jueves, 13 de enero de 2011

Eres un embustero

Capítulo 14 “Eres un embustero”

Unas sábanas limpias y suaves. Una cama. Un fuego cercano.
Riley Biers abrió los ojos. Intentó hablar, pero sólo consiguió emitir un graznido.
—Espera, hijo, espera. Toma, bebe un sorbo de agua.
Riley miró los ojos de un desconocido. Parpadeó y aceptó el agua. Estaba seco, absolutamente seco.
—Despacio, despacio. Tómatelo con calma.
Riley asintió con la cabeza y siguió bebiendo poco a poco. Le dolía la mandíbula. Le dolía todo el cuerpo. Su visión parecía emborronada.
—Tienes mucha suerte de estar vivo —le dijo el desconocido. Él asintió y luego frunció el ceño, confundido—. Soy el doctor Cheney —dijo el otro—. ¿Te acuerdas? Te mordió un áspid, una cobra egipcia, en el museo.
Riley asintió lentamente. Tragó saliva e indicó que quería más agua. Luego preguntó.
—¿Dónde estoy?
—En el castillo de Masen.
Su cuerpo sufrió un espasmo involuntario. Su ceño se hizo más profundo.
—Bella… yo pensaba… hablé con ella, la vi, vi su cara…
—Estaba aquí, hijo. Ha esta velándote horas y horas, refrescándote la frente para que no te subiera la fiebre. Pobrecilla. Debe de haber ido a dormir un rato —el doctor se aclaró la garganta—. Ella te salvó la vida. Bueno, ella y el conde de Masen. Los dos parecían tener algún conocimiento sobre el veneno de las serpientes.
—¿Bella… me salvó la vida?
—Sí, hijo. Y el conde.
¡El conde de Masen había ayudado a salvarle la vida!
—Ahora tienes que descansar. Yo diría que es un milagro que estés vivo, incluso a pesar de la rápida intervención de ellos dos.
—Bella…
—No, no, ahora tienes que dejarla descansar. Duerme un poco. Yo me quedaré hasta mediodía, hijo. Luego la muchacha volverá a ocuparse de ti.
Riley asintió y volvió a acomodarse en la cama. Le había mordido una cobra. Pero estaba en el castillo de Masen. Y Bella iba a cuidar de él.
La vida era asombrosa.


Sue Clearwater no podía dormir. Se levantó, buscó su bata, encendió la lámpara de su mesilla y dudó un momento. Luego abrió sigilosamente la puerta y echó a andar por el pasillo.
La puerta de la habitación de Riley estaba cerrada. Emmett dormía junto a ella, apoyado contra la pared. Sue conocía a Emmett desde hacía muchos años. Se acercó a él y vaciló. Estuvo a punto de dar un brinco cuando oyó una voz tras ella.
—¡Vaya, vaya, señora Clearwater!
Sue se giró bruscamente. Charlie estaba tras ella, vestido con el largo camisón blanco que ella misma le había procurado.
—¿Se encuentra bien? —preguntó él amablemente.
Emmett, naturalmente, se despertó.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó con voz ronca.
—He venido a ver cómo está el enfermo —dijo Sue, alzando la barbilla mientras miraba a Charlie—. Pero no sé qué hace aquí nuestro invitado.
—He oído ruidos en el pasillo —contestó Charlie encogiéndose de hombros, y los miró con el ceño fruncido—. Mi pupila vive bajo este techo y he de velar por su bienestar.
—Vuelvan a la cama los dos —dijo Emmett, irritado—. El enfermo está bien. Parece que sobrevivirá. Y, dadas las circunstancias, puede darse con un canto en los dientes. Además, la señorita Bella está durmiendo, así que no la molesten —añadió con firmeza.
—Tal vez debería entrar a ver cómo está el señor Biers —dijo Sue.
—Haga lo que quiera —le dijo Emmett—, pero el doctor sigue con él. Váyase a dormir y ahorre fuerzas. El médico se irá a mediodía, y tendrá que volver a hacer de enfermera —prosiguió, enfurruñado.
—¡Usted vuelva a su habitación! —le dijo Sue con aspereza a Charlie.   
—Primero permítame acompañarla hasta la suya —sugirió Charlie caballerosamente.
—Como quiera —dijo ella, pero volvió a mirar a Emmett—. Haga el favor de ocuparse de que sir Charlie vuelve a la cama.
—¡Todo el mundo a dormir! —dijo Emmett y, sacudiendo la cabeza, volvió a sentarse en el suelo, apoyando los hombros contra la pared. Pero no cerró los ojos.


Bella se giró bruscamente, aterrorizada, y retrocedió cuando una luz potente iluminó sus ojos.
—¡Bella!
Ella exhaló con violencia. Era Edward.
—¡Oh, Dios mío! —sentía tal alivio que se dejó caer al suelo de rodillas, llevándose la mano a la garganta.
Claro que, pensándolo bien, ¿qué hacía allí Edward, en la oscuridad, escondido detrás de una momia?
—¡Levántate!
Él dejó su lámpara en el suelo, la tomó de las manos y la obligó a levantarse de un tirón. Bella lo miró con fijeza y tragó saliva al ver su cara. Su verdadera cara. Y aquello la asustó más de lo que hubiera podido imaginar.
—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó él, encolerizado—. Dios mío, ¿qué voy a hacer contigo? ¿Atarte a la cama?
A su cara no le pasaba nada, aparte de la cicatriz que le corría de la frente a la mejilla izquierda y que era apenas una línea blanca. Aquella cicatriz no estropeaba en absoluto la belleza de su estructura ósea, de sus altos pómulos, su mandíbula firme, su nariz casi aquilina y su frente alta y despejada. Era asombrosamente guapo y en su apariencia no había nada de bestial ni de monstruoso. Todo era mentira. Una farsa.
—¿Qué haces tú aquí? —replicó ella.
Edward puso los brazos enjarras. Sólo llevaba puestos unos calzones blancos, y su pecho relucía a la luz de la vela.
—Soy el conde de Masen —le recordó fríamente—. El dueño de este castillo. Vivo aquí, Bella. Y, aparte de eso, sabes perfectamente que siempre estoy buscando el origen de esos ruidos.
Ella tragó saliva con dificultad, consciente de que ella tampoco estaba presentable. Tenía el pelo medio suelto y su elegante vestido estaba muy arrugado. Edward cruzó los brazos sobre el pecho y la miró con un destello en la mirada.
—Tenía entendido que querías velar a tu amigo toda la noche. Supongo que está mejor. ¿Te ha mandado él aquí?
—¡No! —respondió ella, llena de horror, aunque en cierto modo así era. Había ido allí buscando cobras—. Aquí… aquí está pasando algo —añadió.
—Eso es obvio. Creía que ya lo habíamos dejado claro.
Ella sacudió la cabeza.
—He vuelto a oír ruidos.
—¿Y no has ido a buscarme? Qué raro. Esta ha sido la única noche que yo no he oído ningún ruido.
—Entonces te habré oído a ti —dijo ella—. ¿Y usted, milord? ¿Es que de pronto, en plena noche, ha sentido el impulso de ponerse a abrir sarcófagos?
Él ni siquiera parpadeó.
—Te repito, querida, que soy el dueño de este castillo. Y de todo lo que hay dentro de él. Sí se me antoja ponerme a abrir cajas en plena noche, estoy en mi derecho.
—¡Pero admitirás que es bastante extraño! —replicó Bella, y luego retrocedió—. ¡Y mírate! ¡Eres un embustero! ¿A cuenta de qué toda esa farsa de la máscara? ¡A tu cara no le pasa nada! —él avanzó hacia ella y la agarró del brazo, pero Bella retrocedió—. ¡Suéltame!
Edward la agarró de todos modos.
—Cállate, ¿quieres? Vas a despertar a todo el mundo.
Bella guardó silencio mientras seguía mirándolo. Y, al hacerlo, sintió de nuevo el portentoso magnetismo que Edward ejercía sobre ella. Deseaba que cualquier duda acerca de su perversidad se disipara. Quería tenderle los brazos a la luz del día y tocar su cara. Quería que fuera cierto que ella había cambiado su vida. Y quería que él fuera tan ciego a su pobreza y sus tristes orígenes como ella lo había sido a la supuesta deformidad de su cara. Quería creer que…
—Salgamos de aquí —dijo Edward y, apagando la lámpara que había llevado, la dejó sobre una de las mesas. Luego tomó de la mano a Bella y empezó a subir las escaleras. Al llegar a la capilla, cerró la puerta con firmeza a su espalda y frunció el ceño—. ¿Has dado esquinazo a Emmett?
—No te atrevas a enfadarte conmigo.
—No estoy enfadado. Estoy seguro de que tuviste cuidado cuando decidiste bajar.
Ella dio media vuelta y empezó a subir las escaleras. Edward la alcanzó enseguida. Al llegar a lo alto de las escaleras, Bella vaciló. Emmett parecía haberse dormido otra vez. Echó a andar de puntillas hacia él, de camino a su habitación, pero Edward se acercó a ella y, agarrándola por la cintura con firmeza, la condujo hacia sus aposentos. Cuando hubo abierto la puerta, la empujó con fuerza hacia el interior de la habitación. Ella se giró bruscamente.
—No tienes derecho a dar por sentado que…
—No doy nada por sentado. Jamás. Y me da igual cuál de tus presuntos amigos se ponga enfermo ahora, ni por qué razón.
—¡Oh, Dios mío! ¿Insinúas que a ese pobre hombre no le mordió la serpiente, cuando se apresuró a salvar a otros mientras tus amigos corrían como conejos asustados? —exclamó ella.
—Yo no insinúo nada por el estilo. Simplemente afirmo que no voy a volver a dejarte sola por la noche.
Ella empezó de pronto a temblar, dándose cuenta de que Edward hablaba en serio y de que no soportaba estar tan cerca de él sin…
—Todo esto es un juego, ¿verdad? —preguntó en voz baja.
—Un juego de vida o muerte.
Ella retrocedió.
—¡Ya no puedo seguir jugando contigo! —exclamó.
Edward cerró la puerta con llave. Bella se dio la vuelta, pero Edward se acercó a ella y la abrazó, haciéndola girarse suavemente. Sus ojos parecían de color esmeralda y sus músculos estaban tensos. Parecía querer hablar, pero sacudió la cabeza. Luego la apretó contra sí, agarró su barbilla y la besó en los labios.
Bella se sintió estallar. Hasta ese momento, no había comprendido lo que realmente buscaba. Ahora lo sabía.
Para bien o para mal, temblaba de nuevo, apretada contra él, y sentía cómo se hundía la lengua de Edward en su boca, y la pasión y el deseo arrebatador que había tras ella. Deslizó las manos hasta el pecho de él, deleitándose en su piel y sus músculos desnudos. Sus dedos treparon hasta los hombros de Edward, y se aferró a ellos mientras se besaban. Luego sus dedos descendieron a lo largo de la espalda de él, trazando la línea de la espina dorsal, gozando de nuevo del tacto de su carne desnuda y de cuanto ardía bajo ella.
Edward apartó al fin sus labios de los de ella y la hizo girar fácilmente en sus brazos. Después comenzó a desatar el cordón de su corpiño. Un momento después, masculló una maldición. Bella oyó cómo se rompía el cordón entre sus manos, y no le importó lo más mínimo. Apenas podía respirar. Al cabo de unos segundos, logró quitarse el estrecho corpiño sacándoselo por la cabeza.
Edward maldijo otra vez y, haciéndola girarse de nuevo, empezó a romper a tirones los lazos del corsé. Cuando por fin Bella se vio libre del corsé, ya no podía esperar más. Se giró en sus brazos, se fundió contra su pecho y sintió su tensión al tiempo que comprendía que estaba dispuesta a vivir y a morir allí. Él buscó de nuevo su boca mientras sus manos se atareaban con el lazo de las enaguas. Cuando éstas cayeron a los pies de Bella, Edward se puso de rodillas. Ella lo agarró con fuerza de los hombros en tanto él le quitaba los delicados zapatos y las medias.
Sus caricias se hicieron lentas y espaciosas cuando sus dedos comenzaron a rozar los muslos y las pantorrillas de Bella, deslizándose sobre las medias de seda. Bella se estremeció y deseó arrodillarse a su lado. Edward besó sus rodillas, la parte interna de sus muslos, sus pantorrillas, el empeine de sus pies. Una media desapareció. Edward comenzó a quitar la otra. De nuevo manos, dedos, labios, lengua se demoraron sobre la carne de Bella mientras la media iba bajando. Edward se incorporó un poco y enterró la cara contra el vientre de Bella, acariciando provocativamente sus muslos, descendiendo hasta sus caderas…, bañándola.
Al fin, Bella cayó de rodillas a su lado. Edward la abrazó de nuevo y se apoderó de su boca vorazmente. La luz del fuego bailaba sobre ellos. Bella comprendió entonces, mientras ardían como uno solo, que estaba perdida, pasara lo que pasase. Edward era todo cuanto anhelaba, todo cuanto necesitaba, todo cuanto amaba.
Él susurró a su oído:
—¿Cómo es que puedes hacerme esto? Me olvido de todo, de la razón, hasta de la cordura…
Bella metió los dedos entre su pelo y los deslizó sobre su nuca y a lo largo de su espalda. Se apretó contra él al tiempo que sus manos recorrían poco a poco sus fibrosas caderas hasta llegar a sus glúteos musculosos. Se sintió levantada en el aire y tumbada suavemente sobre él. El foco de todo su ser se concentró en la sensación del sexo de Edward dentro de ella, formando parte de ella. No podía sentir nada más excitante y embriagador que aquella sensación.
Antes, se había dejado llevar. Ahora podía marcar el ritmo. Y eso hizo.
Clavó las uñas en los hombros de Edward. Era consciente de las más sutiles sensaciones: las yemas de sus dedos sobre la carne de Edward, el roce de sus pechos sobre la mata de vello del torso de su amante, el modo en que sus brazos se cerraban alrededor de él… Las manos de Edward sobre ella, apretando sus caderas para que ganara impulso, para acariciarla, para guiarla…
Mientras ella estallaba en éxtasis, Edward la hizo girar y se colocó sobre ella. Todo ardía envuelto en las llamas azuladas del fuego, y la tempestad que se había apoderado de ella se desató por entre los bosques que rodeaban el castillo.
Luego, mientras el viento se acompasaba con la lenta cadencia de su respiración, Bella extendió la mano y tocó la cara de Edward.
—¿Por qué? —preguntó en voz baja.
Edward se elevó sobre ella, apoyándose sobre los brazos.
—¿Al principio? Porque era monstruoso.
—Pero no es más que una cicatriz.
—¿Tan terrible es? —preguntó él con suavidad.
Ella negó con la cabeza.
—Pero es mentira.
—No es mentira. Es sólo que no estoy preparado para enfrentarme al mundo.
—Pero tú no eres esa máscara —insistió ella.
Edward se echó a reír, buscó su boca y la besó de nuevo.
—¡Tú siempre tan vehemente! Todos tenemos nuestros secretos.
Ella sacudió la cabeza.
—Por desgracia, lord Cullen, yo soy un libro abierto.
—Con páginas muy profundas.
—Ya estás con tus juegos otra vez.
—Esto sigue siendo un juego. Un juego mortal —dijo él, poniéndose en pie.
Desnuda en medio del montón de su ropa, Bella tuvo la sensación de que todo cuanto había creído en otro tiempo se precipitaba de nuevo sobre ella. ¿Qué estaba haciendo?
Se movió para levantarse. Edward se agachó, la tomó en brazos y se puso en pie, apretándola contra su pecho mientras la besaba.
—Tengo que irme —dijo Bella, pero él negó con la cabeza—. Pero no puedo quedarme aquí.
—¿Por qué no?
Bella se apartó un poco.
—Eres el conde de Masen —dijo.
—Ah, pero tú eres la maga que al parecer me ha hechizado —murmuró él. Sosteniéndola en brazos, la condujo a la habitación contigua y la depositó sobre su fresca y enorme cama sin dejar de abrazarla—. No puedes seguir merodeando por el castillo en plena noche —dijo.
—No volveré a hacerlo.
—Eso ya lo has dicho antes.
—¿Lo había prometido alguna vez?
—Pareces reacia a hacer promesas.
—Las promesas sólo pueden hacerse cuando se piensan cumplir.
—Entonces volverías a tu habitación o a velar a tu querido amigo Riley y de pronto sentirías de nuevo la tentación de bajar a las criptas.
Bella le acarició la cara, pasando un dedo sobre la larga cicatriz.
—Apenas se ve —murmuró.
—Lo siento. Al parecer, he defraudado tus expectativas.
Ella se quedó mirándolo.
—No tenía expectativas —le dijo—. Pero tampoco me gusta que me engañen.
—No es a ti a quien pretendía engañar.
—No, cuando yo aparecí la farsa ya estaba en marcha —dijo ella, y luego añadió—: Pero esta noche has salvado a Riley, y te lo agradezco.
—Lo has salvado tú.
Bella negó con la cabeza.
—Tú fuiste mucho más útil que yo.
—Había tenido ocasión de vérmelas con mordeduras de serpiente otras veces —le dijo él—. En la India, en Sudán… —se encogió de hombros y de pronto se apartó de ella—. Hasta en El Cairo —añadió con amargura.
Bella sintió un repentino desasosiego.
—Pero nunca has criado ni alimentado serpientes, ¿verdad?
Él la miró con sorpresa.
—¿Para qué demonios iba a hacer eso? Son muy peligrosas… como tú misma has podido comprobar esta noche —se apartó de ella y, entrelazando los dedos tras la nuca, se quedó mirando fijamente el techo—. Riley tuvo suerte. Parece que ha superado lo peor. Mañana tendrá muchos dolores y estará aturdido, pero si continúa recuperándose a este ritmo… —se encogió de hombros—. Por la mañana tengo que ocuparme de un asunto. Supongo que tú te quedarás cuidando de tu buen amigo.
Bella no respondió. Prefirió que él sacara sus propias conclusiones. Tenía, sin embargo, ciertos planes para el día siguiente. Él pareció malinterpretar su silencio.
—Sois muy buenos amigos, ¿no?
Bella lo miró con fijeza, sintiendo una punzada de enojo en el corazón. Edward Cullen sabía que nunca habían sido nada más.
—Sí, Riley es amigo mío. Gracias por acceder a que lo trajeran aquí —añadió con cierta crispación.
Naturalmente, tenía que atender a Riley. Pero sir Jason pensaba ir al museo al día siguiente; eso había dicho cuando el viejo Arboc había ido a llamarlo al almacén. Y ella también pensaba ir. Salir del castillo sería mucho más fácil de lo que esperaba, dado que Edward pensaba ausentarse.
—Bella, hablando en serio…
—Hablando en serio, estoy agotada —murmuró ella—. Te suplico que dejes los juegos para otro momento.
Edward guardó silencio. Bella ansiaba desesperadamente eludir preguntas, reproches y cualquier alusión al futuro, de modo que extendió la mano y lo tocó. Edward la tomó en sus brazos.
—Creía que estabas agotada.
—Estoy demasiado cansada para pelearme contigo —respondió ella—. Nos resulta muy fácil discutir.
Él la miró a los ojos mientras acariciaba su rostro.
—Ah, mi querida señorita Swan, me temo que a mí me resulta mucho más fácil no discutir.
Tenía razón. Porque, cuando la tocaba, no había futuro. No había ninguna niña viviendo en los bosques. Ni acusaciones, ni sospechas lanzadas sobre ella.
No había nada, salvo el instante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario