir a verla porque sin duda había encontrado otros intereses, otras mujeres.
—Habéis vuelto...
¡Oh, jamás habría creído que podía emplear un tono tan frío y amargo! Vio que se ponía rígido y pensó: «Dios mío, hablo como una arpía... y no puedo evitarlo.»
Él no respondió y se acercó a la cama, y ella no supo qué era más intenso: las ganas de echarse a llorar y rogarle que la tomara en sus brazos, o el impulso de abofetearlo.
No hizo ni lo uno ni lo otro. Edward se sentó en la cama y ella respiró hondo y se refugió en sí misma, manteniendo los ojos abiertos. Temblaba en su fuero interno, consciente de la fresca y masculina fragancia que él despedía, de las facciones de su rostro, de las manos fuertes y masculinas que tantas veces la habían tomado.
—¿Os encontráis bien? —preguntó él.
—¡No, me encuentro fatal! Quiero salir de aquí y... ¡Eh! ¿Qué hacéis?
Él había introducido la mano bajo el dobladillo del camisón de lana azul y le deslizaba las manos por las pantorrillas y los muslos, hasta llegar al duro montículo del vientre. Ultrajada, ella trató de detenerlo, pero a esas alturas ya debería haber aprendido que nadie podía detener a Edward cuando estaba decidido a algo.
Sin aliento, apretó los dientes para contener las lágrimas y lo miró echando fuego por los ojos. Pero él no advirtió su expresión; miraba el vientre desnudo y lo acariciaba.
—¡Basta! —volvió a gritar ella, temblando.
Él finalmente la miró.
—El niño es mío.
—¡Pero el cuerpo es mío!
Él sonrió y a ella se le encogió el corazón, y volvió a preguntarse con quién había sonreído y reído antes, y a quién durante todos esos meses había hechizado, seducido, tocado, besado y amado.
—He notado una patada.
—¡Él tampoco os quiere aquí!
—Pero estoy aquí.
—Creo que es un poco tarde para preocuparos.
Él apartó finalmente la mano, se volvió y se levantó de la cama.
—No sabía si era a mí a quien esperabais.
—Fuisteis vos quien ordenó mi presencia aquí.
—Pero no el hombre del que os despedisteis apasionadamente en la capilla.
Dios mío, se había olvidado por completo de Jacob.
—¿No habéis tenido otras visitas? —preguntó burlón.
—Si así fuera, milord, lo sabríais. No habrían podido ir más allá de vuestros guardias.
—Los del rey, milady.
—Lo mismo da.
—Era tranquilizador saber dónde dormíais.
—¿Por qué teníais que saberlo vos de mí y yo no de vos?
—¿Acaso os importa? —preguntó con tono indiferente, pero ella no fue capaz de responder. Edward seguía dándole la espalda. Finalmente él se volvió con una expresión tan autoritaria que ella sintió deseos de esconderse. ¿Por qué la atormentaba? Si no le importaba, debería dejarla tranquila.
Trató de bajarse el camisón, pero él se echó a reír y, sujetándole las manos, volvió a poner las suyas sobre su vientre desnudo. Y sus caricias fueron suaves y delicadas. Ella cerró los ojos, pensando en lo deforme que estaba, lo vulnerable que se había vuelto por culpa de él, y en lo grotesca que debía de encontrarla. Deseó desesperadamente cubrirse o ser de nuevo delgada.
—Ha vuelto a moverse. Os equivocáis, le gusto y le gusta que le toquen.
Edward tenía la cabeza inclinada, pero seguía sonriendo. Y ella se estremeció, al ver que la miraba con tierna fascinación. No trataba de humillarla, simplemente exigía a su manera lo que creía le pertenecía.
—Da fuertes patadas...
Había cierto dolor en la voz de Edward, y una repentina congoja en sus facciones, y a ella se le encogió el corazón. Ardía en deseos de acariciarle el rostro y aliviar aquel dolor que no atinaba a comprender. En ese momento llamaron a la puerta. Edward le bajó el camisón y se lo alisó sobre el vientre, luego cogió las mantas y la tapó en un gesto protector.
—¿Quién es? —respondió.
—¡Lord Cullen! El rey quiere que acudáis a sus aposentos privados enseguida, excelencia.
Edward se puso de pie y le dedicó a Bella una exagerada y burlona reverencia. Ella lo miró furiosa, pálida, con los ojos brillantes.
—Si me disculpáis...
Ella no respondió.
Edward abandonó la habitación y luego siguió al paje vestido con librea por los sinuosos corredores que conducían a los aposentos privados del rey.
«¿Qué ocurría ahora? —se preguntó Edward—. ¡No pienso volver a partir! No sé estar con ella, pero tampoco sé estar sin ella. Debo recuperar algo de lo que he perdido.»
Enrique lo esperaba tras su escritorio, tamborileando con los dedos. Edward torció la mandíbula y apretó los dientes. «¡No me pidáis que vuelva a partir, os lo ruego, majestad.»
Hizo una reverencia, inclinando cansinamente la cabeza.
—Majestad.
—Edward, sabéis que estoy agradecido por vuestra lealtad y entrega.
—Sí —respondió él con cautela.
Enrique se puso de pie.
—Quiero que os caséis con Isabella Swan.
—¿Casarme? —Edward lo miró sin comprender.
—Así es. Como os dije en otra ocasión, no es más que un contrato. Casaos. Tomadla por esposa.
Edward negó con la cabeza.
—No puedo...
—Podéis. Os he dado todas sus propiedades. Añadiré las de los Treveryll y os convertiréis en uno de los hombres más poderosos del reino.
—No deseo más riquezas.
—Lo haréis porque yo os lo pido.
—¿Por qué me lo pedís? —preguntó Edward en un susurro. No podía casarse.
—¡Es un contrato, Edward! Una forma de consolidar los lazos y lealtades familiares. Va a tener un hijo vuestro. Proviene de una familia de obstinados yorkistas. La rosa blanca y la roja.
Edward lo miró fijamente. Un contrato, sólo era un contrato. No; el matrimonio era amor y... No se atrevió a seguir pensando. Miró a Enrique coger una pluma y empezar a escribir. Después levantó la vista y dijo:
—Edward, os lo ordeno como rey. Si no lo hacéis para complacerme, me veré obligado a quitaros Edenby... y a Bella, y dárselos a otros.
—¡Está embarazada! ¡De mi hijo!
—Oh, más de uno estaría dispuesto a reconocer vuestro hijo bastardo a cambio de Edenby y una belleza como ella.
—Maldita sea —replicó Edward, pero al punto recordó que hablaba con el rey. Bueno, que lo colgaran si otro tomaba Edenby o a Bella—. Hay una dificultad, Enrique. La dama se negará a casarse conmigo.
Enrique lo miró.
—¿De veras?
—Rotundamente.
El rey se encogió de hombros y volvió a enfrascarse en su trabajo.
—Ya se os ocurrirá algo, Edward. Oh, creo que la boda debería celebrarse antes de que nazca el niño. Será el heredero, así que supongo que querréis que sea legítimo.
Edward siguió mirándolo con perplejidad.
—Eso es todo —dijo Enrique.
Edward se volvió y salió, y las puertas se cerraron detrás de él. Permaneció largo rato en el pasillo, incapaz de dar crédito a las palabras de Enrique. Pensó en Tanya. Estaba muerta y nada podía cambiarlo.
Bella no querría casarse con él, pero tendría que hacerlo, y entonces el niño sería legítimo y ella indiscutiblemente suya. Para siempre. Y si Jacob la tocaba siquiera, él tendría todo el derecho del mundo a desafiarlo.
De pronto se sintió más animado. Sonrió y empezó a silbar mientras recorría el pasillo. Bella entraría en razones.

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