Capítulo 3 "Príncipe regente"
El mundo le parecía un lugar insufrible, después de su
encuentro con la problemática castaña y su rechazo en favor de un campesino.
Edward hizo el resto del viaje sin ningún otro contratiempo, aunque estuvo en
todo momento alerta al atravesar los suburbios más empobrecidos de la capital
de Ascensión.
Conforme iban acercándose al centro de la cosmopolita ciudad
italiana, proliferaban las lámparas de hierro forjado que iluminaban las calles
pavimentadas. La gente había salido de sus casas para disfrutar del fresco de
la noche. Las calles de Belfort bullían con la risa y las conversaciones
provenientes de los cafés y las tabernas por las que iban pasando. Como era su
deber, el príncipe saludaba a todos con la mano desde lo alto de su robusto
caballo.
Al trote, el animal tosió bajo él con la brisa cálida que
traía partículas de polvo en suspensión. Al palmear el cuello húmedo del
animal, una nube de polvo subió de su piel. Edward hizo una mueca, al sentir en
su garganta el picor de la fina arcilla.
El polvo lo envolvía todo. No en vano llevaban cuatro meses
de dura sequía. Incluso las caléndulas de los maceteros colgados en las
fachadas se veían marchitas. Las elegantes fuentes de todas las plazas habían
sido cerradas para ahorrar agua.
«Parece que esto empeora, en vez de mejorar», pensó con
preocupación. Era casi julio y pronto el siroco llegaría deslizándose desde el
corazón del desierto del Sahara. Como cada año, cruzaría el norte de África, se
expandiría por las limpias aguas de color jade del Mediterráneo y caería
pesadamente por todo el sur de Europa. Durante estas dos o tres semanas, sería
como si el mismo infierno se desplomase sobre la isla.
Al girar una esquina, Edward pudo vislumbrar a lo lejos la
hermosa cúpula de bronce que se elevaba sobre los techos de la ciudad,
brillante a la luz de las estrellas. Sin embargo, no se dirigiría ahora a su
palacio de recreo. Había sido requerido en el palacio real.
Condujo al paso al semental blanco hasta llegar a la gran
plaza central pavimentada de la ciudad. En ese punto, la catedral y el palacio
real se daban la cara como dos bailarines majestuosos en un minueto.
Interponiéndose entre ellos se elevaba la famosa fuente de bronce, dedicada a
los anteriores reyes Cullen. Las palomas se cobijaban entre los recovecos de la
gloriosa escultura.
Edward descendió de la silla y fue rápidamente escoltado por
la guardia real al interior del palacio. Mirando la hora en el reloj de
bolsillo, aceleró el paso al cruzar la puerta.
En el imponente salón de la entrada, fue recibido por Gerandy,
el viejo mayordomo de palacio al que tanto había atormentado de pequeño. Edward
le devolvió el saludo dándole una palmada en su frágil espalda, tan fuerte que
a punto estuvo de hacerle caer. Después, le apremió para que le acompañara:
— ¿Dónde está mi padre, Gerandy?
—En la cámara del Consejo, señor. Me temo que la reunión
está ya terminando.
— ¿Reunión? —exclamó, sin dejar de caminar—. ¿Qué reunión?
¡Diablos! ¡Nadie me ha dicho nada de una maldita reunión!
—En fin, buena suerte, señor.
Edward le despidió dándole las gracias y traspasó, a toda
prisa, la entrada de mármol hasta el bloque administrativo del palacio.
¡Diablos!, había vuelto a hacerlo. Al llegar ante la puerta cerrada de la
cámara privada del Consejo del Rey, se detuvo, tratando de tranquilizarse.
Después, abrió la puerta con contundencia, intentando que su entrada fuera
digna del mejor representante de la bohemia.
— ¡Caballeros! —les saludó, paseándose tranquilamente por la
pieza con un aire de indiferencia—. ¡Dios bendito, el gabinete en pleno!
¿Estamos en guerra? —preguntó con una mueca, dando un empujón a la puerta para
cerrarla.
—Su alteza —mascullaron los almidonados pares.
—Hola, padre.
El rey Carlisle leía un documento situado en la cabecera de
la larga mesa. Al oír su saludo, levantó la cabeza y miró a su hijo por encima
de las gafas cuadradas que caían de su pertinaz nariz romana.
El rey Carlisle Cullen era un hombre imponente, de facciones
duras y mandíbula cuadrada. Tenía el pelo corto, rubio, y la piel blanca como una
pieza de mármol. Frunció el ceño al ver a Edward, sus ojos azules y penetrantes
fijos en él con la intensidad que tanto le caracterizaba.
Edward recogió esta mirada, preguntándose cómo de grande
podía haber sido su incompetencia esta vez.
Desde niño, había estudiado con el más mínimo detalle las
expresiones de su padre, no sólo para aprender de él cómo enfrentarse a los
hombres, algo que su padre dominaba a la perfección, sino también porque su
niñez se había caracterizado por un intento continúo de responder a las
expectativas de su progenitor. Finalmente, había acabado aceptando con
filosofía que nunca sería suficiente a los ojos de su padre. Nunca llegaría a
conseguir que se olvidaran de La Debacle.
—Es un honor que haya decidido unirse a nosotros, alteza
—observó el Rey, volviendo a inspeccionar el documento que tenía en las manos—,
y no, no estamos en guerra. Siento negarle ese entretenimiento.
—Está bien así —dijo Edward. Se dejó caer perezosamente en
su silla a los pies de la mesa, colgando su brazo con desgana en el respaldo de
la silla—. Soy un amante, no un luchador.
El almirante de la Armada, con las mejillas rubicundas, se
aclaró la garganta para reprimir una carcajada. Era quizás el único de los allí
presentes que entendía y apreciaba a Edward, o al menos, el único que no se
sentía ofendido por su comportamiento.
No se podía decir lo mismo de la formidable pareja situada
al otro lado de la mesa, el obispo Marcus Vasari y el primer ministro, Aro
Vulturi.
Los dos se merecían un estudio por sus contrastes: el obispo
era alto y sombrío, con semblante de doberman vestido de encajes; ladrador,
pero poco mordedor. Su cara era delgada y larga. Unos mechones de pelo castaño
salían sin ningún control por debajo de su roquete morado. Estaba tan seguro de
que era Dios quien dictaba sus opiniones en cualquier asunto, como de que había
sido bendecido con unos jardines siempre hermosos en su palacio. Sobre todo,
era conocido por sus sermones llenos de impetuosa elocuencia, y cuando hablaba
contra el vicio y el libertinaje, todo el mundo sabía a quién se estaba
refiriendo.
En resumen, el obispo veía al príncipe heredero como el hijo
pródigo derrochador que abusaba de la bondad y la beatitud de su padre, el rey
Carlisle. Afortunadamente, había un segundo hijo, el querubín dulce y obediente
de diez años, el príncipe Alec, que desempeñaba el papel de Abel frente a su
hermano Caín, según la cosmología del obispo. Para él era irrelevante la
opinión de su niñera, quien aseguraba que el pequeño era también un granuja en
potencia. El obispo Marcus había sido designado por el Rey como guardián legal
del príncipe Alec y se le había otorgado el título de regente, lo que
significaba que si Dios castigaba alguna vez a Edward por sus bacanales y
carreras de cuadrigas bajo los efectos del alcohol, el obispo podría gobernar
en nombre de Alec hasta su mayoría de edad.
Por razones que Edward no podía comprender, los habitantes
de Ascensión amaban a su orgulloso y pomposo obispo.
El primer ministro era el más firme opositor del obispo Marcus,
aunque también lo era de Edward. Limpio, rápido, ordenado y discreto. Don Aro
era un cortesano consumado. Su aguda y penetrante mente era como la de una
barracuda silenciosa de dientes afilados. Por fortuna, su señoría estaba dotado
de una inquebrantable lealtad hacia Ascensión. De estatura menuda, don Aro
tenía los ojos marrones y una boca delgada y enjuta que sólo suavizaba cuando
veía a los hijos de su hermana, sus sobrinos. El no tenía hijos, porque su
mujer había muerto hacía veinte años y no había vuelto a casarse. Su trabajo
—Ascensión— era su vida.
Si Edward se hubiese arrepentido de sus fechorías, el
grandilocuente obispo habría matado él mismo un cordero para celebrarlo. El
primer ministro, sin embargo, tenía razones más personales para odiarlo.
Mientras tanto, al lado de Edward se sentaba su pariente
florentino, el duque James Salvatore, quien le pasó con discreción las notas
que habían estado tomando.
«Grazie, primo.» Edward echó un vistazo a la página,
sintiéndose como si estuviese siendo escarmentado por el gesto de su primo. Él
sabía que la mayor parte del gabinete hubiese preferido ver a James haciéndose
con el trono que a él, si eso fuese posible.
Con el sello de los Cullen en su guapo perfil, James, unos
cinco años mayor que Edward, parecía más su hermano que un primo lejano. Los
dos eran altos, de hombros anchos, atractivos y arrogantes, conscientes de su
superioridad innata. Pero si Edward tenía el pelo cobrizo y los ojos color
verde con motas doradas, James era rubio y de ojos azul claro.
James era de los solitarios, vestido siempre de negro. En
Florencia, había tenido éxito como comerciante de barcos. Después se había
trasladado a la tierra de sus ancestros y servía ahora a Ascensión como
ministro de Finanzas. Se había ganado la confianza del gabinete y del mismo Rey
por su predisposición y sus maneras sobrias y fiables. Sobre todo, era muy
querido por el primer ministro. Desde hacía algunos meses, James había sido
incluido en las reuniones de alto nivel como la que les ocupaba ahora, ya que
por sus venas circulaba, aunque poca, sangre real.
—Sus habituales tardanzas son un reflejo de que peca de
orgulloso, príncipe Edward —murmuró el obispo, deteniéndose grandilocuente en
cada una de las «erres».
—Bueno, pido disculpas por el retraso —les dijo a todos
mientras miraba las notas de James. Levantó los ojos inocentemente, odiándose
por necesitar pedir excusas, incluso aunque la de esta vez fuese buena—. Da la
casualidad de que fui abordado por unos salteadores de caminos.
El obispo y algunos de los demás consejeros abrieron la boca
sorprendidos. Don Aro entornó los ojos.
El Rey arqueó una ceja en dirección a Edward, quien le
devolvió el gesto con una sonrisa.
— ¿Estás herido? —preguntó James, con preocupación.
—No ha habido heridos. Todos los ladrones menos uno están ya
bajo custodia. Mis hombres están buscando al último fugitivo todavía.
—Bien —asintió el Rey.
— ¡Atacar a un miembro de la familia real! —dijo James,
quien volvió a sentarse en su silla con una mirada de disgusto—. Me gustaría
verles a todos en la horca.
—No sabían a quién estaban atacando, supongo. Iba en un
carruaje que no era el mío... en fin, ¡qué importa! —murmuró Edward, evitando
la sonrisa irónica de su padre en relación a la carrera y al eje roto.
James sacudió la cabeza con pesar junto a los otros.
El Rey carraspeó.
—Bien, Edward, la razón por la que te hemos hecho venir aquí
es porque he decidido tomarme unas vacaciones. Me voy mañana.
Los ojos de Edward se abrieron por la sorpresa, al tiempo
que dejaba caer el brazo por el respaldo de la silla.
Su padre no se había tomado un descanso en treinta años de
gobierno.
—Ahora que ese horrible corso ha sido encarcelado de nuevo,
y esperemos que esta vez sea para mucho tiempo, he decidido llevar a tu madre a
España durante un par de meses, y poder ver así a nuestros nietos. Te hago
príncipe regente en mi ausencia, Edward. ¿Qué tienes que decir a esto?
Edward estaba conmocionado. Miró fijamente a su padre y su
padre le miró a él, con unos ojos penetrantes que parecían desafiarle. Le
pareció ver también una expresión divertida en la profundidad de sus ojos
azules y sagaces.
— ¿Estás preparado?
— ¡Sí, señor! —se apresuró a responder, con fervor. Su
corazón empezó a acelerarse.
Su padre levantó una mano, tratando de detener tanta
euforia.
—Sin embargo, tengo una condición.
Edward se mojó los labios.
—Lo que sea.
El rey Carlisle hizo un gesto en dirección a James. Su primo
se levantó de la silla y fue al gran aparador de la pared, de donde volvió con
una gran bandeja de madera para Edward. Una sonrisa de picardía apareció en la
dura boca del Rey al ver a Edward inspeccionar la bandeja.
En ella, se extendían cinco pequeñas imágenes de mujeres y
una pila de papeles oficiales. Arrugando el entrecejo, interrogó con la mirada
a su padre.
—Es hora de que elijas una mujer, Edward.
Él le miró horrorizado.
—Vamos, elige una —dijo el Rey, haciendo un gesto en
dirección a la bandeja.
— ¿Ahora? —exclamó, desesperado.
— ¿Por qué no? ¿Cuánto tiempo más piensas seguir
posponiéndolo? Hemos esperado a que tomaras la decisión por ti mismo durante
tres años. Tienes la obligación de darnos un heredero, ¿lo sabes, no?
—Sí, pero...
—Si quieres probar el trono, hijo, tendrás que elegir a una
de estas jóvenes como esposa y firmar el poder para el contrato matrimonial que
está ahí.
— ¡Poder matrimonial! —gritó, alejando la mano del taco de
papeles—. ¿Quiere decir que si firmo esto, estoy casado?
—En efecto. ¿No lo entiendes? No hubiésemos podido hacerlo
de una forma menos dolorosa para ti.
Edward se quedó mirando el pliego como si hubiese una mano
severa sobre la bandeja.
El Rey se hizo sonar los dedos, mirándole con preocupación.
—Edward, tu compromiso de asumir las responsabilidades
matrimoniales que te corresponden es la única manera que tengo de asegurarme de
que puedo confiarte Ascensión en mi ausencia.
Se echó hacia atrás en la silla y miró a su padre.
—Debe estar bromeando.
Carlisle se limitó a esperar.
Edward traspasó con la mirada a su padre, quien a su vez le
observaba con una mezcla de rencor y desdén. Nadie estaba dispuesto a echarle
una mano, observó. Miró a James, pero su primo se dedicaba a estudiar las fotos
de las mujeres. Edward no podía soportar mirarlas.
—Padre, sea razonable. No puedo simplemente elegir a
cualquiera sabiendo que voy a tener que verle la cara durante el resto de mi
vida. ¡Ni siquiera sé quiénes son estas mujeres!
—Tienes treinta años, Edward. Has tenido tiempo de sobra
para cortejar a las mujeres adecuadas, pero en vez de eso, has preferido perder
el tiempo seduciendo a actrices. Por ese motivo, hemos tenido que facilitarte
la elección nosotros mismos. —El Rey hizo crujir los nudillos, haciendo descansar
los codos sobre la mesa—. Elige, y después, firma. Si no, tendré que dejar a
don Aro al mando, y tú podrás seguir jugando. Pero —añadió con un tono duro—,
si eliges eso, me veré obligado a reconsiderar seriamente tu sucesión al trono.
Alec es aún lo suficientemente joven como para poder ser educado para la
corona.
Edward no podía creer lo que oía. Se le había formado un
nudo seco en el estómago y la furia corría por sus venas.
¿Qué podía hacer? Tendría que obedecer... como siempre. Con
la cabeza baja, se aplicó en las imágenes. La rabia iba cegando lentamente sus
ojos, por lo que le costaba ver las caras sonrientes y estúpidas de las
posibles novias que habían elegido por votación para él. Una marioneta. Un
prisionero.
Entonces recordó a Isabella Swan, una mujer, apenas una
niña, allí de pie con la frente tan altiva como satisfecha, dueña de su propio
destino... y se sintió humillado.
«No», pensó desesperado. Durante años había aceptado la
dominación de su padre. Sus críticas y sus exigencias imposibles. La
intimidación por un lado y la sobreprotección por el otro, lo que había
terminado por minar su ya de por sí vapuleada autoestima. Pero esto era pasarse
de la raya.
—Esto —dijo, con un tono muy tranquilo—, es intolerable.
— ¿Cómo dices? —preguntó el Rey como para intimidarle, con
las dos cejas levantadas.
Edward levantó con parsimonia la vista de las fotos, los
ojos enfurecidos. De repente, se puso en pie, tirando atrás su silla.
Los ministros ahogaron un grito. James arqueó una ceja y el
obispo entornó los ojos. Sin decir una palabra, Edward dio media vuelta y
caminó con decisión hacia la puerta.
— ¡Edward! ¿Qué demonios haces?
— ¡Liberarme de usted, señor! —gritó, dándose la vuelta.—
¡Estoy harto de que controle mi vida! Dele la corona a Alec. No la quiero si
debo pagar mi alma por ella.
Una vez dicho esto, salió de la habitación, temblando de
miedo. Caminó por el vestíbulo, sacándose los guantes con manos temblorosas y
miró hacia delante, con la vista nublada por la rabia. No podía creer lo que
acababa de hacer. Pero al diablo, le habían enseñado desde pequeño a
comportarse como un Rey y ahora querían que aceptase órdenes como un lacayo.
Había llegado al límite.
Que el Rey le desheredara, si quería. Ya no le importaba. Lo
había hecho lo mejor posible y nunca había sido suficiente para él. Esta vez su
padre había ido demasiado lejos.
— ¡Edward! —oyó la voz de su padre, llamándole airado por
detrás.
Su cuerpo se puso tenso. Se detuvo al momento, sin quererlo,
pero estaba habituado a comportarse como un perro bien entrenado para la caza,
como un spaniel real idiotizado. Era desesperante, porque sabía que si no
seguía caminando ahora, perdería la única oportunidad que tenía de ser libre.
Y aun así, lo único que le mantenía anclado era su amor por
Ascensión. Ese amor lo amarró al suelo, un amante cruel que le forzaba una vez
más a humillarse. Desde luego resultaba extraño que su padre le siguiese
después de haberle desafiado tan descaradamente frente al gabinete. Su orgullo
le impedía volverse, pero se quedó donde estaba, con las manos a ambos lados y
los guantes sujetos en un puño.
—Edward, maldita sea —murmuró el Rey enfadado mientras
caminaba hacia él.
Edward se dio la vuelta con una expresión amarga y enfrentó
a su padre mirándole a los ojos.
Carlisle se quitó las gafas y le miró con intensidad.
—Has elegido el peor momento para rebelarte, muchacho.
—No soy —replicó— ningún muchacho.
— ¿Crees que no sé por qué esto es tan difícil para ti?
— ¿Porque esta vez me está obligando a tomar la decisión más
importante de mi vida cogiéndome por el cuello? ¿Porque me considera tan idiota
que ni siquiera cree que pueda elegir una buena esposa por mí mismo?
El Rey sacudía la cabeza con impaciencia.
—No, no. Los dos sabemos que la razón para que rechaces
comprometerte es porque todavía estás dolido por lo que esa mujer te hizo
cuando tenías diecinueve años. ¿Cómo se llamaba? ¿Lauren?
Edward se quedó helado, mirando incómodo a su padre. Él le
miraba con intensidad y astucia.
—Ya es hora de que lo superes, Edward. Han pasado diez años.
El apartó la mirada.
La Debacle.
Algunas personas tenían que aprender de la manera más
difícil. Él, joven heredero y estúpido, había sido una de estas personas cuando
había intentado salvar a su dama en apuros. Qué objetivo tan fácil debió ser,
con sus generosos bolsillos y su inocente corazón.
Aquellos días habían pasado.
—Deberías haber dejado que la persiguiésemos, Edward. Según
la ley, debería haber sido colgada. Deberías haberme dejado a mí hacerme cargo
del asunto.
—No necesito que luche mis batallas por mí, padre —dijo
lacónico, apesadumbrado por el recuerdo.
Un caballero joven de su nobleza, tan seguro de sí mismo, ni
siquiera había desconfiado al oír los rumores de que su hermosa amante, mucho
mayor que él, era una femme fatal que se había acostado con todos los hombres
del reino y simplemente le estaba utilizando. No le importaba. Estaba seguro de
que si le daba todo, acabaría por conseguir que ella le amara por lo que era, y
no por su rango, su físico o su dinero. Había cuidado a Lauren después de
encontrarla casualmente maltratada por alguno de sus amantes. Había pagado sus
deudas y había rehabilitado su orgullo, y por todos sus cariñosos cuidados,
¿qué era lo que había recibido?
Ella le sedujo, le quitó la virginidad y después le robó
mientras dormía. Buscando en su escritorio, había robado unos mapas secretos
que él estaba preparando para su padre, mapas que luego vendió a los franceses
y que luego ellos utilizaron para invadir Ascensión.
La Casa de los Cullen había estado a punto de perder
Ascensión en manos de Napoleón, y todo porque el heredero no había podido, al
parecer, controlar su deseo adolescente por una mujer inapropiada.
Ningún hombre del Gobierno le había tomado en serio desde
entonces, ni su padre, ni nadie, y mucho menos los miembros del gabinete.
—Esa ramera te sedujo, se aprovechó de tu juventud...
—No quiero discutir eso, padre —le cortó, apartando los
ojos—. Fue culpa mía. Confié en la mujer equivocada.
—Y ahora no quieres confiar en ninguna de ellas. Edward,
Edward. —Carlisle suspiró—. Necesitas un heredero, Edward.
— ¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué esa prisa, de repente?
—Estoy enfermo —dijo su padre.
— ¿Qué? —respiró, volviéndose hacia él.
Carlisle le miró, y después, lentamente, bajó los ojos.
—Por eso es por lo que voy a España a ver a Jasper, a Alice
y a los niños. No sé cuánto tiempo me queda de vida. Todavía me quedan fuerzas
para hacer el viaje.
— ¿De qué está hablando, padre? —exclamó—. ¡No parece
enfermo!
—Habla en voz baja —dijo el Rey, recorriendo la estancia con
la vista—. Nadie lo sabe excepto el médico jefe, don Aro, y ahora tú. Quiero
mantenerlo en secreto durante el mayor tiempo posible.
Edward le miró boquiabierto un momento, sin creer lo que
oía.
— ¿Lo sabe mi madre?
—No, por Dios, no —susurró, armándose de valor—. No quiero
que se preocupe más tiempo del que haga falta.
— ¿Cuál es el problema? ¿Sabe el doctor de qué se trata?
Se encogió de hombros.
—Una enfermedad de estómago. Seguramente un cáncer.
—Dios mío —dijo Edward, atónito. Entonces le sobrevino el
enfado—. ¿Cómo es posible? ¡Nunca ha estado enfermo, ni un día de su vida!
¿Está seguro de que es eso?
—Totalmente seguro. Edward, lo que quiero es dejar la casa
en orden. No es momento ahora de que me des la espalda.
Edward le miró desconcertado. Ahora que sabía lo que le
pasaba, pudo ver los signos de estrés en la cara de su padre. La cara
desgastada de Carlisle aparecía tensa en la zona de los pómulos y sus ojeras
eran considerables, como si llevase tiempo sin dormir.
No podía creerlo. Su padre siempre le había parecido tan
invulnerable e inmortal como un dios.
— ¿Tiene dolores?
Carlisle se encogió de hombros.
—Estoy bien si no como.
Él sacudió la cabeza.
—Padre, ¿por qué demonios no me dijo esto en primer lugar,
en vez de ponerme entre la espada y la pared de esa manera? Siento muchísimo
haber perdido los nervios ahí dentro...
—No quería que lo supieras. Vas a tener ya demasiados
quebraderos de cabeza cuando seas el responsable de medio millón de personas.
—Puso una mano firme en el hombro de Edward y le dio un apretón—. Tal vez el
método que he utilizado esta noche contigo haya sido un poco despótico, Edward,
pero quiero que te cases. No sólo por la obligación para con el reino y la
familia, sino por tu propio bienestar. Yo también hice muchas tonterías en su
día, pero, Dios lo sabe, no me gusta ver lo que te está pasando a ti.
Edward no dijo nada.
—Querrás a alguien que de verdad se ocupe de ti cuando
lleguen los problemas... y llegarán. Honestamente te lo digo, nunca hubiese
podido soportar esto tanto tiempo si no hubiese sido por tu madre.
Edward apartó la mirada de la intensidad que vio en la de su
padre y fingió mirar al suelo, tragando fuerte para hacer pasar el nudo que
sentía en la garganta. Temía echarse a llorar como un niño allí mismo. ¿Y él
iba a ser Rey?
—Sí, señor —farfulló. Ahora que entendía la situación, no
podía de ninguna manera negarse a los deseos de su padre. No tenía corazón para
hacerlo. Se casaría, aunque hacerlo sería como firmar su sentencia de muerte—.
Haré lo que me pide, aunque me temo que no hay otra como ella, señor.
Su padre sonrió abiertamente. No perdía el coraje, ni si
quiera sabiendo que iba a morir. Edward se sintió sobrecogido. El Rey le dio
una palmadita cariñosa en la espalda.
—En eso tienes razón. Venga, vamos. Tenemos aún que
concretar algunos detalles administrativos.
Carlisle rodeó con el brazo a su hijo por los hombros,
haciéndole entrar en la Cámara del Consejo, aunque la cabeza aún le daba
vueltas.
—Lo harás bien, hijo. Lo he dejado todo hablado con don Aro
para que te ayude...
Si algún día pudiese llegar a ser la mitad de hombre de lo
que era su padre, consideraría que había tenido éxito en la vida, pensó,
todavía conmocionado con la noticia. No obstante, y sin saber por qué, su
cabeza se negaba a aceptar la idea de que su padre estuviera muñéndose.
Quizás por eso su cabeza se puso de inmediato a buscar otras
explicaciones, incluidas algunas bastante siniestras. Pero claro, los médicos
debían de haber revisado ya si se trataba de veneno.
Si hubiesen encontrado alguna sustancia venenosa, su padre
no habría aceptado el diagnóstico de cáncer de estómago. Además, ¿quién querría
envenenar al grande y célebre rey Carlisle Cullen, también conocido como la
Roca de Ascensión? Su majestad era amado y respetado por todos.
Una cosa estaba clara: Edward haría una visita a los médicos
de la familia real para pedirles información al respecto. Decidió mandar a su
propio cocinero para que les acompañase en la travesía, porque sabía que podía
confiar en él plenamente. Reemplazaría también las provisiones del navío antes
de partir.
Por fortuna, sabía que si su padre estuviese realmente en
peligro, no había lugar más seguro para él que bajo el techo de Jasper, en
España. El fiero y atractivo marido de su hermana había sido siempre el
guardián de la familia real, el único hombre que había sabido echar a los
invasores franceses de las cosías de Ascensión, en aquel aciago día, diez años
atrás.
De hecho, por muy grande que hubiese sido la amenaza,
siempre habían sido más fuertes cuando la familia se había mantenido unida. Un
pensamiento que debería tener en mente cuando eligiese a su esposa.
Esta vez, Edward tomó asiento en la cabecera de la mesa, con
una expresión de gravedad y agitación. Se dirigió a los miembros del gabinete
para murmurar una breve disculpa por su comportamiento.
Carlisle carraspeó.
—Mi hijo y yo hemos llegado a un acuerdo. Su alteza ha
accedido a elegir a una de estas jóvenes, que nosotros le hemos propuesto,
cuando yo vuelva de mi viaje. La boda tendrá lugar entonces. No creo que sea
necesario hacerle tomar una decisión ahora. Después de todo, no queremos que la
precipitación haga que luego pueda arrepentirse de su decisión. En estos
momentos, el príncipe tiene otras muchas cuestiones de las que ocuparse, por lo
que estoy seguro de que todos estarán de acuerdo conmigo.
Los presentes movieron la cabeza, asintiendo en silencio.
Edward se encontró con la mirada dura, aunque esperanzadora,
de su padre.
Había llegado el momento, el momento de probar que todos se
habían equivocado con él. Bajó los ojos en dirección a las notas que le había
pasado su primo, con el corazón encogido. Las leyó por encima, sintiéndose como
el alumno que tiene que responder a una pregunta del profesor. Asustado ante la
idea de contestar mal. Tomó aire y levantó la barbilla.
—Muy bien, señores —dijo con un deje de nerviosismo en la
voz—, ¿por dónde quieren que empecemos?
Don Aro le dirigió una mirada penetrante y mordaz.
— ¿Por dónde quiere usted que empecemos, alteza?
Edward le miró sin saber qué decir durante unos segundos. En
estos primeros segundos de plena autoridad monárquica se sintió como si se
hubiese subido a un caballo de carreras y no supiese muy bien cómo controlarlo.
Era desconcertante, vertiginoso, intoxicador. Pero los años de estudio continuo
sobre cientos de temas diferentes le habían preparado para este momento, y el
período de aprendizaje había terminado.
Cuando volvió a hablar, su voz fue firme, autoritaria:
—Empecemos con ese asunto de la sequía. ¿Cuál es el estado
de las reservas de agua de la ciudad? Y denme una estimación de lo rápido que
podríamos construir más canales de riego para suministrar agua a las
plantaciones de trigo.
El ministro de Agricultura levantó la mano y se ofreció a
responder.
Edward le escuchó con atención, tratando de recuperar el
equilibrio. Por el rabillo del ojo vio que su padre bajaba la cabeza y sonreía
satisfecho.
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