viernes, 18 de febrero de 2011

Confío en que no os ocurra nada malo



Capítulo 13 “Confío en que no os ocurra nada malo”
Bella se sentía absurdamente protegida. Había soñado y el sueño había sido agradable, dulce y lleno de susurros, como si la hubieran rodeado de ternura.
Oyó alboroto en el patio, pero vagamente, como si tuviera que cruzar muros de telarañas para despertar. Sentía la cabeza pesada. Cuando finalmente abrió los ojos, el sol la cegó. Por unos momentos no trató de moverse y se reprendió por haber bebido tanto vino tinto. ¡Hasta Anne sabía que beber tanto provocaba vómitos o una terrible jaqueca!
Se incorporó, apretándose las sienes y gimiendo, luego se rindió y volvió a tenderse sobre la cama. Algo sucedía en el patio, pero no podía levantarse para averiguar de qué se trataba.
Cerró los ojos, preguntándose el motivo de la sensación de bienestar que había experimentado durante la noche. Deslizó las manos por la colcha, y de pronto se incorporó y miró fijamente la chimenea, ya fría y vacía. Estaba desnuda en la cama y no había soñado. Había disfrutado de la compañía que tanto había anhelado por las noches.
—¡Oh...! —gimió mientras volvía a sentir el intenso dolor de cabeza.
¿Cómo se había atrevido? ¡Maldito desvergonzado! Ignorarla durante tantos días para luego irrumpir con su condenada sangre fría en la habitación mientras ella dormía bajo el efecto de la bebida. La situación era intolerable.
Oyó un chasquido y el cerrojo se corrió. Bella se apresuró a esconderse bajo las sábanas y se cubrió hasta la barbilla. Si era él... si él volvía, se juró ante Dios que no volvería a humillarla. Le arrancaría sus ojos diabólicos, le...
Alguien llamó a la puerta y Bella tembló. No era Edward, él nunca llamaba.
¡Ah, lo que le faltaba! La dulce joven de mejillas sonrojadas y pechos de vaca llamada Lauren irrumpió de nuevo en la alcoba, alegre y hablando a viva voz.
—¡Buenos días, milady! Os traigo la comida. —Señaló la bandeja que llevaba—. Pensé que tal vez os apetecería bañaros. Tal vez queráis lavaros el cabello, ya que se resecará al sol...
Bella olvidó su malhumor al oír aquellas palabras.
—¿Sol? —preguntó con impaciencia.
—Sí, milady, cuando salgáis a pasear...
—¿Pasear? —Casi saltó de la cama antes de recordar que no estaba vestida—. ¿Adónde voy a ir a pasear, Lauren?
El corazón empezó a brincarle en el pecho. ¿Acaso iba a dejarla salir? ¿Pensaba enviarla a alguna parte?
—Lady Alice dijo que podía estar con ella durante una hora y que estaba segura de que echabais de menos el sol y el aire puro.
Lauren avanzó unos pasos para dejar la bandeja. Bella frunció el entrecejo, recelando de la causa de tan generosa concesión. La joven se volvió hacia ella.
—¿Digo a los mozos que suban el agua?
Bella la miró sin comprender. Se disponía a responder, pero otra llamada a la puerta la detuvo y reavivó su dolor de cabeza.
«¿Qué pasa ahora?», se preguntó. Su pequeño dominio había permanecido día tras día silencioso como una tumba y de pronto parecía el centro de Londres.
—¿Sí? —preguntó con aspereza.
La puerta se abrió y entró el joven Stefan Weinberg, el atractivo lancasteriano que se había mostrado tan considerado con ella durante el largo trayecto hasta Edenby. Varios hombres de Edward aguardaban detrás de él en el pasillo. Habían estado riendo y hablando, pero de pronto guardaron un silencio sepulcral y miraron fijamente a Bella, que seguía acostada.
Ella se ruborizó. Stefan no pronunció palabra y se limitó a observarla, paralizado.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó una voz áspera.
Era Jasper Withlock, que se abrió paso a empujones. Bella reconoció la voz antes de que él apareciera en el umbral. Se quedó mirándola con ceño. Luego se aclaró la voz y dio una palmadita a Stefan en el hombro.
—Dejad la maldita caja en el suelo.
Fue entonces cuando Bella advirtió que Stefan acarreaba una pesada caja. Miró a Jasper.
—¿Qué es?
—Un obsequio de Edward —se limitó a responder él—. ¡En la esquina, Stefan! ¡Dejadlo en el suelo y marchaos!
Stefan lo hizo. Entró en la alcoba, dejó la caja en una esquina y se volvió, no sin antes hacer una marcada y respetuosa reverencia a Bella.
—Es un maravilloso placer veros, milady —dijo.
—Buenos días, Stefan —murmuró ella.
Jasper se aclaró la voz.
—Edward va a volver, Stefan.
—¿Cómo decís? ¡Oh! —Stefan se puso rígido—. Milady —murmuró, apresurándose a abandonar la habitación.
Ella lo observó furiosa. ¿Tan ogro era Edward que hasta sus propios hombres lo temían?
Jasper seguía en el umbral. Bella se volvió para mirarlo.
—¿Qué sucede? Lauren dice que...
—La caja es un obsequio de Edward. —Jasper vaciló—. Un verdadero regalo... El contenido procede de nosotros y no de Edenby, milady. Volveré a buscaros con Alice dentro de una hora. ¿Creéis que será suficiente?
Ella le sonrió.
—¿Salir de esta habitación? —Rió—. Jasper, dadme sólo cinco minutos y estaré lista.
—Una hora, milady —sonrió él. Cerró la puerta.
Lauren dejó escapar un suspiro.
—¡Oh, milady, os envía regalos!
Bella miró a la joven y frunció el entrecejo. Se envolvió en la sábana y, levantándose de la cama, se acercó a la caja. Descubrió que la tapa era fácil de abrir. Tardó unos segundos en comprender el contenido de la caja. Luego sacó una botella y la miró en absoluto silencio mientras volvía a ruborizarse, esta vez no sólo de vergüenza sino también de ciega furia.
—¡Mierda! —exclamó, sin hacer caso de Lauren ni de nada.
Sin duda no había soñado aquella noche, ni había imaginado lo ocurrido. ¡Y para colmo Edward se mofaba de ella enviándole una caja entera de la pócima mortífera que la había vencido!
—¡Milady! —exclamó Lauren.
Pero la botella ya se había estrellado contra la pared y el vino se deslizaba hacia el suelo.
—¡Lo mataré! —bramó Bella—. ¡Lo juro! —Se paseó con paso airado por la habitación, arrastrando las sábanas detrás de ella—. ¡Maldito sea! ¡Oh, Dios, que arda eternamente en el infierno! Y que se pudra...
—¡Por favor, milady! —Al borde de las lágrimas, Lauren se detuvo delante de ella, como si quisiera echar a correr pero no supiera adonde, como si le hubieran ordenado que atendiera a una bruja demente.
Bella se detuvo en seco y se acercó a la joven.
—¡Ve a buscarlo! —ordenó.
—No puedo...
Bella la sujetó por los hombros.
—¡Debes hacerlo! ¡Dile que venga ahora mismo!
—No puedo, milady. No...
—¡Hazlo!
Lauren dejó escapar un gemido y empezó a aporrear la puerta. Ésta se abrió de par en par y Jasper apareció en el umbral.
—¿Qué ocurre aquí? —exigió saber. Lauren empezó a hablar, pero de un modo tan incoherente que Jasper la apartó y miró a Bella a la espera de una explicación. Esta se acercó a él, envuelta en lino y con el cabello ondeando a sus espaldas como una bandera chocolate. Estaba acalorada y le brillaban los ojos, de un profundo y cautivador color caramelo. Jasper se quedó demasiado fascinado como para darse cuenta de que estaba al borde de la histeria.
—¡Bella! ¿Qué...?
—¡Decidle que deseo verle!
—Bella, no puedo. Edward se ha marchado.
Ella se detuvo en seco y lo miró con recelo.
—¿Marchado? ¿Para siempre?
Él bajó la cabeza para ocultar una sonrisa al oír su tono esperanzado.
—No, para siempre no, lady. Ha ido a las afueras y estará ausente dos días.
—Oh. —Ella se calmó y le dedicó una encantadora sonrisa—. Entonces, ¿la gentileza del paseo es algo que debo agradeceros a vos?
—No, es orden de Edward.
La amable sonrisa de Bella se esfumó y su mirada se tornó glacial.
—Como también ordenó el Burdeos.
—Veo que no es de vuestro gusto —comentó Jasper.
Bella alzó una mano con delicadeza. Se arrodilló ante él y le besó apresuradamente la mano.
—Gracias, Jasper. Estaré lista dentro de una hora.
Jasper se aclaró la voz.
—Una hora, milady. ¿Os envío a Lauren de nuevo? ¿Deseáis bañaros?
—Oh, sí, si sois tan amable, Jasper.
Cuando la puerta se cerró Bella se esforzó por contener la alegría. Edward se había marchado y ella iba a salir de paseo con Jasper y Alice... ¡que eran tan fáciles de despistar!
Se mordió el labio, sintiéndose de pronto culpable. Jasper y Alice eran las únicas personas dispuestas a defenderla en esos momentos; no merecían la ira de Edward. Cerró los ojos y trató de apartar ese pensamiento. Edward no culparía a Alice y sin duda perdonaría a Jasper. Además, no podía pensar en ellos ahora. Tenía que hacer planes.
Lauren volvió a la habitación. Bella le sonrió con dulzura y charló con ella mientras se bañaba, y hasta le permitió que le cepillara el cabello después de lavárselo. Se mostró encantadora y alegre, y puso especial cuidado en escoger las medias más resistentes, el vestido más cómodo y la capa más abrigadora y con capucha. Mientras Lauren se ocupaba de hacer la cama, Bella deslizó una mano en su armario en busca de una pequeña daga adornada con piedras preciosas.
Cuando Jasper y Alice acudieron a buscarla, estaba lista. Volvió a sentir remordimientos cuando Alice la abrazó con inmensa alegría; se sintió traidora y falsa, y deseó con todas sus fuerzas que la comprendiera.
—He traído la merienda —dijo Alice sin aliento, mirando a Jasper encantada.
—¡Oh, estupendo! ¡Muchas gracias! —respondió Bella. Bajó los ojos y preguntó con humildad—: ¿Podríamos hacer el picnic en el prado del oeste?
—No pensaba salir de las murallas del castillo... —empezó Jasper.
—¡Vamos, Jasper! —susurró Alice, pero Bella la oyó añadir—: ¡No es más que una jovencita y vos sois todo un adulto! ¡Sin duda seréis el dueño de la situación!
Tocado en su orgullo, Jasper no tenía otra elección que aceptar.
—Está bien —respondió—. ¿Nos vamos?
—¡Sí! —exclamó Bella—. Oh, una cosa más, Jasper. Este regalo de Edward, ¿de veras es para mí?
—Así es.
—Bien. —La voz de Bella se enfrió. Se volvió hacia Lauren, que en esos momentos ordenaba el tocador—. ¿Lauren?
—¿Milady?
—Me gustaría que te quedaras con el vino. Como habrás advertido, el Burdeos no me gusta demasiado.
—Oh, no podría...
—Insisto. —Y sonriendo con serenidad, Bella cerró la puerta tras de sí.


Podría haber sido un maravilloso picnic, pues las hojas otoñales ofrecían un espectáculo espléndido y el sol brillaba en lo alto. Llevaron un cesto de pan recién hecho, queso fresco y un pequeño pastel, todo preparado con amor por Quil. Jasper había tenido el acierto de llevar una botella de cerveza.
Mientras comía Bella se dio cuenta de que Jasper le gustaba mucho. Tenía la risa fácil, era ingenioso y estaba enamorado de Alice. Lo reflejaba en la mirada, en la voz, en cada pequeña muestra de ternura y atención hacia ella. Mientras los observaba, suspiró y de pronto comprendió que compartían lo que ella siempre había deseado. Se trataba de amor, el maravilloso amor que incitaba a escribir a los poetas y a cantar a los trovadores.
Jasper se mostró cortante con Alice en una sola ocasión: cuando Bella preguntó acerca del pasado y antiguo hogar de Edward. Alice lo miró con inquietud y se disponía a responder, cuando Jasper la interrumpió.
—¡Alice, recordad sus palabras!
Ella bajó los ojos.
—Jasper y Edward proceden del norte —se limitó a responder—. A apenas una jornada a caballo de Londres.
Bella entornó los ojos. ¡Conque Alice no podía hablar de Edward!
Pidió a Jasper más cerveza, tratando de evitar que leyera la expresión de su rostro. Tenía que huir. ¡Edward! Pronto no tendría que seguir preocupándose, se dijo para tranquilizarse y darse ánimos. Ya no sufriría esa horrible y dolorosa lucha interior, ni sucumbiría al poder de sus caricias. Ya no le importaría que para él todo fuera un juego.
Él le había confesado que su caballerosidad había quedado enterrada en algún lugar y, al parecer, también su corazón. Y los «placeres» que obtenía de ella, los obtenía en otras partes, se recordó Bella pensando en Lauren. Lo que no comprendía era por qué le resultaba tan doloroso llevar a cabo sus planes.
Alice se tendió cómodamente en la manta, riendo de algún comentario de Jasper. Éste se inclinó y le susurró algo al oído. Estaban completamente absortos el uno en el otro.
Se hallaban en mitad de un vasto prado; al oeste se levantaban las colinas cubiertas de bosque. Bella se puso de pie. Jasper no estaba tan enamorado como para olvidarse de su presencia y se levantó al instante.
—¿Adónde vais, Bella?
—A coger algunas hojas de otoño, Jasper. Confeccionaré guirnaldas en mis horas de encierro.
Él la miró intranquilo. Bajó la vista hacia Alice, quien miró a su sobrina con suspicacia.
Bella miró a uno y otro con expresión dulce e inocente. Volvió a sentir una punzada de remordimientos.
—¡No os alejéis mucho! —le advirtió Jasper.
—De acuerdo —prometió ella sumisamente.
Y al principio cumplió su palabra. Permaneció más cerca de lo que deseaba y le dolieron los oídos al escucharlos. Jasper amaba a Alice y se dedicó a repetírselo una y otra vez, y ella le respondió en susurros, encantada y conmovida.
Bella se inclinaba y recogía hojas a medida que se aproximaba al bosque. Al llegar a éste, se escabulló entre los árboles lanzando una mirada hacia atrás. Los ojos se le llenaron de lágrimas al verlos, tan enamorados el uno del otro, tan unidos. Y por un instante absurdo, Bella se lo pensó mejor. Se imaginó a Edward inclinado de ese modo sobre ella, no con el ímpetu de una cruda pasión sino con ternura. Edward, no como una magnífica bestia, sino como un caballero atento y gentil.
Meneó la cabeza, apartando esos pensamientos. Santo cielo, ¿había perdido el juicio? Edward la odiaba y se aprovechaba de ella. Debía escapar para salvar su alma. Además, no era lo bastante fuerte para resistirse a él, para resistir aquella extraña alquimia que los hacía estallar. No importaba cuan vehementemente lo rechazara: ella se derretía cada vez que él la tocaba.
Dio media vuelta y echó a correr.
—Casaos conmigo —decía Jasper. Alice lo miró fijamente, abriendo mucho los ojos, azules como el firmamento—. Casaos conmigo.
—Pero...
—Habéis dicho que me amáis.
—Y así es. ¡Oh, Dios mío, Jasper! Sabéis que es cierto. Pero vos sois... y yo soy...
—Yo soy un hombre y vos una mujer —bromeó él—. Sin duda somos de los sexos apropiados.
Ella se echó a reír, pero le invadió una terrible desazón.
—Soy uno de los enemigos vencidos, ¿recordáis?
—Sois la mujer más bella que jamás se ha cruzado en mi camino.
—No, vos sois lo más maravilloso que he conocido. Jamás he sentido... ¡Oh, Jasper! ¿Es posible? Soy viuda, ya no soy joven y tengo una hija...
—Os juro que la quiero como si fuera mía.
—Oh, Jasper...
—Entonces ¿os casaréis conmigo?
Alice rompió a llorar.
—Maldita sea, Alice...
Ella le echó los brazos al cuello y lo besó, lo besó... y volvió a besarlo. Y sin embargo seguía llorando.
—¡Oh, Dios mío, sí, Jasper, me casaré contigo!
Él olvidó todo y se perdió en los ojos, el beso, los brazos que lo rodeaban. De pronto Alice se puso rígida.
—¡Jasper!
—¿Qué ocurre?
—¿Dónde está Bella?
—¡Mierda! —exclamó él, levantándose de un salto—. ¡Maldita sea!
Recorrió el prado con la mirada y echó a correr hacia un extremo, pero el bosque era espeso y no la vio. ¡Maldita sea! Le habían advertido que no confiara en ella. Se volvió hacia Alice, que recogía la merienda con expresión sombría, y se puso furioso.
—¡Lo planeasteis todo! —la acusó—. Debe de haberos resultado divertido. «Oh, ¿Jasper? ¡Yo me encargo de él! Lo seduciré mientras tú hechas a correr.»
—¿Cómo decís? —exclamó Alice jadeante.
—Esta mañana, milady. ¿Recordáis vuestras palabras? «Ella no es más que una niña y vos sois todo un adulto.»
—Os equivocáis.
Jasper se negó a mirarla.
—Debéis creerme. Os juro que no...
Él perdió los estribos y la abofeteó con fuerza. Luego se alejó corriendo, llamando a gritos a la guardia.


Bella sólo pudo correr una corta distancia antes de doblarse de dolor. Jadeante, se irguió, preguntándose cuánto tardarían en ir tras ella. Tenía que seguir... Ellos contaban con caballos. Echó de nuevo a correr. Gracias a Dios que era joven y ligera. Sin embargo, tal vez no bastara con eso. Estaba a punto de caer rendida cuando oyó a sus perseguidores, cascos de caballo, gritos, hasta el sonido de una trompeta.
«¡Jasper ha llamado a la mitad de la guardia del castillo!», pensó Bella horrorizada. Jamás lograría despistar a tantos hombres. Rezó para que no hubieran traído consigo a los sabuesos.
Exhausta, levantó la mirada. Sólo tenía una alternativa: escalar un árbol y confiar en que pasaran de largo. Vaciló. Cada vez se oían más cerca los gritos y los cascos de caballo avanzando a través de los matorrales. Finalmente trepó al árbol.
La partida de búsqueda se hallaba justo a sus pies. A través de las hojas divisó a Jasper y al joven Stefan, que se habían detenido para cambiar impresiones. Bella se encogió, sin atreverse apenas a respirar.
—¡Sigamos! —exclamó Jasper furioso—. ¡No pararemos hasta que la encontremos!
Stefan dijo algo a Jasper, que rió con amargura, y por un instante Bella pensó en Edward.
—Merezco padecer la cólera de Edward por haber confiado en ella. ¡Pero él me advirtió de Bella, no de Alice!
Espolearon los caballos y reanudaron el camino. Bella se mordió el labio para contener el llanto. «¡Oh, estúpido! —quería gritar a Jasper—. ¡Alice no hizo nada aparte de amarte!»
Y ¿qué había hecho ella? ¡Había arruinado la dicha de su tía, que tanto la había querido y luchado por ella! Se sentía culpable, pero no podía volver. Sólo podía rezar por Alice y confiar en la misericordia de Dios.


Bella se encontraba fatal y le dolían terriblemente los brazos y las piernas, pero no se atrevía a bajar del árbol ni a moverse siquiera. Esperó llena de remordimientos a que cayera la noche.


Todo había ido realmente bien, pensó Edward. Volvía con toda clase de obsequios de sus arrendatarios, muchos de los cuales jamás habían visto a Charlie y no podían por tanto lamentar su muerte. Había comentado con los campesinos el nuevo sistema de rotación de cultivos. Había hablado con los pastores acerca de los precios de la lana. Hasta sentía cierto remordimiento por lo que había hecho a Bella. La gente no había visto al viejo Charlie, pero conocían a la hija.
—Sí, vino aquí durante las fiebres —le había explicado una anciana.
Así que no siempre había estado en un pedestal, se dijo Edward. Se había expuesto a la enfermedad y la muerte para llevar auxilio a los afligidos.
Su hogar. Contempló el castillo una vez que dejó atrás la caseta de la guardia. Dios mío, se estaba convirtiendo en su hogar.
Tragó saliva. Se sentía satisfecho... e inquieto. Ya experimentaba en su interior un calor creciente. Después de comer y tomarse una jarra de cerveza, subiría a verla. Podía despotricar contra él o bien ignorarlo, pero él la abrazaría hasta que ella se rindiera. Él le haría el amor porque tenía que hacerlo; y dormiría a su lado porque lo deseaba.
Ordenó a gritos a Santiago y los hombres que descansaran. El joven Collin, sonriente, tímido y apuesto con su nuevo uniforme, salió a ocuparse de su caballo. Edward se encaminó hacia el gran salón.
Antes de llegar a la puerta supo que algo marchaba mal. La abrió Jasper, que permaneció ante él serio y con aire arrepentido. Llevaba las alforjas colgadas al hombro, como si esperara el regreso de Edward para partir. Lo saludó con una inclinación de la cabeza.
—Se ha escapado —susurró—, a pesar de todas vuestras advertencias. Me engañó, pero juro que la encontraré. He traicionado la confianza que habíais depositado en mí...
—¡Ya basta, Jasper! —lo interrumpió Edward, cansando.
Por extraño que fuera no se encolerizó con Jasper, sino que se quedó insensible. Pasó por delante de él y se encaminó hacia las escaleras. Quil deambulaba por allí, impaciente por satisfacer sus necesidades.
Jasper lo siguió.
—Edward, yo...
Edward cogió una copa de la bandeja que Quil le ofreció y bebió un sorbo.
—Jasper, por favor, decid a Collin que no permita que el caballo coma demasiado y que lo deje ensillado. Iré yo mismo a buscar a Bella.
—¡Maldita sea, os he fallado!
—No, Jasper. —Edward sonrió—. Fui yo quien la dejó en libertad; no debí hacerlo hasta mi regreso. Os necesito aquí. Si me debéis algo, es vuestro servicio. Quil, tráeme algo de comer a la biblioteca y prepárame algo de comida. Y cerveza.
Jasper lo miró con incredulidad.
—Sólo me cambiaré de ropa —murmuró Edward.
Subió por las escaleras a la alcoba principal, pero se detuvo ante la puerta abierta de la habitación de Bella. Entró y vio la mancha de vino en la pared blanca, luego se apresuró a salir y cambiarse de ropa. Le habría gustado tomar un baño. Cambió su elegante capa por una de lana más abrigada, y las botas de vestir por otro par más resistente y de suelas duras, y se dispuso a bajar. Seguía sintiéndose insensible. «¿Estoy enfadado? —se preguntó—. Más bien furioso, tanto que no me atrevo a desahogar mi furia. ¿Y por qué? Porque ha vuelto a traicionarme cuando la necesitaba.»
Jasper seguía en el gran salón. Edward entró con sigilo en la biblioteca, donde encontró un plato de cordero rustido y jalea de menta. Qué bien funcionaba ese lugar, pensó distraído.
Extendió el mapa de la zona sobre el escritorio, seguro de saber adónde se había dirigido Bella. Señaló el lugar de destino, luego lo enrolló para llevárselo consigo. Empezó a comer el cordero, no porque tuviera hambre, sino porque sabía que necesitaba llenarse el estómago si quería atraparla.
—¡Edward! —llamó una voz femenina y vacilante.
No había cerrado la puerta. Levantó la vista y vio a Alice en el umbral, paralizada.
Edward se recostó en la silla.
—¿Lady Alice?
Ella entró en la habitación y se arrodilló a su lado, mirándolo suplicante.
—Os juro que no tuve nada que ver. ¡No lo sabía! Debí imaginarlo, pero creí...
Él la interrumpió, frunciendo el entrecejo y alargando la mano para alzarle la barbilla. Alice tenía un pequeño cardenal en la mejilla; se ruborizó y apartó la barbilla.
—Jasper cree que yo lo planeé todo —murmuró.
—Maldita sea —exclamó Edward. Se puso de pie y salió al pasillo—. ¡Mierda, Jasper, la habéis golpeado!
Jasper se volvió mudo de asombro y la expresión arrepentida que había mostrado hasta entonces desapareció de su rostro.
—¿Me vais a enseñar vos cómo tratar a una mujer? —preguntó furioso.
—¡La habéis golpeado!
—¡Ella lo planeó todo!
—¡No lo creo!
Alice permanecía detrás de él, con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Os juro que no lo hice, Jasper!
—Vamos, ¿qué os ocurre? —preguntó Edward, acalorado. De pronto comprendió con incredulidad que él y Jasper estaban a punto de llegar a los puños.
—Jasper, por favor... —intercedió Alice. Se acercó a él y se arrodilló llorando a sus pies—. ¡Por favor! —susurró desesperada.
—¿Acaso no tenéis compasión? —gritó Edward.
—¿Por qué iba a tenerla? Tampoco la tenéis vos.
Edward salió con paso airado de la habitación, dejándolos a solas. Entró con estrépito en la biblioteca y recogió las pocas cosas que necesitaba antes de partir. Alice se había levantado y todavía lloraba, pero Jasper le susurraba algo al oído. Se separaron al advertir la presencia de Edward.
—Os acompañaré —dijo Jasper—. Fue culpa mía.
—No, iré solo. La encontraré.
—¡Tenéis que encontrarla! —exclamó Alice—. En las colinas hay osos y lobos, y... —Se interrumpió al darse cuenta de que en esos momentos tal vez era mejor encontrarse con un lobo que con Edward. Tragó saliva y añadió—: Y cazadores... y hombres salvajes que no reconocen autoridad o rey.
—Fuimos cincuenta hombres en su busca y no logramos dar con ella —dijo Jasper—. Al menos dejadme...
—La encontraré, porque sé a dónde se dirige. La conozco mejor que vos, Jasper. —Volvió a sonreír con perspicacia—. Hasta mejor que Alice. No le disteis un caballo, ¿verdad? —La severidad de la pregunta se aligeró con una sonrisa.
Ambos se ruborizaron y se miraron intranquilos.
—No, va a pie —aseguró Jasper.
Edward se encaminó hacia la puerta y se volvió antes de salir.
—Alice, creo que hay una pequeña habitación en la torre.
—Así es —replicó ella.
La sonrisa de Edward se ensombreció.
—Ocupaos de que lleven las cosas de Bella allí. Y que trasladen las mías a su alcoba.
Y se apresuró a salir, dejándolos allí. La noche se había vuelto más fría. Se preguntó si ella tendría frío y esperó con crueldad que así fuera.
Sin embargo, mientras tomaba las riendas del caballo de las manos de Collin y le daba las gracias antes de partir, recordó el terror que había experimentado aquella noche que la encontró dormida ante la chimenea y la creyó muerta.
Se alejó de las murallas y levantó la mirada hacia la luna que se elevaba en el firmamento.
—Confío en que no os ocurra nada malo, milady —susurró.
A continuación lanzó el corcel a galope. Debía darse prisa.

1 comentario:

  1. Bella cada vez es mas tonta solo por tratar de escapar lastimo a Alice un abrazo patricia1204

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