miércoles, 23 de marzo de 2011

El matrimonio es totalmente legal


Capítulo 22 “El matrimonio es totalmente legal”

Edward pasó los días siguientes en compañía del rey y sus consejeros. Además de los asuntos extranjeros, acerca de los cuales deseaban oír las opiniones de Edward, Enrique también había decidido otorgar una carta municipal a Edenby para que se convirtiera en una ciudad y dejara de ser una simple población amurallada. A Edward le gustó la idea; pensó que traería prosperidad, educación y bienestar tanto a los artesanos como a los campesinos. Sabía que a Enrique le interesaba tener otra ciudad desde donde poder enviar ciertos productos de Inglaterra al extranjero, con la garantía de que recibiría todos los impuestos reales.
Bella seguía negándose a aparecer en público. Sin embargo, él disfrutaba del tiempo que pasaban juntos y de las observaciones mordaces de su lengua viperina. Ella se proponía salirse con la suya, pero él estaba decidido a ser el vencedor en esa batalla y disfrutar del combate. No confiaba en ella, pero la amaba y la había echado terriblemente de menos, y se contentaba con yacer a su lado y acariciarla por las noches, riendo con ganas cada vez que sentía los movimientos del bebé dentro de su vientre.
Ella también contaba con sus defensas, Edward lo sabía. No volvió a mencionar el matrimonio; se limitó a tomar las medidas necesarias. Ella se preocupaba en recordarle de vez en cuando que no pensaba casarse con él, que podía obligarla a ser su concubina pero no su esposa. Él se limitaba a fruncir el entrecejo, preguntándose dónde había oído tales cuentos.
No había vuelto a sentirse atraído por otra mujer desde que la había conocido. Mucho antes de ser capaz de admitir que estaba enamorándose, había comprendido que ella era toda belleza y magia, que cualquier cosa palidecía a su lado. No había mirado a ninguna mujer en toda la campaña.
Edward tenía que hacer un último viaje. Una mañana de mediados de abril se levantó, la besó mientras dormía con un aspecto curiosamente infantil, con su cabellera castaña y el vientre prominente. Retrocedió con tristeza y dolor para decirle que estaría ausente una semana, y creyó atisbar una sombra de tristeza en los ojos de Bella. Pero desapareció tan deprisa que se resignó al hecho de que ella lo detestaba; el pasado seguía vivo en su corazón.
—No me echéis demasiado de menos —dijo Edward, y cuando ella le volvió la espalda él no pudo resistir la tentación de darle una buena palmada en el trasero.
—¡Oh! —exclamó ella, sintiéndose humillada.
Como un gato callejero satisfecho, él se limitó a sonreír.
—No temáis... Volveré a tiempo para nuestra boda.
Entonces la dejó, sin dar ninguna explicación porque no podía explicar nada. No había vuelto a su hogar de Bedford Heath en casi tres años y sabía que debía regresar.
Jasper y Emmett McCarty lo acompañaron. Era casi exactamente como aquel día tantos meses atrás, cuando habían regresado a casa para encontrar aquella carnicería y devastación.
Pero el día transcurrió sin novedad y la noche cayó dulcemente. Edward advirtió que preparaban los campos para la siembra de primavera, que las casitas de campo con techo de paja volvían a estar en pie, embelleciendo el paisaje. Los hombres trabajaban las tierras y la esposa de un campesino corrió a su encuentro para saludarlo y decir que lo habían echado de menos.
Aquella noche comió en el salón de banquetes con Jasper y Emmett, y todos los criados entraron para saludarlo amablemente, seguidos de la guardia, el clérigo y los seglares, los arrendatarios, artesanos y soldados. Con el administrador, el capitán de la guardia, Jasper y Emmett atendió los asuntos urgentes y ante la chimenea de su hermosa casa feudal bebió buen vino.
Jasper y Emmett no querían dejarlo a solas, pero él los mandó acostar. Y toda la noche imaginó ver a Tanya pasearse por el comedor y la galería; cosiendo sentada ante el hogar, dejando que sus dedos se deslizaran por el arpa, descubriendo las cartas sobre la mesa y sonriendo de alegría cuando ganaba la partida. La oyó susurrar y sintió sus caricias.
Entró con pasos vacilantes en el cuarto de los niños y en su dormitorio. Yació donde había yacido en otro tiempo con ella, riendo y jugando juntos. No durmió, sino que pasó la noche entera mirando en la oscuridad, recordando.
Al día siguiente se celebró un funeral en la capilla y se ofició una misa por las almas perdidas. Edward echó un vistazo a las bellas efigies de sus seres amados que habían esculpido en su ausencia y comprendió cómo se había sentido Bella el día de Navidad.
Los artistas habían captado algo de Tanya. Tenía los ojos cerrados, pero parecía como si pudiera abrirlos en cualquier momento; los labios estaban esculpidos en una hermosa semisonrisa, como si guardaran algún secreto. Edward creía que descansaba en alguna parte del cielo, y tal vez sonreía tan dulcemente esculpida en piedra porque, a diferencia de él, estaba más allá del dolor terrenal.
No le faltaron asuntos que atender los siguientes días. Bedford Heath había prosperado porque Emmett se había ocupado de ello, pero éste había acompañado a Edward en su último viaje a Irlanda, así que había cuentas de meses enteros que poner al día y numerosas decisiones que tomar. Edward pensaba que jamás volvería, pues no deseaba vivir allí. Pero aquellas tierras eran suyas; el título le pertenecía, así como la riqueza, el feudo y los impuestos. Iba a casarse con Bella y dejaría un heredero, y tal vez un hijo o un nieto volvería y descubriría la felicidad allí.
El capellán le advirtió que se creía que la casa estaba encantada; Edward desdeñó la información. ¡Ojalá lo estuviera! Ojalá su padre le aconsejara en susurros, su hermano fanfarroneara y riera, Tanya pudiera tenderle la mano...
No era la casa la que estaba encantada, sino él.
Al regresar, se había liberado de parte de aquel sentimiento que le atenazaba el corazón. Ahora se alegraba de la orden de Enrique. Se casaría de nuevo y volvería a empezar. Allí había descubierto, al observar el delicado rostro esculpido de Tanya, que era justo amar de nuevo. No era un estúpido; sabía que podía echar a perder su vida. Pero Bella iba a convertirse en su esposa y él la domaría, y aguantaría hasta que ella se atreviera a demostrarle ternura.
La noche que regresó a la corte, llegó más tarde de lo que había previsto. Vio brevemente al rey y luego corrió a la alcoba donde Bella lo esperaba, el corazón latiéndole con fuerza. «Eres un hombre implacable —se recordó—. Y vencerás.»
Jasper y Alice se reunieron en el vestíbulo. Alice estaba hermosamente sonrojada y Edward sonrió para sí al ver que saludaba a su marido con encendida pasión. Ella sorprendió su mirada y volvió a ruborizarse, y el rió.
—¡Edward, estoy segura de que ella ni lo sospecha! —susurró ella—. Pero está muy enfadada con vos. Le dije que os habíais marchado, ya que vos no... —Le lanzó una mirada de reproche—. Pero Edward, casi ha llegado la hora y ella está muy turbada, y...
—¡Más fiera que nunca! —concluyó Edward—. Y no es preciso que susurréis. ¿Se ha vestido? ¿Está lista?
Alice asintió.
—Le he dicho que vamos a ir a la ciudad, que no verá a ninguno de sus conocidos. Que el local es uno de los favoritos del rey y que él os ha pedido que cenéis allí.
—Está bien —murmuró Edward—. Vamos a buscarla.
—Tal vez deberíais ir solo —repuso ella.
—¡Alice! —la reprendió Jasper—. ¿Podéis dejar de comportaros como una gansa aterrorizada? Sospechará algo.
—¿Me pedís que vaya a buscar a esa fiera yo solo? —bromeó Edward.
—Oh, no debería participar en todo esto —protestó Alice.
—¿Acaso no queréis que vuestra sobrina sea respetable y su hijo legítimo? —rió Edward.
—¡Oh, está bien! ¡Vamos! —respondió Alice.
Así pues, fueron todos a buscar a Bella.
—Vosotros dos flirtearéis y actuaréis como amantes que llevan mucho tiempo separados.
—Yo sólo fingiré estar borracho —ofreció Jasper.
Edward abrió la puerta de sus aposentos. Sonrió al verla apartar la cabeza rápidamente de sus ocupaciones. Estaba vestida y tan hermosa que le invadió una inmensa ternura. Se había recogido el cabello en elegantes trenzas, sujetas en lo alto de la cabeza mediante la diadema de oro y piedras preciosas que le había regalado él. Se había dejado sueltos algunos mechones castaños, que se le enroscaban por la nuca. Llevaba un vestido ceñido bajo los senos y el vuelo de la falda con ribetes de piel disimulaba en parte el avanzado estado del embarazo. Se puso de pie y sus sentimientos encontrados se reflejaron en sus ojos. Agitó ligeramente una mano, y Edward quiso creer que titubeaba antes de acercarse a él, que lo había echado de menos...
—Buenas noches, Bella.
—¿Sois vos, milord?
—¡Oh, muéstrate agradable! —exclamó Alice en el umbral, con los brazos alegremente en torno a su marido.
—¡Hola, Bella!
Jasper se acercó a ella, le besó las manos, alabó su aspecto y allanó el camino. Edward se adelanto y, cogiéndola del brazo, dijo que debían partir.
—¿Vamos a ir en carruaje? —preguntó Bella rígidamente a su lado.
—No, no quiero que vayáis dando botes. Además, está muy cerca.
Cruzaron el salón. El conde de Nottingham vio a Edward pasar por la larga galería. Este lo saludó con la mano y siguieron avanzando. Salieron del palacio, pasaron delante de los guardias nocturnos y cruzaron las grandes puertas. Bella llevaba la cabeza gacha y el rostro encendido.
—¿Os encontráis bien? —preguntó él.
—Sí, estoy bien.
—¡Parecéis avergonzada por vuestro estado!
Ella se enfureció.
—¡Sí, lo estoy!
—No tenéis por qué estarlo.
—No pienso casarme con vos, Edward.
—Enrique podría casaros con un viejo lord, obeso y desagradable —advirtió él.
—¡Os estaría bien empleado!
—Ah, pero sufriríais por las noches.
Emmett se acercó a ellos y Bella volvió a ruborizarse, porque sin duda había oído la conversación.
—Y podría tener el aliento fétido y eructar en la cama —terció Emmett.
—¿No habéis encontrado alguna dama para seducir, Emmett?
—No, porque, siendo Edward mi señor, dispongo por desgracia de muy poco tiempo.
—Cuando nazca el niño tendréis todo el tiempo del mundo —replicó Edward—, porque volveréis a ocuparos de Bedford Heath. Tan pronto como Bella pueda viajar, volveremos a Edenby.
—No habléis en plural —protestó ella con suavidad—. Perteneceré a ese obeso lord.
—¡Menudo destino! —exclamó Alice con un escalofrío, y todos rieron y siguieron andando.
Bella levantó la mirada hacia Edward y, a pesar de que le temblaba la mano que éste sostenía y experimentó un estremecimiento de deseo, se obligó a recordar la guerra, la invasión... y el hecho de que él seguía aprovechándose de ella.
—No me casaré con vos. Y no lograréis que cambie de parecer con una elegante cena o una velada especial. Jamás os daré esa satisfacción, lo juro.
Él se limitó a sonreír. Poco después llegaron a un bonito edificio de piedra. Un criado con librea salió a recibirlos, pero Bella no reconoció los colores de la librea ni el emblema del hombro...
—¿Quién es el dueño de este lugar? —preguntó.
—Un amigo del rey —respondió Edward evasivo, y fueron conducidos por un pasillo hasta un comedor privado.
Bella se detuvo ante la mesa y apoyó una mano en una de las enormes sillas hermosamente talladas. Miró alrededor. De los altos techos colgaban banderas y las paredes se hallaban revestidas de paneles y decoradas con blasones.
Edward se acercó a ella y, cogiéndole cortésmente la mano, separó la silla de la mesa.
—Sentaos, amor mío.
—No soy vuestro amor —replicó ella en voz baja— y confieso que me da miedo sentarme.
—Oh, pero debéis hacerlo. Y no temáis, yo me sentaré al otro extremo de la mesa.
Ella tomó asiento. Alice siguió su ejemplo, y a continuación los caballeros. Al instante desfiló un séquito de criados, todos con la misma hermosa librea verde y negra. Sirvieron vino y les ofrecieron diversos platos, desde anguilas hasta ternera, pasando por pescado, pollo y frutas exóticas. La cena se prolongó y si la comida era abundante, la bebida lo era aún más, Edward, que observaba con atención a Bella desde el otro extremo de la mesa, se alegró al ver que estaba nerviosa y cogía con frecuencia la copa.
Alice charlaba sin cesar y Emmett y Jasper no paraban de reír. Sólo Bella y Edward guardaban silencio.
Y entonces llegó la hora de la representación. Edward hizo una señal con la cabeza a Jasper y luego rodeó la mesa hacia Bella, quien comentaba que aquel lugar parecía más una residencia privada que un local público. Edward hizo una mueca a Jasper por encima de la cabeza de Bella y a continuación la condujo por el pasillo, pero no hacia la puerta por la que habían entrado.
—Edward, ¿nos ha invitado el rey? —preguntó ella—. ¡No habéis pagado la comida! ¡No he visto a otros comensales... y estás yendo por otro camino! ¡No hemos entrado por esta puerta!
En efecto, era la puerta de la capilla privada del obispo de Southgate. Edward la abrió y la apremió a entrar, y, a pesar del vino que había bebido, Bella lo comprendió todo en el acto. El obispo en persona los esperaba en el altar con un joven monaguillo a cada lado.
—¡No! —exclamó Bella—. No, Edward, no pienso hacerlo. ¡Alice, no lo haré! ¡No será legal! ¡No podéis hacerlo, no podéis! —exclamó, tratando de soltarse.
—¡Maldita sea, Alice, no ha bebido bastante! —gruñó Edward.
—¿Qué queríais que hiciera? —protestó Alice—.¿Que la forzara a beber?
—¡Vamos! —ordenó él a Bella.
Ella era sencillamente incapaz de perder una batalla. Vociferando improperios y despotricando, trató de golpearlo con pies y puños.
—Atada y amordazada, o por vuestro propio pie, os casaréis conmigo, Bella.
—¡Santo cielo! —exclamó el obispo acercándose. Era un hombre de cabello cano, mirada bondadosa y expresión severa—. Joven, estáis esperando el hijo de este hombre. El rey desea que os caséis. Sed razonable...
Bella no escuchaba. Le soltó un puñetazo a Edward pero calculó mal y le dio al obispo en la barbilla. Edward le sujetó el puño y se disculpó ante el obispo elevando la voz para hacerse oír en medio de las protestas, cada vez más llorosas, de Bella.
—Os esperaré en el altar —dijo el obispo.
—Bella, por favor... —rogó Alice.
—¡Malnacido! —gritó Bella mientras él le sujetaba los brazos a la espalda, la cogía y echaba a andar hacia el altar—. ¡Canalla!
Él le tapó la boca con la mano. Emmett, Jasper y Alice los seguían con nerviosismo. Edward se detuvo ante el altar con Bella en los brazos, una mano sobre su boca. Tenía la camisa desgarrada, el cabello le caía sobre los ojos y jadeaba, pero sonrió al obispo.
—Proceda, padre. Estamos preparados.
Y empezó la ceremonia. El obispo leyó a toda prisa. Pidió a Edward que pronunciara los votos y él lo hizo con solemnidad.
Bella esperaba su oportunidad. Temblorosa y con lágrimas en los ojos, esperó. Edward tendría que levantar la mano de su boca para permitirle hablar.
—Isabella Swan... —Y pasó a nombrar su linaje, devolviéndole los títulos—. ¿Tomáis...?
¡Jamás!
—¿... a este hombre por esposo, para amarlo y respetarlo?
Era el momento de responder. Edward apartó la mano de su boca y ella inhaló aire para gritar su rotunda respuesta.
—¡No!
Entonces él le cubrió la boca con la suya, como el día que había intentado pedir la ayuda a las monjas, presionándole los labios y quitándole el aliento. Ella forcejeó, se retorció y lo golpeó, pero Edward se limitó a animar al obispo a que continuara. Éste se aclaró la voz e hizo lo que le pedían.
Bella apenas si podía oír las palabras. Ante sus ojos aparecieron estrellas, luego la oscuridad... hasta que dejó de oír del todo y las fuerzas la abandonaron.
Finalmente él despegó su boca de la suya. Ella luchó por respirar y se encontró recibiendo la sagrada forma. La ceremonia de la boda finalizaría al término de la misa.
—¡No! —exclamó, pero la mano de Edward volvió a cubrirle la boca.
Y entonces, mientras forcejeaba para liberarse, Edward la dejó con brusquedad en el suelo. Ella se tambaleó y él la cogió por un instante para que recuperara el equilibrio y el aliento.
De pronto recibió un brusco tirón y se vio arrastrada por la nave hasta un despacho. Y Edward procedió a firmar papeles que otros ya habían firmado como testigos.
—¡No pienso firmar! —gritó ella.
Pero unos dedos implacables le rodearon los suyos y se vio obligada a firmar, sin dejar de repetir que aquello no era legal.
Finalmente se soltó de Edward, quien se limitó a mirarla fijamente. El obispo se acercó a ellos, visiblemente enfadado.
—Milady, es del todo legal. Os he oído pronunciar los votos, al igual que todos los demás testigos. Os lo aseguro, querida, estáis legalmente casada.
—¡Oh! —exclamó ella con lágrimas en los ojos. Tenía los labios enrojecidos y sentía el poderoso brazo de Edward en el suyo como si todavía la sujetara—. ¡Oh, os odio, y también a Alice, a Jasper y a Emmett! No teníais ningún derecho...
Se interrumpió de pronto, sintiendo algo como el roce de un cuchillo en el vientre.
—Oh... —susurró, y sofocó un grito, perpleja al sentir cómo de su interior brotaba una cascada de agua.
Y entonces se dio cuenta de que se trataba del niño. Todo el mundo la miraba fijamente y ella los veía a través de una neblina...
—¡Edward!
Iba a desplomarse, lo sabía. Y necesitaba su ayuda. Él se acercó y la cogió justo antes de que la habitación empezara a dar vueltas y la envolviera la oscuridad.
—Querida, el matrimonio es totalmente legal... —oyó vagamente decir al obispo—, y al parecer se ha celebrado en el momento oportuno.

2 comentarios:

  1. Mugroso Edward sigue saliendose con la suya por mas q Bella se resiste pero esto que le hizo si es el colmo. Ojala q aunque nasca el bebe no le ponga las cosas faciles a Edward para q se le quite...

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  2. esta HSTORIA ES DE MIS FAVORITAS,GRACIAS POR ESTE MARVILLOSO BLOG

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