lunes, 17 de enero de 2011

La lucha ha terminado


Capítulo 7 “La lucha ha terminado”
—Si los rodeamos con un destacamento —explicó Edward trazando un diagrama en el suelo—, sólo unos cuantos hombres en pequeñas balsas, podremos coger por sorpresa a los guardias de la torre, bordear los parapetos y obligarles a abrir las puertas..., antes incluso de que alguien advierta del peligro en la torre principal. Mientras tanto dos hombres acudirán a las mazmorras para liberar a los prisioneros. Antes de que se extienda la alarma habremos sometido el castillo.
De cuclillas, Edward miró a Jasper y Santiago, quienes estudiaban el dibujo con el entrecejo fruncido como si buscaran algún fallo en el plan. Sin embargo no lograron encontrar ninguno.
—¿Cuándo? —preguntó Jasper con entusiasmo.
—Creo que al anochecer.
Santiago movió su gran cabeza desgreñada.
—Aún no os habéis recuperado del todo, Edward. Es un milagro que sigáis con vida, cuando todos os creíamos muerto.
Edward torció el gesto, luego esbozó una amplia sonrisa y se levantó. Se sentía en plena forma. El verdadero milagro había sido el efecto tonificante del agua fría, una comida abundante y la afirmación del médico de que nada podía haber sido tan beneficioso para su herida como el agua de mar. Todavía le dolían todos los huesos, pero ya no tenía mareos ni se encontraba débil. Recién afeitado y con ropa limpia, se sentía tan renovado como el antiguo mito del ave fénix alzándose de entre las cenizas.
—Jamás me he sentido tan bien en mi vida, Santiago. Además —añadió con ceño—, muchos de los nuestros siguen encerrados en las mazmorras. Me temo que no podemos perder tiempo. Jasper, me acompañaréis con un grupo de diez hombres y rodearemos el acantilado por el mar. Santiago conducirá al resto de los hombres cuando abran las puertas.
—¿Y qué órdenes pensáis dar esta vez? —preguntó Jasper con voz apagada.
Edward miró a Jasper y vio en sus ojos la misma furia que había experimentado él. Rodeó el escritorio y se sentó, reflexionando sobre la pregunta. Al despertar en la tumba de rocas, de buena gana habría asesinado hasta el último habitante de Edenby, desde soldados hasta niños, incluso a los perros y ganado. Pero por alguna razón se había tranquilizado. Había recuperado el sentido moral, del mismo modo que había recobrado la salud. Se había distanciado oportunamente de los acontecimientos y ahora lo veía todo con objetividad, todo excepto una mujer.
—Jasper, Santiago —dijo finalmente tamborileando los dedos en el escritorio y mirándolos con expresión ausente—. No ganaríamos nada con una matanza. Si los albañiles mueren no habrá nadie que reconstruya las murallas, y si se marchan los campesinos no habrá nadie para recoger la cosecha. Necesitamos lana para comerciar con los flamencos y, por tanto, pastores que guarden los rebaños.
—No estaréis insinuando que quedarán impunes, ¿verdad? —preguntó Jasper con incredulidad.
—No, no insinúo nada —respondió Edward con reposada vehemencia que tranquilizó a Jasper—. He descubierto que la mayor tortura que me impusieron no fue ser derrotado... sino preguntarme cuál sería mi destino mientras luchaba por salir de la tumba y volver a la vida. La incertidumbre y el miedo son armas poderosas. Las mazmorras de Edenby quedarán repletas.
—Si no hacemos algo más —recordó Santiago—, no nos temerán ni respetarán.
—Oh, los haremos flagelar —murmuró Edward—. Y crearemos un tribunal donde arrendatarios y artesanos deberán jurar nuevas lealtades. Las infracciones serán severamente castigadas, nuestra autoridad será inflexible y aprenderán que no habrá tolerancia para quien no cumpla estrictamente las normas.
—¿Y la noche que entremos? —insistió Jasper—. ¿Qué diremos a los hombres?
Edward rió con amargura.
—Decidles que las mujeres jóvenes son una buena presa. No nos llevaremos a las esposas de los campesinos, sino a sus hijas. —Entornó los ojos con astucia—. Hay una que reclamo para mí, la señora de Edenby. Que la traigan a mi presencia en cuanto la encuentren.
—¿Puedo pediros un favor?
—¿De qué se trata?
—Lady Alice.
Edward recordó a la tía que residía en el castillo.
—Es vuestra. —Miró a Santiago—. Y vos, amigo mío, ¿tenéis alguna petición?
Santiago rió.
—No; dadme una veintena de campesinas de caderas anchas y un trozo de tierra donde construir un feudo, y me daré por satisfecho. Es todo lo que pido.
—Hecho —respondió Edward, y añadió secamente—: Ahora no tenemos más que poner en marcha nuestros planes y encargarnos de que esta vez se lleven a cabo con éxito. Os advierto a ambos, como haré con los demás: nunca deis la espalda a esa gente. No corráis riesgos. Desconfiad de las palabras dulces y de las peticiones de clemencia...
Se interrumpió con el entrecejo fruncido. Desde más allá de la tienda llegaba ruido de cascos de caballos y un coro de voces excitadas. Se oyó una trompeta y a continuación pasos corriendo en dirección a la tienda.
Edward se puso en pie, recorrió a zancadas la distancia que lo separaba de la entrada y se asomó. Jasper y Santiago lo siguieron.
Sus hombres se amontonaron en torno a la partida de soldados a caballo y los saludaron a gritos. Los recién llegados llevaban emblemas con los colores de la casa Lancaster; rosas rojas adornaban sus mantos. Era un grupo reducido, demasiado para vagar por los campos. Entre el grupo Edward reconoció a sir Seth Clearwater, uno de los grandes defensores de Enrique Tudor. Fue a su encuentro y aceptó el abrazo con que éste lo saludó.
—¡Lord Edward! —exclamó Seth—. Tenemos asuntos urgentes que discutir.
Delgado y moreno, de constitución fuerte y enjuta, sir Seth llevaba luchando desde niño. Era diez años mayor que Edward pero no poseía tierras ni título, y Edward sabía que apoyaba a Enrique no sólo por ser de la casa Lancaster, sino para su propio ascenso social. Sin embargo había cierta honestidad en él y pocos hombres seguían a un aspirante al trono sin la esperanza de obtener algo a cambio.
Edward arqueó una ceja y condujo a Seth a su tienda. El caballero, vestido con armadura, entró con pisadas fuertes y observó distraído el plano que Edward había trazado en el suelo.
—¿Aún no habéis tomado el castillo de Edenby? —preguntó.
Edward se encogió de hombros.
—Descuidad, será mío —respondió—, estoy seguro.
Sir Seth no parecía muy interesado en el plano, pero Edward lo pisoteó; no iba a permitir que otro realizara la conquista... ni siquiera un hombre de su bando.
—El castillo de Edenby tendrá que esperar.
—¿Cómo? —exigió saber Edward, frunciendo con gravedad el entrecejo—. Ya estoy aquí, sólo necesito una noche...
—Se nos viene encima la verdadera batalla por la supremacía. Las tropas de Ricardo se están agrupando, y son mucho más numerosas que las nuestras. Debéis acompañarme con vuestros hombres por orden de Enrique Tudor. Necesita todos los soldados que pueda reunir.
Edward rodeó la mesa de escritorio y se sentó en su silla, apretando los labios y los puños, distraído. Estar tan cerca... ¡y tener que marcharse! El sabor de la venganza se volvió más amargo. Podía morir en el campo de batalla y no volver jamás.
Pero por fin había llegado el momento de la verdad: el rey de la casa York se enfrentaría al aspirante a la Corona de la casa Lancaster. No tenía otra elección.
—Ordenaré a los hombres que levanten el campamento —respondió Edward, poniéndose de pie.
Dejó a sir Seth y salió de la tienda. Desde la entrada contempló, más allá de los campos y el acantilado, el castillo de Edenby, que se alzaba sobre las rocas, impenetrable y desafiante.
—Regresaré —murmuró sombrío—. Regresaré, milady.
Entró con paso seguro en el círculo de tiendas, el manto ondeando tras él.
—¡Levantad el campamento! —ordenó con atronadora firmeza—. ¡Partiremos al encuentro de Enrique! ¡Ha llegado la hora de vencer al rey enemigo!


Bella subió a las murallas junto a la caseta principal de la guardia y volvió la vista hacia Edenby, emitiendo un débil suspiro de satisfacción. Sus hombres eran verdaderos constructores. Ya habían reparado las dependencias incendiadas de los herreros y canteros; aunque tardarían meses en reparar el daño que habían hecho a las murallas los cañones lancasterianos, Edenby volvía a ser defendible. Habían colocado una segunda puerta de hierro tras el muro exterior, y perforado nuevas troneras para los arqueros en las casetas de la guardia. Si el enemigo lograba derribar la pesada puerta de madera de la muralla exterior, se vería atrapado por el rastrillo de la caseta de la guardia... y los hombres podrían arrojar aceite hirviendo desde una posición relativamente segura. Podrían utilizar flechas ligeras y otras muchas armas, o al menos eso le había asegurado sir Sam.
Pero cuando se volvió y miró en dirección al sur, lejos de la costa, no vio sino paz y tranquilidad. Pronto llegaría el otoño; empezaban a recoger las cosechas y a moler el grano. Las ovejas volvían a tener las gruesas capas de lana del invierno. Todo parecía marchar sin contratiempos.
Al oír pasos a sus espaldas, se sobresaltó y se volvió con rapidez, pero se tranquilizó al ver que era el padre Gerandy quien se acercaba. Bella se burló de su nerviosismo; ¿qué podía temer en su propio castillo?
Las pesadillas seguían atormentándola cada noche. Bella había confiado en soñar con su padre, con James y con el pobre Embry. Pero no eran ellos quienes aparecían en sus sueños, sino Edward Cullen.
Había estado muy ocupada en la reconstrucción del castillo, bregando junto con Paul y Jared para que los suministros de comida y las defensas volvieran a alcanzar niveles de supervivencia. Tal vez era natural tener pesadillas. De día estaba demasiado ocupada para recordar a sus seres queridos; pero la noche se apoderaba de su mente exhausta y le infundía nuevos temores.
En sus pesadillas caminaba sola por los acantilados mientras el cielo se volvía oscuro presagiando tormenta. Incapaz de hallar el camino a su casa, echaba a correr... sólo para tropezar con un muro implacable. Levantaba la vista y descubría que había topado con un cadáver, el de Edward Cullen. Pero éste estaba muy vivo en la muerte, tan viril y poderoso como siempre; y se reía de ella y alargaba la mano para agarrarla jurando que lo pagaría caro, que muy pronto se reuniría con él en la muerte. Bella trataba de echar a correr, pero los dedos de Edward se enredaban en su cabello y se veía obligada a sostener la mirada de sus profundos y verdes ojos, que la fascinaban e intimidaban... y la dejaban sin habla, incapaz de luchar. Sentía el fuego de aquellos ojos que le hacían hervir la sangre, un fuego que amenazaba con tragarla para siempre...
Entonces él la sujetaba con fuerza y ella sentía la robustez de sus brazos; y el brutal, profundo y abrasador beso que la inflamaba como aceite en llamas. Sentía las manos de Edward recorriéndole el cuerpo, tan íntimamente que creía morir de vergüenza...
Y entonces todo se enfriaba. Las manos de Edward, los labios... Él sonreía y adoptaba una fría y cruel expresión de burla, susurrando que aquel beso era el beso de la muerte.
—¡Lady Isabella! —exclamó el padre Gerandy, interrumpiendo los pensamientos de la joven.
—¿Sí, padre?
Él sonrió con su habitual expresión preocupada y se encogió de hombros.
—En realidad no hay nada que requiera atención urgente. El mercader flamenco ha llegado para pagar la lana, y él y su gente se encuentran en el salón, atendidos por lady Alice.
—Tal vez debería volver —murmuró ella.
—No es preciso —respondió el padre Gerandy.
Ella lo miró intrigada con una ligera sonrisa.
—Entonces ¿de qué deseáis hablar, padre?
—No quiero hablar de nada, pero pensé que tal vez quisierais hacerlo vos... ya que no habéis pasado últimamente por el confesionario.
Bella contempló los campos, luego se volvió en dirección oeste, hacia el acantilado y el mar.
¿Os importa salir conmigo por la puerta trasera, padre? Me gustaría dar un paseo por la playa.
Él arqueó una ceja, luego se encogió de hombros, algo preocupado por las tormentas oscuras que parecían desatarse en los ojos de la joven.
—No deberíais salir sin la guardia...
—Entonces ¿podéis llamar a un miembro de la guardia, por favor?
Él volvió a encogerse de hombros e hizo lo que le pedía. Poco después cruzaban los parapetos y las torres hasta llegar a la caseta trasera de la guardia. No bordearon el acantilado; había un pequeño sendero, cubierto de cardos y malas hierbas, que conducía a una pequeña playa. Los guardias se situaron discretamente. El padre Gerandy permaneció detrás de la joven mientras ésta corría sonriente hacia el agua, se quitaba los zapatos y, sin preocuparse del vestido, dejaba que la marea le cubriera los pies. Se volvió.
—¿Nunca habéis corrido por la orilla, padre?
—No nací cerca del mar —respondió él, pero de pronto sonrió, y Bella le devolvió la mirada, consciente de que pensaba que había estado demasiado taciturna últimamente.
—¡Os habéis perdido algo grande! —exclamó Bella—. ¡Acercaos a la orilla!
Él lo hizo con escepticismo. Bella ya estaba sentada en la arena, tan cerca del agua que las olas rompían una y otra vez contra ella, mientras contemplaba encantada el mar. El padre Gerandy se sentó a su lado e hizo una mueca cuando el agua le empapó la sotana.
—¿Devolvisteis el cuerpo de lord Edward a sus hombres, padre? —preguntó, mirando fijamente el mar.
El padre Gerandy vaciló, pues no tenía deseo de admitir que no habían sido capaces de hallarlo. El acantilado era todo de roca y no podía culparse a Paul de haber olvidado el lugar en que lo habían enterrado en momentos tan turbulentos. Tampoco el olor había servido de ayuda, pues el mar mantenía fresco aquel terreno escarpado, y habían abandonado la búsqueda. Era probable que los buitres y lobos que merodeaban por allí se hubieran llevado sus restos.
—No tenéis de qué preocuparos —respondió él.
Ella se volvió con fiereza hacia él.
—No es posible regresar de la tumba, ¿verdad, padre? —preguntó.
Él rió.
—Desde luego que no. ¿Es eso lo que os preocupa?
Ella negó tímidamente con la cabeza.
—En realidad no... Supongo que ya lo sabía, sólo que he estado pensando... Cuando era joven, mi padre solía traerme aquí. Aún no era una «lady», al menos no una lady adulta, y él me dejaba nadar y jugar en la orilla. Alice nos acompañaba, y traíamos comida y el sol brillaba. Era una época deliciosa, y mucho más fácil. —Suspiró, trazando un dibujo con el dedo en la arena húmeda—. Me pregunto cómo sería volver a vivirla, padre. Cómo era la vida cuando el reino no estaba en guerra constante. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo... sólo un poco, antes de la muerte de mi padre. Y la de James y Embry. Y antes... —Se interrumpió brusca y dolorosamente.
—¿Antes de la... muerte de lord Cullen? —El padre Gerandy deseó haberse mordido la lengua.
—Antes de su asesinato, sí —dijo ella en voz baja—. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo. Oh, Dios, es terrible. En realidad no habría podido actuar de otro modo. Tenía que... hacer lo que hice. A veces desearía... —Meneó la cabeza con tristeza, mirando fijamente el agua, donde el cielo azul y dorado, y el mar color añil se juntaban en el horizonte—. Desearía que mi padre le hubiera ofrecido a Edward Cullen esa estúpida comida. ¡Entonces nada de todo esto habría sucedido!
—Desearíais no haberos visto obligada a hacer lo que hicisteis —la interrumpió el padre Gerandy con suavidad, rodeándole los hombros con un brazo.
—¿Cree que iré al infierno?
Él negó con la cabeza.
—Hicisteis lo que debíais, Bella. Luchasteis con las armas que teníais. Fue en defensa propia.
Ella asintió, tragando saliva con dificultad.
—Sigo soñando con el infierno. ¿Estáis seguro de que no acabaré allí?
—Estoy convencido de que Dios conoce el corazón de los hombres... y de las mujeres. Y vuestro corazón, querida niña, es puro.
Ella no creía que lo fuera. Ni creía que Dios pudiera perdonar el que hubiera utilizado sus encantos para conducir a un hombre a la muerte. Sin embargo, tal vez entendería que no había tenido otra salida.
—Sigo preocupada.
—¿Por la lucha inminente?
—Así es. ¡Se ha vertido tanta sangre! ¿Creéis que vencerá Ricardo? Por lo menos, cuando Enrique Tudor sea derrotado cesarán las guerras.
De nuevo el padre Gerandy pareció vacilar. Él también había tenido sueños extraños en los que había visto un reino unido, y la paz y prosperidad llegando a la tierra. Pero en ese cuadro, una mancha oscura emborronaba Edenby, como si antes de hallar la paz debiera hacer frente a una prueba más dura.
—La paz no se alcanza fácilmente —respondió; luego añadió con optimismo—: Pero ya habéis oído a los mensajeros del rey. Las fuerzas de Ricardo superan en número a las de Enrique Tudor.
—Hummm —murmuró Bella, levantándose—. Lo último que he oído es que están reuniéndose en una ciudad llamada Sethet Bosworth. Tal vez tengamos pronto noticias de que todo marcha bien.
—Tal vez —asintió el padre Gerandy.
Bella sonrió con picardía. El aire fresco del mar parecía haber alejado de su alma las visiones de las pesadillas.
—Volveos, ¿queréis? No quisiera ofender vuestro sentido de la rectitud, pero siento la necesidad de quitarme el vestido y nadar.
—Milady...
—Por favor. —La joven rió y él se alegró de oír su risa—. Esperadme al pie del acantilado... No tardaré, os lo prometo.
El padre Gerandy lo hizo y Bella se olvidó enseguida de su presencia. Dejó el vestido de terciopelo en la arena y se metió con la ropa interior de lino en el agua, encantada de lo fría que estaba, sumergiéndose para disfrutar de la sensación de libertad. No se había sentido tan joven y serena en lo que le parecía una eternidad; durante esos breves momentos logró olvidarse de todo. Era como si el mar borrara los recuerdos y lavara sus manos manchadas de sangre.
Cuando finalmente salió del agua se sentía más animada y optimista. Tenía el cabello empapado, pero se reunió con el padre Gerandy con una radiante sonrisa.
—¿Sabéis que me siento mucho mejor, padre?
—Comportarse como un pez no se considera una conducta decente para una dama de vuestra posición, Bella.
—Pero he disfrutado enormemente.
—Entonces me alegro. Aunque un marido no lo aprobaría.
Ella se puso seria de pronto, temblando ligeramente. De nuevo el padre Gerandy se arrepintió de sus palabras.
—Creo que me pongo a prueba cada día, padre. No necesito un marido.
—Ahora estáis dolida y lamentáis la pérdida de James. Pero algún día tendréis que casaros, y lo sabéis.
Ella negó con la cabeza.
—Tal vez no. He luchado mucho y perdido aún más. James era único. Los maridos creen que pueden gobernar las tierras de sus esposas... y a sus esposas. A mí no me gobierna nadie, padre. He llegado demasiado lejos.
El religioso se estremeció ligeramente. La joven hablaba en serio. El oscuro velo que había enturbiado en sus sueños la vista de Edenby pareció caer ahora en torno a él. Levantó la mirada hacia el acantilado y volvió a estremecerse. Tenía una especie de presentimiento.
Sin embargo Bella corría por delante de él, sonriendo de nuevo.
—Creo que ordenaré un día de fiesta —le anunció—. Sin duda podremos encontrar el santo apropiado, ¿no os parece, padre? La gente ha trabajado mucho. No es mayo pero lo celebraremos como si fuera el primero de mayo. ¡Asaremos corderos y ternera, y bailaremos a la luz de la luna!
Era una buena idea, reconoció el padre Gerandy para sus adentros. Bella se había granjeado la lealtad de sus arrendatarios. Para ellos era una joven hermosa y heroica. Pero ella también necesitaba celebrarlo, necesitaba algo que le apaciguara el espíritu y le devolviera la sonrisa.
—Sí, encontraremos el santo apropiado —asintió él secamente.
Pero mientras hablaba el sol pareció ocultarse. Del oeste llegaban nubes que anunciaban tormenta. De la zona de Sethet Bosworth, pensó el padre Gerandy horrorizado. ¿Qué ocurriría esta vez en el campo de batalla?


La noche del 21 de agosto, Edward paseó bajo las estrellas en silencio y contempló el horizonte, el centenar de hogueras que se veían arder ante las numerosas tiendas que rodeaban Ambien Hill, esperando a que amaneciera.
Los exploradores de Enrique llevaban todo el día fuera. Edward sabía casi tanto de los movimientos del enemigo como de los de sus propios hombres. El rey Ricardo había llegado aquella mañana de Leicester a lomos de su caballo en medio del estruendo de trompetas, con los soldados de a pie, arqueros y caballería delante de él. Incluso con armadura seguía siendo esbelto. Llevaba una corona dorada, de modo que tanto sus hombres como los del enemigo lo reconocieron a primera vista.
Edward contempló las hogueras de los campamentos, luego bajó la cabeza. No le faltaba coraje a Ricardo; ni valor, ni buenas virtudes. Sin embargo, sobre su alma pesaban demasiados pecados. Su ascenso al poder había sido demasiado irresponsable.
Al día siguiente Dios escogería al futuro rey, pensó Edward.
Se arrodilló y trató de rezar, pero se dio cuenta de que no recordaba cómo hacerlo. Era una noche muy oscura, salvo por las hogueras. «Igual de oscura que mi vida», pensó. De pronto se sorprendió rezando: «Déjame vivir, Padre. Permítenos la victoria. No temo a la muerte, pero por todo lo que ha caído sobre mí temo que mi alma no conozca la paz hasta que obtenga venganza. No pretendo matarla, sólo quiero que cumpla su promesa.»
¿No era correcto rezar para pedir venganza? Tal vez no. Tal vez Dios también fuera un guerrero. Edward se puso de pie y miró hacia el cielo, sonriendo con expresión malévola.
—El tiempo lo dirá —susurró a la brisa de la noche.
Volvió a su tienda. Los centinelas lo saludaron y él les devolvió el saludo. No muy lejos, Ricardo seguramente examinaba su propio campamento, al igual que Enrique Tudor.
Edward entró en el interior de la tienda, en la que Jasper dormía. Debería pensar en la batalla, en la estrategia a seguir. Entrelazó las manos bajo la nuca y clavó la mirada en la oscuridad. Tanto con los ojos abiertos como cerrados, veía a la joven. La veía vestida de blanco, envuelta en la niebla; veía aquel reluciente cabello castaño, aquellos ojos marrones, la curva de sus labios al sonreír, la pasión al suplicar, cuando él se había conmovido...
—Si mañana salgo de ésta con vida, Isabella Swan de Edenby, juro que tomaré ese castillo... y a vos, o moriré en el intento —susurró.
Y entonces sonrió. Sentía calor, deseo, fiebre; debía aplacarlos para a continuación purgarlos, purificarlos. Tal vez la venganza fuera algo bueno. Le había infundido deseos de vivir; esta vez le proporcionaría la voluntad necesaria para vencer.
La batalla comenzaría al amanecer.


Amaneció el 22 de agosto de 1485, año del Señor...
El día había despertado gris y las nubes de tormenta se unieron a la negra humareda de la pólvora que se arremolinaba sobre la tierra. Hacía tanto calor que Edward se había quitado el casco. Tenía la frente cubierta de gotas de sudor y el rostro lleno de suciedad.
Tiempo atrás se había desprendido del trabuco, pues le parecía inútil en la lucha. Combatía con la espada, a lomos de su caballo, matando ciegamente a todo el que intentara acabar con él o derribarlo.
La terrible desigualdad de las fuerzas había desalentado a las tropas enemigas. Luchaban con mayor ferocidad, porque si perdían serían arrasados.
Edward luchó cerca de Enrique Tudor, a quien protegía un guardia. Enrique no era cobarde; aún no había cumplido los treinta años y estaba deseoso de luchar por la Corona a que aspiraba. Pero su verdadero talento residía en su inteligencia y tácticas. De constitución y estatura medianas, era un hombre perspicaz y resuelto, pero no tan fuerte como quienes hallarían gran orgullo en derribarlo.
Mientras Edward reflexionaba sobre ello, un fornido soldado penetró en sus filas esgrimiendo una pica. Edward espoleó a su caballo, que relinchó y se abalanzó hacia la nueva amenaza. Alzó la espada y la descargó con todas sus fuerzas sobre la pica, que cayó de la mano del soldado antes de que la punta de acero pudiera alcanzar a Enrique Tudor. El fornido soldado gritó furioso y se abalanzó sobre Edward, derribándolo del caballo. Rodaron por el suelo en medio de gritos, gente corriendo y explosiones de cañones a lo lejos, en un campo de batalla sembrado de cuerpos de caballos y hombres muertos o heridos, yaciendo entre lodo y sangre.
El soldado enemigo se hallaba encima de Edward y lo golpeaba con los puños. Edward se volvió y lo derribó, y utilizó el impulso para ponerse de pie. La pica se hallaba a su lado; se apresuró a recogerla y la hundió con fuerza en la espalda del enemigo. Éste, que se disponía a incorporarse, dejó escapar un gemido y cayó de bruces en el barro.
Aturdido, Edward se volvió en busca del caballo y la espada antes de que volvieran a atacarlo, y allí estaba Enrique a lomos de un caballo y sujetándole el suyo.
—Me habéis salvado la vida —dijo brevemente.
Edward cogió las riendas del caballo sin responder. Enrique Tudor no malgastaba las palabras, así que no lo contradijo. Echó un vistazo al rostro enjuto del hombre a quien había prometido lealtad y asintió.
—Todavía tenemos una batalla que ganar —respondió.
¿Hasta cuándo se prolongaría?, se preguntó Edward. El cielo cada vez estaba más oscuro y había cadáveres por todas partes. Las rosas blancas y rojas eran pisoteadas en el barro, y sin embargo la lucha proseguía.
El final de la batalla lo decidieron lord Stanley y su hijo... y sus tres mil hombres. Eran prácticamente aliados de Ricardo, pero cuando éste atacó montado en su caballo blanco a Enrique Tudor, los Stanley decidieron probar fortuna con éste.
Edward sabía que Enrique había conocido a sir William Stanley y hecho tratos con él. Pero en aquel encuentro Enrique había comprendido que éste sólo lo apoyaría si demostraba que podía salir vencedor. Hasta el momento crucial los Stanley parecieron estar con Ricardo. Saltaba a la vista que se proponían probar fortuna con el vencedor y sus movimientos decidieron la batalla.
Ricardo se vio atrapado, aplastado entre las tropas de Enrique y la enorme ala creada por los hombres de lord Stanley. Sin embargo luchó con osadía hasta el final.
Finalmente Edward oyó gritos.
—¡Está muerto! ¡El rey ha muerto! ¡Ricardo III ha sido asesinado... han visto su cadáver desnudo y tendido sobre el caballo!
—¡Se están dispersando y huyendo del campo despavoridos! ¡Se retiran! ¡Hemos ganado la batalla!
Y era cierto, según pudo comprobar Edward. El enemigo se retiraba como una ola. Entornó los ojos y divisó un caballo galopando frenético, con un cuerpo desnudo sobre la grupa.
Un soldado de a pie se acercó corriendo con la corona dorada que Ricardo había llevado. Cayó de rodillas ante Enrique y se la ofreció. Éste se echó a reír.
—¡Hemos ganado la batalla, amigos!
—Su Alteza —dijo el soldado con reverencia. Enrique se puso serio y adoptó una expresión grave.
—Aún no soy el rey, no hasta que sea coronado. Pero eso sucederá pronto, leales servidores. A todos, mi gratitud. ¡Las recompensas prometidas son vuestras! A cambio quiero vuestra promesa de que reconstruiremos el reino y lo haremos enriquecer más allá de lo que cabe imaginar. —Se volvió—. Sir Seth, id en busca de Elizabeth de York y llevadla a Londres.
—Debéis casaros con ella, alteza, y asegurar así el título... —empezó Seth, pero Enrique Tudor se apresuró a interrumpirlo.
—¡No me casaré por el título! ¡Todos los presentes saben y la historia demostrará que pretendía la mano de Elizabeth mucho antes del día de hoy! ¡No tendré otro título que el mío! Hasta que no sea nombrado rey debidamente será mi prometida. Me casaré con ella por la paz de este reino. Las casas de Lancaster y York se unirán bajo un solo nombre. ¡Tudor!
Enrique dirigió una mirada a Edward.
—Bueno, lord Edward, ¿qué obtendréis vos? ¿Queréis venir a Londres conmigo para sacudiros del cuerpo la batalla en medio del esplendor? Vamos, responded. Siempre pago mis deudas y os debo la vida.
Edward negó con la cabeza y sonrió con amargura.
—Regresaré a Edenby y tomaré el castillo, alteza. Tengo un asunto personal que resolver allí. Si queréis realmente recompensarme, dejad el castillo y a su dueña a mi cuidado.
Enrique Tudor sujetó con fuerza las riendas del caballo mientras éste trataba de morder el bocado. Arqueó una ceja.
—Como queráis. ¿Necesitáis más hombres y armas?
—No, me basta con los míos. Creo que sé cómo tomar el castillo derramando la menor cantidad de sangre.
Enrique lo observó unos instantes.
—Hablo en serio cuando digo que quiero la paz, Edward. Estábamos en guerra; arrebaté el poder a muchos nobles y otros serán encerrados en la Torre. Incluso algunos terminarán decapitados, porque si ahora se oponen a mí serán considerados traidores. Pero no quiero mostrarme vengativo; sólo deseo que teman por sus vidas los que se nieguen a aceptar mis exigencias. Tomad el castillo en mi nombre. Confío en que seguiréis mi actitud.
—La señora de Edenby... —empezó Edward, pero Enrique lo interrumpió impaciente.
—Esa mujer es asunto vuestro. Haced con ella lo que estiméis conveniente.
Edward sonrió.
—Quisiera que me dierais vuestra promesa, alteza.
—¿Por qué sois tan insistente? —preguntó Enrique irritado.
—Porque es joven y muy hermosa, y pertenece a un linaje sin tacha. Si otro la reclamara, os recordaré que no podéis entregarla como recompensa o parte de un trato matrimonial. No importa lo que yo decida hacer, ella me pertenecerá.
—¡Tenéis mi promesa! —vociferó Enrique—. ¡Buen Dios, todo por una mujer! Ahora dejadme y regresad a Edenby. ¡Tengo otras peticiones que atender y los asuntos del reino me reclaman!
Enrique dio media vuelta en su caballo y se alejó.
Edward permaneció sentado unos momentos. Era como si el sol hubiera atravesado las nubes. Le invadió el júbilo como un fuego arrasador y echó la cabeza hacia atrás para gritar de alegría y triunfo.
Sombrío y cansado, Jasper se abrió paso hasta su amigo y lo miró con ceño.
—Parecéis un gallo cantando al amanecer.
Edward rió, pero tensó el rostro.
—El rey ha dado su permiso para que tomemos Edenby, con el consejo de no mermar su valor, pero... con carta blanca y su bendición.
Jasper también sonrió. Sopló una suave y fría brisa con la promesa de lluvia. Edward no cabía en sí de gozo. Después de todos los esfuerzos y todo aquello por lo que había luchado, el final se hallaba cerca. Se volvió hacia Jasper con ojos chispeantes.
—Reunid a nuestros hombres... Partiremos esta misma noche. No hay tiempo que perder.
La brisa era realmente suave, tanto como la tan esperada promesa de venganza que estaba a punto de cumplir.


Bella se hallaba en la biblioteca, revisando las cuentas de los impuestos presentadas por Paul. Veía un poco borroso el papel que tenía delante. La noche anterior habían celebrado la veraniega fiesta del «primero de mayo» y ella había bebido y bailado con los campesinos, y había disfrutado tanto de la velada como para amanecer con un terrible dolor de cabeza.
Se sobresaltó cuando la puerta se abrió de par en par y sir Sam entró con semblante pálido y tembloroso.
—¡Ha terminado! ¡La batalla de Bosworth Field ha terminado! ¡Han matado a Ricardo!
—¿Cómo? —exclamó ella perpleja.
Él asintió, tragando saliva.
—Enrique Tudor se dirige a Londres para ser coronado rey.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Bella, conteniendo su nerviosismo.
¡No era posible! ¡Las fuerzas de Ricardo superaban en número a las de los invasores! ¿Cómo había ocurrido?
—Uno de nuestros hombres consiguió llegar hasta aquí. Está enfermo y herido, pero afirma estar seguro. Él mismo vio el cuerpo del rey Ricardo. Las fuerzas de los York fueron duramente golpeadas y se dispersaron. Enrique Tudor es el vencedor.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Bella, apoyando un brazo en el escritorio y ocultando el rostro en él—. Tal vez no signifique nada. Todavía hay otros que pueden intentar conseguir la Corona. ¡Tal vez también maten a ese advenedizo Tudor!
No había visto entrar en la habitación a Alice, pero ésta corrió hasta el escritorio para cogerle la mano e implorarle.
—¡Debemos rendirnos ahora, Bella! ¡Debemos hacerlo! ¡Si no aceptamos a ese hombre como rey, ordenará que nos aplasten! Por favor, piensa en todos nosotros. Si acudes a ese hombre, le juras lealtad y deponemos las armas y nuestro emblema de rosas blancas, tal vez nos deje en paz.
Bella se recostó en el asiento y miró fijamente a Alice, que tenía los ojos acuosos y muy abiertos. Luego se volvió hacia sir Sam.
—¿Y bien? —preguntó con tono cansado.
Él movió la cabeza con pesar.
—No veo otra salida, milady. Alice tiene razón, debemos jurar lealtad al nuevo rey y rezar para que no intente castigarnos.
—¡Por favor, Bella! —imploró Alice una vez más.
Bella sintió que empezaban a palpitarle las sienes y se las apretó.
—¡Por favor!
—Tienes razón. Debo ir a pedir el favor de ese rey advenedizo. —Deseó que la cabeza dejara de dolerle para poder pensar con claridad—. Si realmente le nombran rey, la mitad de nosotros terminará en la Torre o en el cadalso.
Alice ya se había levantado.
—Prepararé tu equipaje. El rey es joven. Si llevas tus joyas y vestidos más elegantes no será capaz de negarte nada.
—He oído decir que es astuto, sagaz y frío... y las riquezas le interesan más que las mujeres. Pero haz lo que quieras. —Hizo de nuevo una pausa y añadió con amargura—: Si he de suplicar, puedo hacerlo muy bien vestida para la ocasión.
Alice ya había salido. Bella se levantó cansinamente y miró a sir Sam.
—Vendréis conmigo. Y me acompañará Jess y una escolta de cinco...
—Diez, si me permitís la sugerencia, lady Isabella —la interrumpió sir Sam—. Los alrededores estarán llenos de soldados derrotados y desesperados. Seríamos presa fácil para ellos.
—Que sean diez entonces —repuso Bella con un suspiro—. Podríamos partir esta misma tarde. Quisiera acabar con esto cuanto antes.
Menos de dos horas después, Bella y su escolta se hallaban listos para cruzar las puertas.
El padre Gerandy y Alice se encontraban junto a ellos para alzar la espuela y desearles buen viaje.
—Cuando vuelvan nuestros hombres, los que lo hagan, ocupaos de ellos. Fueron leales a Edenby y a la casa de York.
El padre Gerandy asintió con solemnidad.
—Y si vuelve sir Jacob, encargaos de que se encuentre cómodo en el castillo.
—Así lo haré —murmuró Alice preocupada.
La pequeña Anne estaba al lado de su madre observando con ojos muy abiertos. Bella desmontó del caballo para abrazar a su pequeña prima.
—Anne, me voy a la ciudad. ¡Sé buena y te traeré una preciosa muñeca o una marioneta! ¿Te gustaría?
—¿Una marioneta?
—¡Sí, una maravillosa marioneta!
Anne sonrió y la besó. Bella trató de sonreír al padre Gerandy y a Alice.
—No temáis, todo saldrá bien. Tengo intención de ensayar mis ruegos durante todo el trayecto.
Alice sonrió, pero el padre Gerandy frunció en entrecejo.
—¡Bella! —imploró—. Tened cuidado.
Ella suspiró.
—Descuidad, padre. No tengo intención de perder mis posesiones ni el cuello. Regresaré muy pronto, si Dios quiere. Cuidaos.
—Dios os bendiga, niña, y suerte —dijo él, estrechándole las manos.
Se la veía regia y osada, y sus palabras parecían confiadas y orgullosas, pero el padre advirtió que los dedos le temblaban.
—Pensad en ello, padre. Si hubiéramos ofrecido una comida a Edward Cullen y sus tropas, ahora no tendría que suplicar nada.
—Bella...
—No habríamos combatido ni visto morir a tantos hombres. —Se rió cansinamente—. Y yo no me sentiría culpable de traición y asesinato. De nada, de absolutamente nada.
—Debéis olvidar el pasado, Bella. Recordad que no podías haber actuado de otro modo. Sed fiel a vuestro corazón, a vuestra gente y a vos.
Ella sonrió.
—Gracias, padre. —Luego le soltó las manos y dijo adiós alegremente—. ¡Todo irá bien!
Se abrieron las grandes puertas, y Bella y su escolta salieron de Edenby.

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