lunes, 28 de marzo de 2011

Complot y peligro


Capítulo 21 "Complot y peligro"
Bella contuvo la respiración miró con los ojos muy abiertos al viejo doctor de la familia real que le palpaba discretamente su tenso y casi imperceptiblemente transformado abdomen. Poco después, retiró las manos y volvió a cubrirla con la sábana.
—Sí, es lo que usted sospechaba, alteza —dijo en tono alegre, volviéndose hacia ella—. Dios ha bendecido a Ascensión y a su matrimonio. Está embarazada.
De repente recordó que debía respirar, pero sintió que el corazón iba a salírsele del pecho y la cara se le puso del color de la cera.
— ¿Qué voy a hacer ahora?
El anciano se rió al ver su temor.
—En primer lugar, deje de imaginar cosas horribles. Muchas mujeres que han sido pacientes mías durante años me han confesado que el dolor del parto se olvida en el momento en el que una coge a su hijo en brazos.
No pudo evitar sonreír.
—Es muy fácil decirlo, cuando se es hombre.
—Todo saldrá bien. Todavía faltan algunos meses hasta que tenga que restringir sus actividades habituales. Sólo le pido que utilice la cabeza, que coma bien y que se tome todo el descanso que necesite. Pero no tenga miedo, hija mía. ¿De verdad cree que ese magnífico marido que usted tiene va a dejar que le ocurra algo?
El viejo doctor sabía cómo tratar a una paciente difícil, pensó, dejando escapar una sonrisa de su rostro. Le dedicó un guiño de abuelo y la dejó al cuidado de las sirvientas.
Lentamente, se puso las manos sobre el abdomen, abrazándose mientras pensaba en todo lo que le ocurría, y en lo difícil que le resultaba creerlo. No podía creer que la imposible y bruta muchacha que había sido, fuera ahora a convertirse en madre. Sus pensamientos volvieron a unas cuantas semanas atrás, el día en el que por fin había llovido, poniendo fin a la sequía y trayendo la esperanza a Ascensión. Aunque Edward y ella se habían comportado más como unos escandalosos amantes que como los representantes visibles de la familia real que se suponía que eran, de alguna forma sabía que a pesar de las muchas veces que habían hecho el amor, había sido aquel día cuando se había producido la concepción. Fue al término de su viaje, al llegar a palacio, cuando sus náuseas mañaneras habían comenzado. Sólo le había dicho a su marido que estaba algo mareada y que necesitaba descansar un rato.
Su primer pensamiento al vestirse fue sacarle de su reunión y comunicarle la noticia cuanto antes. Sabía que Edward iba a ponerse eufórico, pero decidió esperar a que la reunión terminara para decírselo. Necesitaba un poco de tiempo para tranquilizarse ella misma y poner en orden sus sentimientos. Estaba feliz de que su amor hubiese dado fruto, pero aún seguía temiendo la experiencia traumática de los ocho meses que le esperaban y temblaba al pensar que con la llegada del bebé, su vida podía cambiar irrevocablemente.
Se fue a dar un paseo por los jardines reales para ordenar sus pensamientos antes de hablar con él. Estaba inspeccionando algunas rosas de la esquina del jardín de las estatuas, cuando un mayordomo se acercó a ella con rapidez y le ofreció una carta doblada en una bandeja de plata.
—Alteza —dijo el hombre con una reverencia.
Sintiendo curiosidad, cogió la carta y despidió al hombre con un gesto. ¿Sería otra petición de ayuda para el Jinete En mascarado?, se preguntó. Ahora tenía una razón muy importante para declinar cualquier posibilidad de aventura. El doctor se había mostrado bastante permisivo con lo que debía o no debía hacer, pero ella no quería arriesgarse lo más mínimo a poner en peligro su salud o la de su hijo. Algunas veces le costaba creer lo temeraria que había sido, asaltando carruajes en mitad de la noche. Ahora tenía demasiadas cosas por las que vivir.
Desdobló el papel, y contuvo la respiración al leerlo.
— ¡Ah, incorregible! —respiró, releyendo las dos líneas.
No atendiendo al hecho de que podía ser colgado por volver a Ascensión, Jacob la esperaba en la villa de los Swan y pedía hablar con ella inmediatamente.

Las audiencias de esa mañana terminaron antes de lo previsto. Como contaba con tres horas libres, Edward corrió a buscar a Bella, mientras silbaba una de sus canciones favoritas, La ddarem la mano. Miró en los sitios donde sabía que podía encontrarla a esa hora, pero al no verla por ningún lado, mandó llamar a una de sus sirvientas para que le dijera dónde podía encontrarla.
—Pero mi señora ha salido, alteza.
— ¿Ha salido? —dijo, frunciendo el cejo.
—Sí, señor. Salió hace veinte minutos.
— ¿Dónde ha ido? ¿Se llevó a los escoltas?
—Sí, señor. Ellos acompañaron a su alteza. Mencionó que tenía que salir de inmediato a ver a su abuelo.
— ¡Ay, no! —dijo Edward, con expresión preocupada—. Espero que el viejo coronel esté bien.
—Mi señora no dijo nada, alteza, pero si me permite decirlo, parecía preocupada.
—Quizás pueda alcanzarla —murmuró, dando media vuelta y caminando con determinación hacia los establos. Su abuelo era un anciano frágil que podía en cualquier momento sufrir algún percance. Si le había ocurrido algo grave, Edward quería estar al lado de Bella.
Al momento estaba ya montado en su caballo blanco, galopando por el Camino Real junto a los seis hombres que día y noche le escoltaban, y más teniendo en cuenta que James no había sido aún capturado.
El camino hasta la propiedad de los Swan no era largo, y él lo conocía con los ojos cerrados. La casa se encontraba rodeada de andamios debido a la restauración que Edward había ordenado llevar a cabo. Cuadrillas de picapedreros y techadores trabajaban ruidosamente. Sus carromatos, cargados de material, estaban aparcados por todo lo largo del camino de entrada. Vio con alivio que los guardias que escoltaban a Bella esperaban fuera de la casa.
— ¿Qué ocurre? —preguntó al jefe de sus hombres mientras detenía con firmeza a su caballo.
—Su alteza quería visitar a su excelencia, señor —replicó el hombre, deslumbrado por el sol al mirar a Edward para saludarle.
— ¿Su excelencia está bien?
—Sí, alteza, por lo que yo sé.
Edward bajó de la silla y caminó hasta la puerta delantera. Una vez dentro miró a su alrededor, sin ver a nadie. Recordando el raído salón donde se había sentado con el viejo hombre aquella primera noche, se adentró por el pasillo hasta él.
— ¡Bella! —empezó a llamar, pero al abrir la puerta de la habitación, descubrió a su mujer en los brazos de otro hombre.
Sin dar crédito a lo que veía, Edward se detuvo en la entrada mirándoles.
Los tres se habían quedado petrificados, como figuras de cera. El reloj de la chimenea resonó con un campanazo en medio del silencio. Después, fue como si los pulmones de Edward se hubiesen comprimido.
Bella se alejó de Jacob y dio un paso hacia Edward.
—Mi amor...
El levantó una mano para que le dejara en paz, con una sola sílaba en sus labios.
—No.
Bella palideció, era como si hubiese visto la cara de un extraño.
—Edward...
La primera palabra que le vino a la mente fue la de «traición».
El primer pensamiento que tuvo sentido fue el de que ella lo tenía todo planeado desde el principio.
Y tuvo frío.
Dio una paso atrás, salió al pasillo, y cerró la puerta tras de sí. Encogido, dio media vuelta y se alejó de allí, con Bella corriendo tras él. Erguido y tenso, aunque a punto de tambalearse, hizo oídos sordos a las súplicas de su mujer y caminó con determinación hacia sus hombres.
Ni una vez miró atrás.
—No te vayas. No me hagas esto, Edward. Puedo explicártelo...
—Hay un fugitivo en esta casa —dijo tranquilamente a los guardias—. Arrestadle.
— ¡Edward! —gritó, cogiéndole del brazo—. ¡No es lo que piensas! ¡Te quiero! ¡Mírame!
Él se deshizo de ella, la rabia haciéndole un nudo en la garganta, y se alejó caminando. Quería preguntarle por qué, pero no pudo. Le temblaban las manos, sus movimientos eran inseguros al coger las riendas y montar en el semental blanco.
Apenas podía ver, mucho menos pensar, porque la ira le nublaba los ojos.
— ¡Edward! —gritó ella detrás de él. Pero él azuzó al caballo y se alejó cabalgando por el camino inundado de malas hierbas.
Podía sentir cómo los latidos de su corazón se le agolpaban en la garganta.
Al salir al camino principal, vio a tres jinetes galopando hacia él. Sólo se detuvo al ver que alzaban sus manos para decirle algo. Eran tres mensajeros reales.
— ¡Alteza! El vizconde McCarty nos envía a buscarle, alteza.
— ¿Qué sucede? —gruñó. Al parecer, Emmett era la única alma de este mundo en quien podía confiar.
— ¡Le suplica que vaya ahora mismo al palacio del obispo! El príncipe Alec ha vuelto de España. El obispo ha traído al chico, ejerciendo su derecho como guardián legal del príncipe. Su excelencia dice —perdóneme, su alteza—, dice que no confía en usted y que no puede dejar al chico a su cuidado.
— ¿Cómo diablos es posible que mi hermano haya vuelto solo a Ascensión? —preguntó enfadado, instando a su caballo a que se moviera—. ¡Tiene diez años, por el amor de Dios! Mis padres no le hubiesen dejado regresar solo.
Los mensajeros movieron sus caballos para seguirle el paso, flanqueándole.
—Al parecer el príncipe Alec discutía mucho con los otros niños de España y decidieron que era suficiente. Le enviaron de regreso en el barco. El capitán ha dicho que ha sido toda una aventura para él.
—Será granuja... Apuesto a que sí —murmuró Edward—. Iré ahora mismo.
—Sí, señor. El obispo se negó a dejarle con el vizconde o con cualquier otro.
—Ese anciano es una cruz —murmuró.
Con James todavía suelto, sabía que el obispo no estaba preparado para proteger a Alec.
Con sólo su contingente de guardaespaldas cabalgando junto a él, Edward galopó de vuelta a Belfort, tratando de centrarse en cómo iba a poner a buen recaudo a su hermano. Sin embargo, su corazón seguía aún sangrando por la traición de Bella.
Apartó de su mente la horrible visión de ella en brazos de otro hombre y espoleó a su caballo para que fuera más rápido.
La multitud de la calle les retrasó, era día de mercado y todo el mundo tenía algo que vender a aquellos que tuviesen dinero para pagarlo, pensó Edward con amargura. El palacio del obispo estaba situado a pocos metros de la catedral. Los guardias reales gritaron a la gente para que se apartaran, mientras la comitiva se abría paso como podía entre las calurosas calles.
Edward sentía un dolor en el estómago cada vez que pensaba en Bella. Una y otra vez, seguía sintiendo el mismo bofetón en la cara que la propia visión le había provocado.
Había desterrado a Jacob Black. No importaba las excusas que ella pudiera darle, no iba a permitir que se saltase a la torera esto también, cómo no iba a obviar el hecho de que los había encontrado a los dos abrazados al entrar de improviso en la habitación. ¿Qué más podía haber pasado si él no hubiese llegado?
Por enésima vez, trató de apartar estos pensamientos y detuvo su caballo delante de la grande y ornamentada casa del obispo, a la que rodeaba un cuidado jardín.
El y sus hombres desmontaron. Edward superó de dos en dos los escalones del porche. Golpeó la puerta con los nudillos, y desconfió al ver que la puerta estaba abierta.
Advirtió a sus hombres con una mirada de extrañeza. Mientras empujaba la puerta con la mano, se llevó la otra a la cintura para desenvainar la espada.
Ningún sirviente vino a recibirle. Tampoco oyó risas de ningún niño.
Entró con cuidado en el reluciente recibidor de mármol. Miró a derecha e izquierda, y echó un vistazo a la pulida escalera en curva, sin ver a nadie. Siguió caminando.
— ¿Excelencia? —llamó. Hizo una señal a sus hombres para que entraran y registraran las habitaciones—. ¿Alec? ¡Soy yo, Edward! ¿Estás ahí?
— ¡Alteza! —Uno de los hombres gritó de repente en una habitación lejana—. ¡Aquí!
Edward siguió el grito. Atravesó las espléndidas habitaciones.
— ¡Aquí, señor! —dijo otro de sus hombres, indicándole la habitación a la izquierda del pasillo principal.
Cuando entró en el comedor, Edward vio a sus hombres congregados en el centro de la habitación.
— ¡Señor! ¡Se trata de su excelencia!
Edward se maldijo, con un escalofrío en la espalda. Apartándoles, se arrodilló junto al obispo que yacía en el suelo en medio de un charco de sangre.
— ¡No os quedéis ahí parados, id a buscar a Alec! —gritó—. ¡Tú! —ordenó a uno—. ¡Ve al palacio real a buscar refuerzos. Ahora mismo!
— ¡Sí, señor!
Edward le cerró los ojos al anciano e hizo una mueca al ver la raja que tenía en el pecho. Le había traspasado la ropa y Edward se manchó los dedos de sangre al tratar de buscarle el pulso en la garganta. Como no lo encontró, volvió a poner la cabeza del obispo suavemente en el suelo. Una mirada rápida le permitió ver que el obispo tenía cortes en las manos y en los antebrazos, lo que revelaba que había tratado de defenderse.
James había hecho esto. Edward lo sintió con todo su cuerpo. El duque había forzado la puerta, atacado al obispo y después se había llevado a Alec.
Bajó los ojos para mirar al obispo asesinado, y justo Edward se levantó en el momento en el que una voz profunda le hablaba con un acento que no le resultaba familiar.
—Alteza, no se mueva.
Levantó los ojos en regia ofensa para ver quién se atrevía a dirigirse a él con tanta confianza.
Se trataba de un grupo desconocido de hombres vestidos con los uniformes de la guardia real. Entraron cautelosamente en la habitación y le rodearon poco a poco, amenazándole todos con las armas en alto.
—Alteza, baje su arma.
— ¿Qué estás diciendo? ¿Qué significa todo esto? —preguntó—. Vuelvan a sus puestos. —Les miró, sin reconocer ninguna de sus caras.
Uno que parecía ser el jefe dio dos pasos hacia él, apuntándole con una pistola.
— ¿Qué diablos crees que estás haciendo? —preguntó Edward enfadado, pero sin bajar su espada.
—Exactamente lo que yo le he pedido que haga. —Esta vez la voz sí le resultó familiar. James irrumpió por la puerta de la habitación—. Las apariencias pueden resultar engañosas, ¿no crees?
Edward arremetió contra él.
— ¿Qué le has hecho a mi hermano?
— ¡Detente! —le rugió el hombre, mientras los demás cerraban el círculo sobre él.
James se cruzó de brazos y sonrió con desdén a Edward. Edward le maldijo y trató de llegar a él, pero las bestias uniformadas como falsos guardias reales le cerraron el paso. Él hizo balancear, la espada, gritando a sus hombres, que llegaron corriendo para unirse a la refriega. Sin embargo, les superaban ampliamente en número. Unos cuantos fueron reducidos. Luchaban con fiereza, y se precipitaron sobre él como perros sobre un toro herido, y cuando le hubieron desarmado y obligado a caer de rodillas, le pusieron los brazos a la espalda y le esposaron con cadenas.
James se acercó a él, recitando con voz calmada:
—En nombre del Rey y de la autoridad que la oficina del primer ministro me concede... príncipe Edward Cullen, queda arrestado por el asesinato del obispo Marcus Vasari y por otros crímenes de alta traición.
— ¿Dónde está mi hermano?
Pero James se limitó a sonreír, con sus ojos azules de hielo brillando de pura maldad. Hizo una breve señal a sus hombres, y éstos cogieron a Edward y le sacaron de allí pasando de largo ante su jefe. Le arrastraron a un carruaje que esperaba a la puerta, transportándole ante el consejo de sus enemigos.

Bella no pudo hacer nada para evitar que la guardia real apresara a Jacob, según las órdenes de Edward.
Antes de que le llevaran preso, Jacob entregó a Bella las evidencias del peligro que representaba James, pruebas por las que había arriesgado su vida.
Tenía que encontrar a Edward y explicárselo.
Mientras su carruaje marchaba rápidamente hacia la ciudad, ni siquiera se atrevía a pensar en las conclusiones que habría sacado su marido al entrar y verla abrazada a Jacob. No había querido quedarse para oírla, por tanto, ¿cómo iba a saber que la razón por la que Jacob la había abrazado era porque acababa de decirle que iba a ser madre? Jacob sólo estaba dándole la enhorabuena con un abrazo.
A juzgar por la fría reacción de Edward, comprendió que verles así había sido para él la gota que había colmado el vaso de todos sus temores. Se había sentido traicionado. Se sentía fatal por haberle hecho daño, aunque hubiese sido sin saberlo, y se sentía herida por la manera tan fría en la que la había tratado.
Su barrera defensiva era suficiente para hundirla casi en la desesperación. ¿Es que nunca iba a confiar en ella? ¿No sabía que estaba locamente enamorada de él? ¿Cuándo terminaría por creerla?
Había pasado casi media hora, tiempo suficiente para que él estuviese más calmado y razonable. Si nada más lo hacía, esperaba que al menos su gran noticia consiguiera ablandarle.
Finalmente, llegó al palacio real. Acababa de entrar y se estaba quitando los guantes cuando Emmett vino corriendo hacia ella.
— ¡Principessa!
— ¿Dónde vas con esa prisa?
Emmett dejó caer sus hombros. Su cara estaba pálida.
— ¿Qué ocurre?
—Quédese con sus guardias, alteza. James ha movido ficha.
— ¿Dónde está mi marido?
—Don Aro le ha seguido el juego a James. Los dos... ¡ay, Señora! Han arrestado a Edward por el asesinato del obispo Marcus y el príncipe Alec ha desaparecido... Ah, no tengo tiempo de explicárselo. ¡Tengo que irme!
— ¿Cómo? ¿El obispo está muerto? ¿Edward... arrestado? —Le miró horrorizada—. ¿Cómo es posible? ¡Él es el príncipe heredero!
— ¡Todo forma parte del maquiavélico plan de James y la vieja sabandija del primer ministro!
— ¡Voy contigo! ¡Vamos!
—No, alteza, usted debe quedarse aquí y mantenerse a salvo.
—Edward me necesita. Además, ¡tengo esto! —dijo, mostrándole los documentos.
— ¿Qué es eso?
—Te lo explicaré en el carruaje...
— ¡Dígamelo ahora o Edward me cortará la cabeza por meterla en esto!
—James no es el descendiente de la rama real de los Salvatore, Emmett —dijo rápidamente, bajando la voz—. Simplemente asumió esa identidad para explicar su parecido con el Rey. ¡Su verdadero padre es el rey Carlisle! Es el producto de una breve, brevísima, relación que el Rey tuvo con una baronesa florentina.
— ¡Ay, Dios mío! —dijo, con los ojos muy abiertos.
—Esta baronesa, la baronesa Raimondi, intentó hacer pasar a James como hijo de su marido, pero el barón nunca terminó de creérselo. James no se parecía en nada a él. Éste es el testimonio jurado de la antigua sirvienta de la baronesa Raimondi, llamada Nunzia, que fue también la que cuidó de James.
—Pero ¿el testimonio de una sirvienta, alteza? ¿Qué peso puede tener?
—Junto a esto, será más que suficiente para probar que James es un mentiroso. —Le mostró el segundo documento—. Éste es el certificado de nacimiento de James, registrado con el nombre de Raimondi. Si damos a don Aro razón para que al menos dude de James y le cuestione, podremos encontrar un entresijo para entrar en la demoníaca armadura que ha creado.
—Está bien, pero sigo creyendo que Edward me mandará azotar —murmuró, no queriendo perder más tiempo en tratar de convencerla.
Bella se detuvo sólo para susurrar algo al oído a una de las corpulentas sirvientas.
— ¡Ahora mismo, alteza! —dijo la sirvienta, pero Bella iba ya detrás de Emmett.
Durante el rápido trayecto que tardó el carruaje en llegar hasta el Rotunda, el edificio del Parlamento, Emmett le contó a Bella la llegada del príncipe Alec y su casi inmediata desaparición mientras estaba bajo la custodia del obispo. Se quedó pensativa al comprender que James tenía la misma inteligencia privilegiada, la fortaleza y el magnetismo de los Cullen, pero nada de su bondad.
Al llegar al Rotunda, el cochero tuvo que abrirse paso entre una multitud que se agolpaba en los aledaños del edificio después de conocer el escándalo del asesinato del obispo y la detención del príncipe. Todos estaban al corriente del antagonismo que había entre ellos.
Bajaron del coche y mientras los sirvientes y los soldados les rodeaban, Bella y Emmett subieron los escalones de la entrada a la carrera. El interior del edificio estaba casi tan abarrotado como la plaza de fuera, pero como princesa real, Bella pudo traspasar la multitud de hombres y Emmett la siguió de cerca.
Del Senado de estilo románico llegaba un griterío de voces enfadadas.
— ¡Esto es ridículo! ¿Cómo se atreve a esposar al príncipe heredero? —preguntaba el almirante naval, que siempre había sido partidario de Edward.
— ¡Fue cogido en el mismo escenario del crimen!
Bella llegó a la parte superior de las escaleras que conducían al lugar donde tenía lugar la discusión y se quedó horrorizada con lo que vio.
Bajo ella, el senado se había convertido en un violento espectáculo.
Don Aro presidía, de pie, desde la tribuna, y acusaba a Edward en un estado de extremada agitación. Los otros ministros del gabinete se alineaban en las mesas laterales, todos gritando, hablando a la vez y agitando las manos. Algunos se habían incluso levantado de las sillas. James estaba allí, de negro como siempre, paseándose arrogante de un lado a otro de la sala con un paso lento, los brazos cruzados y mirando de vez en cuando su hermanastro con una sonrisa de burla.
Edward, el príncipe heredero, el futuro rey de Ascensión, había sido obligado a permanecer de pie como un criminal común en el estrado tallado en madera adyacente a la tribuna.
Bella no podía creer lo que veía. Su amor, su príncipe... encadenado, como si estuvieran en Francia veinte años atrás, rojo de rabia, y no en la plácida y próspera Ascensión. Sus siempre impecables ropas estaban ahora rotas, su boca torcida en una mueca, sus ojos llenos de odio, y su pelo cobrizo caía despeinado y salvaje. Parecía un bárbaro, un Sansón capturado.
Bella cargó contra ellos, sin saber siquiera lo que estaba haciendo.
— ¡Todo el gabinete estuvo presente la noche en la que el rey Carlisle le advirtió de que si no se casaba con una de las cinco princesas seleccionadas, perdería el derecho al trono y sería su hermano, el príncipe Alec, el que sucedería en el trono a su padre! —gritaba don Aro en el momento en el que Bella entraba en escena—. Ahora que ha desobedecido a su padre en lo que respecta al matrimonio, ¿no es verdad, alteza, que quería evitar a toda costa que el Rey le desheredara haciendo desaparecer a su propio hermano? ¿Dónde ha escondido el cuerpo del niño? —rugió el hombre.
Como respuesta, Edward le miró con profundo desdén, sin decir una palabra, demasiado orgulloso, demasiado altivo y arrogante, pensó Bella, como para decir una palabra en su propia defensa. Su silencio denunciaba, más que cualquier otra cosa, el vergonzoso proceso que estaba teniendo lugar.
Al acercarse, Bella pensó que mostraría al menos un destello de alivio al verla, aunque hubiesen discutido sobre Jacob. Pero en vez de eso, la miró poniéndose pálido, al tiempo que James se volvía y se detenía con una sonrisa lenta y demoníaca al verla.
Emmett trató de detenerla al ver que pasaba al siniestro de James y caminaba directamente a la tribuna con una rabia que la hacía temblar. Demasiado furiosa como para decir nada, levantó el certificado de nacimiento que llevaba y el testimonio de la niñera para que don Aro lo viera.
El primer ministro se agarró a los bordes del atril de madera de la tribuna y levantó su nariz hacia ella con enérgica desaprobación.
—No se permiten mujeres en este edificio, alteza. —Levantó los ojos al senado—. ¡Quizás ahora que la era de la decadencia y el vicio ha terminado, deberíamos volver a las costumbres que nos hicieron grandes como país un día!
—Coja estos papeles y léalos, si es usted inteligente —le ordenó con los dientes apretados.
Algo en su mirada fiera y decidida le hizo dudar. Sin mucha convicción, cogió los papeles y abrió uno de ellos, y echó un vistazo a su contenido.
—Isabella.
Ella miró a Edward, que había pronunciado su nombre con tanta suavidad. Le oyó a pesar del estrépito. Se acercó al momento a él mientras, unos metros más allá, Emmett discutía vehementemente con los guardias para que le desencadenasen.
Cuando ella levantó los ojos y se encontró con los suyos, oscuros y verdes, vio en ellos ira, humillación y condena.
—Estás en peligro —dijo—. Quiero que salgas de este edificio y dejes Ascensión inmediatamente. Intenta ponerte en contacto con mi padre antes de que James lo haga. Cuéntale todo.
—No, no voy a dejarte aquí solo con ellos. ¡Te quiero! —Las lágrimas rodaron por sus ojos al acercarse a él y acariciarle la mejilla con la mano—. No te he traicionado, Edward, nunca lo haría...
Él presionó la mejilla contra la palma de su mano, entregándole toda la tormenta verde y dorada de sus ojos.
—Bella, si de verdad me amas, vete. Don Aro quiere mi sangre y James se la ha servido en una bandeja de plata. Nada podrá detenerles para que, después, vayan detrás de ti. Dile a Emmett que vuelva a la antigua ciudadela de los Salvatore. Creo que James ha llevado allí a Alec. Tengo el presentimiento de que mi hermano está vivo. Creo que James está reservando a Alec como su última carta. Dile a Emmett, que pase lo que pase, salve al chico.
—Ayudaré a Emmett a encontrarle...
— ¡No! No quiero que pongas los pies en ese lugar. Toda la fortaleza está sembrada de trampas mortales.
—Olvidas que estás hablando con el Jinete Enmascarado.
—Bella... ha ocurrido justo como mi padre dijo que ocurriría —susurró.
—No, no pierdas ahora las esperanzas, querido —le ordenó con suavidad—. Ahora tenemos muchas más razones para luchar por el futuro que nunca.
El la miró sin comprender.
Su mirada se inundó de lágrimas de amor, pero trató de guardar la compostura y no dejarse llevar por el llanto.
—Ahora, por el amor de Dios, deja a un lado ese estúpido orgullo tuyo y utiliza tus dotes de orador para defender tu causa.
—Bella, quieres decir que... —empezó.
— ¿Qué está cuchicheando la parejita? —interrumpió James, dirigiéndose a ellos con una expresión de burla en los ojos.
Ellos se miraron, ignorándole.
Los ojos de Bella le dijeron lo mucho que le quería. Sabía que James estaba intentando oír la conversación.
—No te he traicionado, y voy a probártelo —susurró, pero sus siguientes palabras iban dirigidas a James tanto como a él—. ¿Te acuerdas, Edward? Aquel día en el muelle, hace semanas, cuando me despedí de los hermanos Black... Le pedí a Jacob que investigase en el pasado de James por mí. La razón por la que Jacob vino a verme hoy fue para darme la prueba de que tu primo no es quien dice ser.
Los ojos de James se entornaron.
— ¿Qué prueba?
Había empezado la pelea, pensó mientras le miraba de frente.
—Lo descubrirá cuando llegue el momento, su gracia. Acabo de dársela a don Aro.
—Isabella —dijo Edward con toda la autoridad que fue posible—, sal de aquí. Ahora.
Al notar la urgencia de su voz, le miró sin saber muy bien a qué se refería.
«Busca a Alec», parecía decir Edward con su intensa mirada. Al leer la desesperación en sus ojos, no tuvo otra opción que obedecer. Se apartó de allí antes de perder la fuerza de dejarle en aquella situación, y cogió por la muñeca a Emmett y le sacó de allí con ella. Edward envió a su amigo una mirada de dureza, haciendo un gesto en dirección a la salida.
—Te lo explicaré cuando estemos fuera —murmuró al vizconde.
Emmett no discutió. Los dos salieron de allí corriendo, salvando los escalones del pasillo, sin que Bella volviera a acordarse del cuidado que necesitaba su condición. Todo lo que importaba era salvar a Edward de esta quema. Ella y su hijo estaban en manos de Dios, pensó mientras salían del edificio y volvían al carruaje.
Al dirigirse al vehículo, Bella respiró aliviada al ver que su criada había seguido sus instrucciones y no había tardado en traer todas las cosas que necesitaba.
Junto al carruaje en el que Emmett y ella habían venido, estaba la yegua blanca, ensillada y lista para ser montada. La sirvienta le dio un pequeño bulto doblado con las ropas negras y ella entró sola al carruaje, cambiándose con rapidez de ropa mientras Emmett esperaba fuera.
Poco después, salió del compartimento vestida con unos pantalones y una camisa negros, botas de montar y unos guantes de piel negra. Ninguna máscara cubría su cara, y se había recogido el pelo con una simple coleta. Cuando la multitud la vio empezó a bramar enloquecida. Emmett la miró sorprendido al verla subir al caballo armada con su espadín.
— ¡Muéstrame el camino hasta la fortaleza Salvatore! —gritó, haciéndole una seña desde el caballo.
— ¡Sí, alteza! —respondió él, pidiendo un caballo al guardia más cercano.
— ¡Quitaos de en medio! —gritó Bella a la multitud.
La gente empezó a echarse hacia atrás mientras un puñado de guardias reales tomaban obedientes sus caballos y la seguían, sorprendidos igualmente por su transformación.
Al final de la plaza, la congestión era aún mayor.
— ¡Por aquí! —le dijo Emmett, señalándole una ruta alternativa.
Bella espoleó a su caballo y corrió al galope hacia el Camino Real.
El senado se veía envuelto en un caos aún mayor después de que don Aro y los demás miembros del gabinete rodearan a James para hablar con él en voz baja aunque furiosa, en una improvisada reunión creada detrás de la tribuna. Edward les observaba, con el corazón encogido, mientras don Aro interrogaba a James.
Aunque no podía oír lo que decían con claridad por el estruendo que había en la sala, vio que el primer ministro agitaba en las narices de James el papel que Bella había traído, y después don Aro se lo entregaba al ministro de Economía, que estaba de pie junto a él.
Edward rezó para que la revelación les hiciera dudar lo suficiente de James como para quitarle las esposas y dar todo este falso, aunque peligroso, caso por concluido.
El ministro de Economía inspeccionó los papeles. Después miró fijamente a James con sorpresa y se lo entregó a otro de los consejeros del Rey. Don Aro le hizo una pregunta que Edward no pudo escuchar.
— ¿Es culpa mía quién sea mi padre? —replicó James, lo suficientemente alto como para que todos lo oyeran.
—Pero ¿por qué nos ocultaste tu verdadera procedencia?
— ¿Querríais acaso que el mundo supiese que sois hijos no deseados? —replicó con suspicacia.
— ¿Sabe el Rey que eres su hijo?
—Tendréis que preguntárselo a su majestad —respondió con una mueca—. ¿Por qué me interrogáis a mí? ¡Ese hombre de ahí es el único que está manchado de sangre! —gritó, señalando a Edward—. ¡Al diablo con todos vosotros! ¡No he hecho sino cumplir con mi deber y no voy a quedarme aquí para ser insultado! —Girándose sobre sus propios talones con mucha dignidad, James empezó a caminar hacia la puerta.
— ¡Detenedle! —gritó Edward, retorciéndose y tratando desesperadamente de quitarse las esposas. Los pocos guardias que estaban allí corrieron hacia Edward, para tratar de detenerle—. ¡Detenedle a él, maldita sea! ¡Se está escapando, estúpido! ¡Detenedle, si queréis salvar la vida de Alec!
James le miró por encima del hombro, sonriéndole con una expresión de triunfo mientras salvaba los escalones del pasillo. Edward sintió un escalofrío en la espalda, porque estaba seguro de que Bella no le había obedecido. Su mujer no se había ido a preparar la salida de Ascensión. ¿Cuándo la había visto huir de una refriega cuando los suyos estaban en peligro? No, estaba seguro de que Bella había ido con Emmett a buscar a Alec. Lo sabía, podía sentirlo. Y sabía la razón por la que ella actuaba con tan temerario coraje: el amor y la total lealtad que le profesaba.
A su mente vino una vez más aquella imagen de cuando la encontró en la villa con Jacob y ahora lo vio de una manera completamente diferente. Él había creído ver una relación entre los dos, en vez de un abrazo fraternal. Dios mío, ¿cómo podía haber dudado así de ella? La culpa que sintió vino a unirse al pánico. En vez de dejar Ascensión, como él le había pedido, se quedaría y trataría de salvarle. La muerte, vestida de negro en la forma de su hermanastro, le pisaba los talones.
James tenía demasiadas razones para destruir a Bella. Le había rechazado, había aportado las pruebas que habían hecho que don Aro se pusiera en su contra y si Edward lo había entendido bien, ahora incluso portaba en su vientre el hijo de Edward, el futuro Rey, lo que la convertía en un obstáculo para los planes de sucesión de James.
Tenía que salir de aquí. Tenía que protegerla. Pero estaba irremediablemente atrapado.
— ¡Don Aro! —suplicó con voz cada vez más alta.
El primer ministro le miró desde su apresurada reunión con los otros.
—Venga aquí —ordenó Edward con los dientes apretados, echando chispas por los ojos.
A regañadientes, don Aro se acercó.
— ¿Qué es lo que quiere? —gruñó Edward—. Dígame el precio.
El hombre escudriñó a Edward enfadado.
— ¿Qué?
— ¿Quiere mi vida en vez de la de su sobrino? ¿Es eso lo que conseguirá finalmente satisfacerle? Pues la tendrá. Cuélgueme por traición, asesinato, invéntese lo que quiera...
— ¿Inventarme? Nadie se está inventando nada aquí, alteza. Usted fue encontrado en el lugar del crimen, de pie junto al cuerpo de su excelencia...
— ¡Él va a matar a mi esposa, maldita sea! Deje que vaya a salvarla. Es todo lo que le pido...
— ¿Quién?
— ¡James!
— ¿Por qué intenta engañarme? Él no va a matar a nadie. —Sacudió la cabeza amargamente—. Esta vez pienso cogerle, príncipe Edward. ¡Usted mató al obispo Marcus y ha envenenado al Rey!
— ¡No sea absurdo! ¡Míreme! ¡No soy ningún asesino!
—No va a librarse esta vez. James me trajo un testigo, ¿sabe? Su aliado de las cocinas de palacio. ¡Lástima que consiguió asesinar al pobre chico antes de que pudiera revelar sus planes!
— ¿Así que es eso? ¿James fue el que le dijo que yo había envenenado a mi padre?
—Así es. Fue él quien lo averiguó y vino a contarme la verdad.
—Pero don Aro —dijo Edward—, usted y yo éramos los únicos que sabíamos que el Rey estaba enfermo. ¿No lo recuerda? Él ni siquiera se lo dijo a mi madre, no quería que se preocupara. Entonces, ¿cómo podía James saberlo? Él sabía que mi padre estaba enfermo porque fue él el que le administró el veneno.
Don Aro le miró, fijamente, con una expresión entre horrorizada e incrédula. Cuando habló, su voz fue débil.
—James ya me advirtió de que trataría de culparle a él por los crímenes que usted había cometido.
—Maldita sea, hombre. ¡Soy inocente! Él es el único que mató al obispo, y él será el único que gobierne en Ascensión si no me deja salir de aquí ahora mismo. ¿Cuánto va a costarme?
— ¿Está tratando de sobornarme? —silbó, apartando sus dudas—. ¡No hay dinero suficiente para la vida de mi sobrino!
—Entiendo. Esto sigue teniendo que ver con Demetri. Muy bien. Entonces tendrá mi vida a cambio de la de él, pero por el amor de Dios, no coja la vida de Alec o la de Bella y el hijo que lleva en su vientre. Ya sabe que, a pesar de todos mis defectos, soy un hombre de palabra. Deje que vaya con mi mujer y le prometo que volveré y seré juzgado por todos los crímenes que quiera imputarme.
Edward se retorció como un perro furioso al ver que don Aro sacudía con desaprobación la cabeza. Sabía que cada minuto que él pasaba encadenado aquí suponía un minuto menos de distancia para James respecto a Bella. Edward elevó los ojos al cielo y después respiró hondo, mirando al primer ministro.
—Firmaré una confesión. Sólo deje que me vaya.
Una mirada de triunfo vengativa iluminó el rostro de don Aro.
— ¿Firmará una confesión?
—Sí. Démela y abra estas cadenas.
— ¿Y una orden de abdicación? ¿Firmará el derecho sobre Ascensión en mi favor hasta que el Rey vuelva?
Edward le miró, pálido.
—No sé si usted ha estado planeando esto con James desde el principio.
—Y yo no sé si usted intenta hacerse con el trono envenenando a su padre.
— ¡Nunca haría eso! ¡Él es mi padre! —exclamó.
—Y él es mi amigo —respondió don Aro, sin dejar de mirarle.
—Sólo deje que me vaya y salve a mi esposa —suplicó Edward—. Volveré y podrá hacer conmigo lo que quiera. ¡Ella morirá si no deja que me vaya! Se lo suplico, don Aro. —Edward le miró, temblando, lleno de angustia.
—Me está suplicando —murmuró—. Quizás tengamos que confiar el uno en el otro en este caso. —Entonces, levantó la barbilla y estiró la mano hacia su ayudante, pidiéndole con impaciencia—. Déme tinta y papel. —Don Aro se dirigió hacia la mesa y pasó unos minutos escribiendo en una página. Después la levantó y la aireó un poco para que se secara, pasándosela así a Edward.
Con un nudo en el estómago, Edward examinó la confesión, sin poder casi asimilar que con ella estaba despojándose de la Corona y de lo que había sido toda su vida. Pero no le importaba. Cogió la pluma, la introdujo en el tintero y firmó con su nombre completo sin dudar siquiera.
Después, don Aro levantó la mano ansioso, con prepotencia.
—Su anillo real.
Edward apretó la mandíbula y le miró con dureza y consternación mientras accedía a esta última humillación. Se quitó el anillo, el símbolo de su rango, y lo colocó en la mano extendida del primer ministro.
Don Aro hizo una seña rápida a los guardias.
—Desencadenadle.
—Dadme mi espada.
Ellos se la habían quitado cuando le pusieron las esposas. Don Aro le miró con recelo al ver que uno de los hombres se la daba.
La mano derecha de Edward se cerró rodeando la empuñadura lujosamente adornada de la espada. Con ella en la mano y los ojos encendidos de majestuosa cólera, caminó con aplomo por el suelo del senado, sin sentir un ápice de dolor después de los golpes recibidos, sin sentir tampoco ninguna fatiga. Todo lo que podía sentir era rabia al saber que su amor se encontraba en peligro. Los oficiales y dignatarios le abrieron paso hasta la salida.

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