Capítulo 4 "Iré al baile"
Bella se despertó con la luz de la mañana que atravesaba
suavemente la muselina del dosel de su cama, que hacía las veces de mosquitera.
La luz enfocaba los tonos desvaídos del viejo mobiliario. Las paredes del
dormitorio aparecían revestidas de un monótono estuco. Arrugó la nariz al
sentir el dolor ardiente de su brazo y volvió a cerrar los ojos al recordar la
mala noche que había pasado.
Después de la visita del príncipe, Bella había tenido que
cabalgar hasta el pueblo para comunicarle a la viuda de Black lo que le había
ocurrido a sus hijos. Sin duda, había sido una de las cosas más duras que Bella
había tenido nunca que hacer. Entre el temor por los chicos, el dolor de su
brazo y el recuerdo de la conversación mantenida con el príncipe Edward, apenas
había podido pegar ojo. Y eso que la jornada iba a exigir de ella todas sus
energías.
Durante el día haría los preparativos necesarios y ya por la
noche, el Jinete Enmascarado cabalgaría de nuevo para rescatar a sus amigos.
Sabía que la señora Black llegaría pronto para acompañarla a
la gran ciudad. Por eso se levantó con un gran bostezo, los ojos acuosos por el
cansancio, y se obligó a salir de la cama. Necesitaba un café, pensó, aunque
sabía que debía primero echar un vistazo a la herida del brazo. Se colgó la
bata por encima del camisón y bajó las escaleras, bendiciendo mentalmente a
Ángela al oler el aroma a café que venía de la cocina.
Una buena taza de café fuerte, era todo lo que le pedía a la
vida. Se sentó en la mesa, donde una pequeña taza humeante la esperaba en una
bandeja, en el fresco aire de la mañana.
La ventana de la cocina estaba abierta y una brisa delicada
y fresca entraba en la pieza. Le traía el distante aroma del mar y el olor
intenso de la menta silvestre que crecía entre las hierbas del jardín. No pudo
evitar pensar en él al percibir el sabor mentolado del ambiente: ese granuja
goloso, con sus melenas cobrizas que parecían hechas de bronce.
Arrugó el entrecejo levemente y tomó otro sorbo de café.
Ojalá no le hubiese dicho nada sobre su filosofía de una vida independiente.
Seguro que ahora pensaba que era una excéntrica. Aun así, había sido importante
poder quitar esa mirada de piedad que había visto en sus ojos, aunque hubiese
sido sólo para reemplazarla por una de incomprensión machista.
Sus pensamientos derivaron hasta la invitación que le había
hecho para ir al baile. Se había visto obligada a rechazarla, pues sabía que
estaría muy ocupada tratando de sacar a sus amigos de la cárcel. Anoche, sus
miradas y su ternura para con el abuelo le habían impedido sospechar nada, pero
ahora, a la luz del día, tanta insistencia por su parte para que asistiera a su
cumpleaños le resultaba extraña.
¿Enviarle un carruaje para que la llevara? No había
mencionado nada de carabinas. ¿De verdad había sugerido que enviaría a una de
sus elegantes mujeres para que la vistiera? ¡Por el amor de Dios! Con su
reputación, cualquiera dudaría sobre la verdadera naturaleza de ese despliegue
de generosidad.
Pero pronto calificó esas sospechas de ridículas. Él estaba
acostumbrado a las flores más hermosas de la alta sociedad, a los diamantes de
la mejor calidad. Un hombre como él no querría a una castaña inadaptada como
ella, gracias a Dios. Ese elocuente demonio con cara de ángel y verdes ojos no
debía tener ningún problema para seducir a cualquier mujer que se propusiese.
En ese momento, la puerta de la cocina que daba a la parte
trasera de la casa se abrió y su abuelo entró por ella. Bella le miró,
sorprendida de encontrarle levantado tan temprano.
— ¡Buenos días, querida! —dijo alegre.
Ella le sonrió, contenta de ver que tenía un día lúcido, al
menos de momento.
— ¿Cómo te sientes, abuelo?
— ¡De maravilla, querida, de maravilla! —dijo, la cara
iluminada por una sonrisa y su voz grave más fuerte de lo normal—. Paseando un
poco para respirar el aire fresco de la mañana y pensando en el príncipe
Edward. Qué hombre tan estupendo, ¿verdad, Bella?
Ella le miró escéptica, pero decidió no contradecirle.
Parecía feliz, y si el príncipe Edward era el responsable de la sonrisa en la
cara de su abuelo, no sería ella la que estropease sus ilusiones. ¡Tenían tan
pocas visitas estos días!
— ¿Por qué no dejas que te corteje? —bromeó.
— ¡Abuelo!
Él se rio, dándole palmaditas en la cabeza.
— ¿Y por qué no? Te molesta porque no es un hombre al que
puedas mangonear como haces con el resto de nosotros. Pero eso no significa que
no vaya a cuidar bien de ti.
—Puedo cuidar de mí misma, como muy bien sabes —le envió una
mirada de reproche mientras tomaba un sorbo de café—, y estoy segura de que no
mangoneo a nadie.
Él se rio y salió por donde había entrado.
Cuando se hubo ido, Bella llevó su taza de café al
dormitorio y lo terminó mientras se vestía para la incursión en la ciudad.
Eligió su mejor vestido, un recatado vestido de diario estampado de algodón
blanco. Pero sus mangas cortas no le cubrían el vendaje del brazo, por lo que
tuvo que elegir uno de mangas largas, lamentándose por el calor que pasaría. De
este modo, se enfundó un vestido de manga larga bastante deteriorado que
simulaba la seda azul. En el pelo, Ángela le ayudó a hacerse una trenza y se la
colocó encima de la cabeza, en forma de corona. Hecho esto, sólo le faltaba
ponerse los guantes y el gorro para salir de casa.
Dedicó unos minutos a guardar en un gran saco el equipo que
necesitaría por la noche para rescatar a sus amigos, y fue justo entonces
cuando oyó llegar la calesa de la señora Black. Con rapidez, Bella revisó una
vez más el contenido del saco. Entre sus pantalones de montar negros y su
camisa, metió las tres bombas de barro que había preparado la noche anterior, y
las colocó entre la ropa para protegerlas así de los golpes. Eran tan grandes
como su puño. Junto a ellas colocó un pedernal para encenderlas, un gran rollo
de cuerda de pita, su estoque envuelto en trapos viejos y las botas de montar
con espuelas incluidas. Por último, colocó la máscara de satén negra en el
saco, y lo cerró.
Colocándose el sombrero, se acercó al espejo de pared para
atarse bien los lazos bajo la barbilla. Después se puso los guantes. Ya lista,
se cargó el saco en el hombro y bajó las escaleras. Saludó a la robusta
granjera, la señora Black, que acababa de entrar. Ángela les acompañó al
exterior de la casa. Las dos mujeres intercambiaron murmullos de preocupación
mientras Bella colocaba el saco en el coche de la señora Black. Después,
ensilló su caballo y lo enganchó por la rienda en su parte trasera.
El brazo había empezado a dolerle de nuevo con el esfuerzo.
Subió al carruaje y se sentó al lado de la conductora, la corpulenta viuda de
velo negro. Se sintió un tanto mareada por el dolor.
—El amigo de Jacob, Embry, tendrá su bote listo y esperando
para recogernos a los chicos y a mí y llevarnos al continente esta noche
—farfulló la señora Black mientras ponía el carruaje en marcha.
Bella asintió, dolorida al pensar que ella debía irse con
ellos, así como el pequeño Seth, y Jacob, que había sido su mejor amigo desde
siempre. Prefirió disimular su tristeza.
—Tengo listos los explosivos. Siempre y cuando los guardias
no se opongan a que entre contigo a visitarlos, no habrá problema para que
pueda llevárselos. Estarán fuera en un momento.
—Espero que sea así, señorita —murmuró la mujer mientras
golpeaba con las riendas al caballo gris moteado. Bella guardó silencio. Sabía
que la señora Black la culpaba del arresto de sus hijos aunque nunca se lo
dijese.
Conducían hacía el norte, por el Camino del Rey que llevaba
a la ciudad, cuando vieron a lo lejos un caballo que venía en dirección
contraria.
Bella se estremeció al reconocer el cuerpo seboso del conde
Forge que sobresalía a ambos lados del animal. El pobre caballo trataba de
mantener el trote bajo el peso del hombre. Forge parecía ridículo, como
siempre, con su camisa de volantes.
— ¿Paramos? —preguntó la señora Black en voz baja.
—Sigue conduciendo. Con suerte, puede que tenga prisa y no
tenga tiempo para conversar.
—Más bien me parece a mí que venía a verte —gruñó ella.
— ¡Señorita Isabella! ¡Qué casualidad, mi querida vecina!
—El afectado conde se tambaleó peligrosamente en su montura cuando hizo detener
al caballo.
—Buenos días, señor. Como puede ver, tengo algo de prisa...
—Cabalgaré entonces a su lado, señorita, ¡quiero asegurarme
de que está protegida! —Para hacer ciertas sus palabras, el conde desvió la
cabeza del caballo, maldiciendo y obligando al animal a caminar junto al carro.
Se limpió con la mano el sudor grasiento que caía de su cara. Tenía unos ojos
pequeños y marrones, con una expresión perspicaz y mezquina. Sus labios eran
gomosos y Bella era incapaz de mirárselos porque siempre se los lamía cuando la
tenía cerca, como si estuviese paladeando un manjar.
— ¿Protegida? —preguntó ella, tratando heroicamente de
mantener el tono de aburrimiento en su voz y su mirada.
—Señorita Isabella, he oído que los soldados registraron
anoche su propiedad y que ¡por fin, esos viles bandidos que nos han tenido
atemorizados estos últimos seis meses han sido arrestados! —Se detuvo, mirando
a la señora Black con desdén—. Ah, usted es la madre de ese grupo de lobos.
Señora mía, desde luego no debió hacer algo bien cuando crió a esos hijos
suyos. ¡Sus robos han avergonzado a todo el condado!
« ¿Y qué hay de sus robos, cerdo corrupto?», estuvo a punto
de replicar Bella, pero se detuvo a tiempo, sabiendo que si le provocaba, lo
único que iba a conseguir es hacer que su vida fuera más miserable.
—Al contrario, señor —dijo con un tono sarcástico—, bandidos
o no, esos chicos, cuya culpabilidad tiene aún que ser probada en el juicio,
han honrado a nuestro condado. Todo el mundo sabe que sólo robaban a los ricos
y repartían su botín entre los pobres.
—Si usted fuera una de las ricas, señorita, me atrevería a
decir que no les encontraría ni la mitad de caballerosos. He oído que el líder
sigue suelto. Me pregunto quién será realmente ese jinete Enmascarado.
Bella se estremeció. Había habido veces en el pasado en el
que había sentido que el conde Forge sabía lo de sus correrías y que sólo
estaba jugando con ella, llevándola a una especie de callejón sin salida hasta
tenerla justo donde él quería.
—Bueno —dijo con rudeza—, es usted muy amable por querer
protegerme pero tanto mi abuelo como yo estamos bien...
—He oído que el príncipe Edward estuvo allí —la interrumpió,
mirándola con lascivia, como si quisiera desafiarla.
Ella le miró con frialdad, llena de odio. Podía sentir la
sórdida indirecta en sus palabras.
—Así es. Su alteza dirigía el destacamento.
Forge se inclinó hacia ella, mientras el pobre caballo que
montaba se resistía ante semejante peso.
— ¿Acaso ese granuja le hizo alguna insinuación indecente,
señorita?
Bella miró fríamente hacia el camino.
—Desde luego que no, y le recuerdo que está usted hablando
del futuro rey de Ascensión —dijo, y recordó que esa circunstancia no le había
detenido a ella a la hora de golpear a Edwardel Libertino en donde de verdad le
dolía.
Forge parecía satisfecho con su respuesta. Se enderezó de
nuevo en su silla con una mirada engreída.
—En realidad, querida, traigo noticias de la ciudad que van
a sorprenderle.
— ¿Ah, sí?
—Ah, sí; bastante, en realidad.
Ella esperó, pero él quería regodearse con su secreto.
— ¿No tiene curiosidad? —la pinchó, mirándola con un lametón
ansioso en los labios.
Ella apartó los ojos, asqueada.
— ¿Cuáles son esas noticias, señor? —preguntó irritada.
—Está bien, se lo diré. Esta mañana, sin previo aviso, su
majestad ha salido en un viaje de placer con la Reina y el pequeño príncipe
Alec. ¡El granuja ha sido nombrado príncipe regente en su ausencia!
Ella se volvió para mirarle, sintiéndose como si una mula le
hubiese dado una coz en la barriga.
— ¿Está seguro de eso? —preguntó, sin poder contenerse. Él
se arregló las plumas.
— ¡Nadie habla de otra cosa en la isla!
Bella y la señora Black intercambiaron una mirada de
desesperación. El traspaso de poder de la Corona a manos del príncipe Edward no
sería una ventaja para los chicos.
Entonces, Bella notó una luz de codicia en los ojos del
conde, y casi podía ver las monedas de oro danzando en sus pupilas. Miraba al
horizonte, sin duda relamiéndose con la idea de que un bufón ocupase ahora el
trono, ya que de esta forma todos los Forge del reino podrían hacer lo que
quisieran, sin que nadie pudiese castigarlos.
Sin el rey Carlisle en el trono, Ascensión se sumiría en el
caos.
— ¿Dónde dijo que iba, señorita? —preguntó Forge, saliendo
de su ensimismamiento.
—No se lo he dicho —replicó con bastante insolencia. ¿Acaso
debía conocer ese hombre cada detalle de lo que hacía? No estaban lejos del
camino que llevaba a los dominios del conde.
—Ah, bueno, Dios me libre de parecer curioso —dijo, con un
suave reproche—. ¿Quién soy yo para hacerlo, sino un buen cristiano del
vecindario que está preocupado por su seguridad?
—Voy a la ciudad —gruñó ella.
—Pero ¿para qué? —gimoteó—. Usted odia la ciudad, querida.
Ella le miró.
—Caridad. Voy a visitar a los pobres. ¿Le gustaría
acompañarme?
Sus pequeños y repugnantes ojos se abrieron. Tiró de la
cadena de su reloj de bolsillo.
— ¡Ay, Dios, pero mire qué hora es! Tendría que estar ya de
vuelta en casa. Es casi la hora del almuerzo. Quizás la próxima vez, querida.
Ah, aquí está mi casa. ¿Está segura de que no le gustaría unirse a mí para
reponer fuerzas?
—Gracias, señor. Pero tenemos prisa. Puede comerse usted
sólo todos esos pasteles que tanto le gustan.
— ¡Ah, claro, claro! —Sus ojos se encendieron con desdén. Se
despidieron de él con la mano, riéndose para sí mientras él se adentraba
penosamente por el camino que llevaba a su casa. La señora Black movió la
cabeza, arreó al caballo y retomaron el paso.
Pronto el calor del mediodía se hizo sofocante, bajo un cielo
azul clamoroso. La señora Black sacudió las riendas, advirtiendo con vehemencia
a los peatones que se apartaran del camino mientras hacía circular el gran
carromato por las bulliciosas calles de Belfort. Bella quería que el carro
parase ya de traquetear. Tenía miedo de las bombas, porque justo antes de
entrar en la ciudad, se habían detenido un momento y ella se las había atado
con una correa al muslo.
Era la única manera que se le ocurría para poder
introducirlas en la cárcel. Las bombas de arcilla contenían pólvora suficiente
como para hacer un agujero de más de metro y medio en la pared de la celda de
los chicos.
Frente a ellas, la plaza parecía incluso más abarrotada de
lo normal. La ropa colgaba al sol encima de sus cabezas, meciéndose con el
viento que se colaba por las estrechas calles adoquinadas.
Justo al llegar a la plaza, las campanas de la catedral
empezaron a doblar para la misa de tarde. Además del repiqueteo de las
campanas, Bella pudo distinguir un sonido de golpes. En medio de la plaza, unos
hombres construían una horca. El frío le subió por la espalda, a pesar del
calor sofocante.
La plaza estaba llena de curiosos que murmuraban y discutían
sobre las últimas noticias: la captura de la banda del Jinete Enmascarado y el
ascenso al trono del príncipe Edward. Se respiraba un ambiente tenso. Los
ancianos se agrupaban aquí y allá, fumando y murmurando, sus caras bronceadas
por el sol cubiertas por sombreros de ala ancha. Las mujeres iban entrando en
misa, y los niños correteaban, chillando entre la multitud, y jugando con unos
palos a los torneos de espada. Se había formado una larga cola para las
raciones de agua, la ley permitía tres garrafas al día para cada casa, y los
soldados vigilaban que la ración se cumpliera.
Los vendedores ambulantes vendían en sus puestos pimientos
rojos, calabacines, naranjas, albaricoques y uvas. Una anciana vendía flores
que llevaba en una cesta atada al lomo de un burro. Los carruajes retumbaban
por las cuatro calles que llevaban a la plaza, con un sonido de arneses discordantes
que se confundía con el rítmico ruido de fondo de los martillos golpeando las
tablas que formaría la horca para sus amigos —y si la cogían—, también para
ella.
La señora Black y ella se miraron preocupadas y siguieron
hasta el establo de la ciudad, en el que trabajaba la cuñada de la mujer.
Dejaron allí la carreta y el caballo de Bella. Bella hundió el saco que
contenía su atuendo bajo una pila de heno que había en uno de los
departamentos. Después, ella y la viuda se agarraron del brazo y caminaron
resueltas hacia la cárcel. Mientras caminaban entre la multitud, les llegaba a
los oídos comentarios de que el Jinete Enmascarado vendría con toda seguridad a
rescatar a sus amigos. Otros juraban que esperarían en la plaza para poder ver
en carne y hueso a los famosos bandidos.
Bella no podía evitar temblar al oír esas muestras de
confianza de la gente y trató de evitarlas, centrándose en la misión que tenía
entre manos.
Al cruzar por una de las calles, tan ruidosa como las demás,
un carruaje enorme les pasó tan cerca que estuvo a punto de hacerlas caer.
Bella saltó hacia atrás y se apartó del camino, tirándole del brazo a la señora
Black. A su paso renqueante, Bella pudo ver que llevaba una buena variedad de
extrañas y coloridas máscaras de disfraces. El carro llevaba la dirección del
misterioso palacete de recreo del príncipe. Las máscaras eran probablemente
parte de la fiesta de cumpleaños que iba a dar, pensó. El baile sería sin duda
el más salvaje que la isla hubiese visto nunca, considerando que el padre de
Edward le había cedido el país entero como regalo de cumpleaños.
Las dos mujeres rodearon la plaza por uno de los laterales y
subieron los escalones prohibidos de la entrada al calabozo de Belfort. Se
identificaron a los soldados de la entrada y consiguieron que las dejasen
entrar en la oscura antecámara, donde rogaron al guardián que les dejara hacer
una visita.
La señora Black habló con ellos, mientras Bella esperaba
detrás, con la cabeza baja. Se esforzó en parecer tímida y recauda, sabiendo
muy bien, sin embargo, que las bombas permanecían seguras pegadas a su pierna.
El corazón le latía a toda velocidad, y la emoción casi la embriagaba. No podía
creer lo que estaba haciendo: entrar en la boca del lobo mientras docenas de
soldados estaban ahí fuera buscando al Jinete Enmascarado.
—Está bien, está bien. No quiero oír más lloriqueos. Puedes
pasar a verles —gruñó uno de los hoscos guardianes por fin, apartando con la
mano una mosca que revoloteaba cerca. Después las condujo por un pasillo
oscuro, húmedo y frío. Al final del mismo, se abrió una pesada puerta que tenía
un ventanuco de rejas—. Diez minutos —volvió a gruñir, cerrando la puerta
detrás de él con un golpe.
Bella se hizo a un lado mientras la señora Black abrazaba
con lágrimas en los ojos a sus hijos, uno por uno. Los anteojos del pobre Paul
estaban rotos, y el grandullón y bonachón de Sam era el más malherido. Pensó
que debían haberse cebado con él, porque los hombres más pequeños siempre
trataban de medirse con Sam y hacer que peleara, aunque él raramente perdía los
nervios. Jacob, por el contrario, parecía tan encendido que apenas podía
hablar. De hecho, todos ellos guardaban un extraño silencio.
—Pero ¿dónde está mi Seth? —la señora Black preguntó de
repente—. ¿Dónde está mi bambino'? Quiero verle.
Los mayores apartaron la mirada.
— ¿Qué ocurre aquí? ¿Dónde está Seth? ¡Decidme lo que está
pasando! —gritó la mujer, su instinto maternal le decía que algo iba mal—. ¿Qué
le han hecho a mi pequeño?
Entonces Bella y la señora Black escucharon conmocionadas y
en silencio lo que Jacob les dijo:
—Anoche, un hombre vino para llevárselo.
— ¿Quién era? —respiró Bella.
—No sé su nombre. Nunca le había visto antes. Era joven y el
guardián le llamó «señor». Nos dijo que venía de parte del príncipe. Creo que
era uno de los amigos del príncipe Edward.
— ¿Han liberado a Seth? —lloró.
Jacob la miró.
—No. El hombre dejó bien claro que si no le dábamos la
identidad del Jinete Enmascarado, nunca volveríamos a ver a Seth de nuevo.
Al oír esto, Bella sintió que se le desgarraba el alma. La
celda parecía encogerse, como si la engullese. Se quedó allí, helada, mientras
la señora Black, siempre tan tranquila, perdía los nervios y gritaba que la
dejasen ver a su hijo.
Bella apenas la oía, insensible por la conmoción. Había
cometido el error de no prever este desastre.
Era ella la que había pedido al príncipe Edward que ayudase
al chico. Nunca hubiese imaginado que pudiese separar a Seth de los demás y
utilizarlo como cebo para conseguir la identidad del Jinete Enmascarado. Era
más listo de lo que había imaginado. Y más perverso.
Bella se dirigió a Jacob.
— ¿Adonde le han llevado?
—No estoy seguro —dijo su amigo, muy serio—. Allí, creo. —Señaló
por la ventana.
Su vista siguió la línea del dedo. Como si estuviera en
trance, caminó hasta la ventana de la celda y miró hacia fuera, mientras los
chicos trataban de calmar a su madre.
Desde la ventana, pudo ver la horca en la plaza y a los
fieros soldados patrullando entre la multitud. Y sobre los árboles, vio las
torres en forma de agujas azucaradas del palacio del príncipe.
A lo lejos, le llegó el sonido de los llantos de la señora
Black y las palabras de aliento de sus hijos. Sin decir una palabra, Isabella
se puso firme como el acero.
«Edward Cullen —pensó—, esto es la guerra.»
Se retiró de la línea de visión de la ventana y pidió a los
chicos que miraran a otro lado. Se levantó con rapidez el dobladillo de las
enaguas a la altura de una de sus rodillas y sacó las bombas y el pedernal.
Después dejó caer la falda de nuevo. Llevó aparte a Jacob, dejando que los
demás siguieran reconfortando a su madre.
—Utiliza esto a medianoche —le ordenó con un murmullo lleno
de determinación—. Colócalas en el alféizar de la ventana y cuando oigas que
las campanas tocan las doce, enciende las mechas. Pon la mesa de lado para que
podáis esconderos detrás y protegeros de la detonación. La cuerda os ayudará a
bajar por la pared. Intentaré distraer a los guardias y vuestra madre os estará
esperando con el carro. Conduciréis hasta la costa, donde Embry os esperará con
un bote de pesca para llevaros al continente. He dado a tu madre oro para que
os ayude en vuestro camino hacia Nápoles, donde os encontraréis con vuestros parientes.
— ¿Y mi hermano? —preguntó mientras se apresuraba a esconder
lo que ella le había dado bajo el catre de paja que había en el suelo—. No
podemos escapar sin él.
—Yo sacaré a Seth de aquí —dijo con tranquilidad, pero con
firmeza, mirando en dirección al lejano palacio.
— ¡No, ni hablar! —susurró Jacob, enfadado, acercándose a
ella—. ¡Ni siquiera deberías estar aquí, Bella! ¡Es a ti a quien buscan!
—Puedo hacerlo. —No se volvió para mirarle. No quería que él
viera su miedo—. Yo os he metido en esto y yo os sacaré.
Él empezaba a prohibirle que se arriesgara más,
aleccionándola como siempre hacía, como un hermano mayor, pero Bella no le
escuchaba. Ella sólo pensaba en su enemigo.
La otra noche, se había sentido como pez en el agua cuando
encontró al príncipe Edward en el Camino Real.
Esta noche no iba a ser tan fácil: debía adentrarse en el
mundo de él, un mundo de brillantina y pecado.
Isabella había decidido ir al baile.
Las sombras del atardecer se dibujaban en el suelo de la
pequeña galería. James trataba de oír la conversación que tenía lugar en la
habitación contigua, de pie, en un silencio sobrenatural y con la espalda
apoyada en la pared.
—Como le he dicho ya, alteza —decía el médico real,
claramente molesto con la situación—, he estudiado a su majestad haciéndole
ingerir durante tres días diferentes venenos, y aunque pensé que los síntomas
eran parecidos, no pudimos encontrar ningún rastro de veneno ni en la comida ni
en la bebida del Rey.
— ¿Y cómo sé yo que puedo confiar en usted? ¿Cómo puedo
saber que, si mi padre está siendo víctima de sus enemigos, usted no forma
parte del complot? —preguntó el príncipe con severidad.
— ¿Está usted sugiriendo una conspiración, alteza? —preguntó
el viejo doctor desconcertado—. ¿Me está acusando?
James aguzó el oído, muy interesado en la respuesta, pero
Edward tardó en contestar.
—Eso ya lo veremos. Voy a llevarme estos archivos para que
los examine alguno de mis médicos.
—Como desee, alteza. En cualquier caso, he hecho todo lo que
he podido por su majestad. ¡Si conociese alguna otra forma de ayudarle...!
— ¿Hay alguien más que haya trabajado en este caso?
—Sólo el doctor Bianco.
— ¿Dónde puedo encontrarle?
—Bueno, señor, murió hace tres meses.
A James se le tensaron los músculos con el silencio que
siguió.
— ¿Cómo? —preguntó Edward.
—Mientras dormía, alteza. Desde hacía algunos años tenía
problemas de corazón.
— ¿Dónde están sus notas sobre la situación de mi padre? Me
las llevaré también.
—Desde luego, señor. Iré a buscarlas. Tiene usted toda mi
colaboración...
James se separó de la pared mientras el hombre se inclinaba
con respeto. Se volvió y dejó en silencio el pasillo, desapareciendo antes de
que el príncipe dejase el estudio del médico.
«Maldita sea.»
Después de años de preparación, de tantos sinsabores, James
no había podido anticipar este giro de los acontecimientos. No debía haber
ocurrido de este modo. Todo se había ido al infierno en unas horas.
Tenía que encontrar a Collin antes de que Edward lo hiciera.
Era todo lo que sabía. Había poco tiempo para deshacerse de las pruebas.
Afortunadamente, había eliminado los archivos del doctor
Bianco después de enviar al viejo entrometido a la tumba. Aun así, Edward iba
tras la pista correcta. No tardaría mucho en descubrirlo todo, y James tenía al
menos que ir un paso por delante de él.
James saludó con amabilidad a un par de mujeres que se
dirigían por el pasillo central del palacio a la entrada principal. Después,
pidió a un atento sirviente que ensillara su caballo y se lo trajese. Esperó
pensativo, mientras encendía un cigarrillo.
Su posición podía ser peor, supuso, y exhaló una bocanada de
humo con el sol calentándole la cara. El Rey no estaba muerto, pero al menos su
majestad y su molesto querubín Alec estaban fuera de juego. Lo que hacía que
sólo quedase Edward, que era precisamente el que menos le preocupaba. El juego
estaba lejos de terminar. Además, él podría adaptarse.¿Cómo hubiese sobre
vivido si no a la pesadilla que había sido su vida?
Cuando vio que traían del establo su negra montura, apagó el
cigarro en una urna llena de arena puesta al pie de la escalinata para ese
propósito y subió al caballo. Lanzó al mozo una moneda y salió de allí,
cabalgando por la parte más sofisticada de la ciudad, construida con casas
color pastel. No tardó mucho en cambiar de barrio, y adentrarse en uno mucho
más sórdido. Antes de desmontar, miró hacia atrás para asegurarse de que nadie
le había seguido. Se encontraba junto a una taberna mugrienta que albergaba un
burdel en el piso de arriba. Dio instrucciones al chico de la puerta para que
cuidara bien de su caballo, y después entró lentamente al tugurio, listo para
sacar su cuchillo si fuese necesario.
La taberna estaba a oscuras y apestaba a sudor humano y
tabaco, vino avinagrado y orín. Se dirigió directamente a la barra, haciendo
una seña al camarero.
— ¿Leah está trabajando?
El hombre le miró, sin dejar de secar los vasos, fijándose
en su fina indumentaria. James no se inmutó y le sostuvo la mirada con
frialdad. Finalmente, el hombre hizo un gesto indicándole las estrechas
escaleras de madera.
—Habitación seis, señor.
—Gracias. —James puso una moneda en el mostrador y caminó
hacia las escaleras, echando un vistazo a los hombres con aspecto de matones
que se sentaban en la oscuridad. Silenciosos, acunaban sus jarras de cerveza y
vino barato. Al llegar a la habitación seis, James se quedó escuchando un
momento desde fuera, entornando los ojos con impaciencia al oír a la joven
pareja apareándose con frenesí.
Llamó a la puerta con vigor, utilizando el puño enguantado
de negro.
— Collas —dijo en voz baja, aunque autoritaria. El ruido del
interior cesó. Después, oyó unos susurros preocupados. Agarró el pomo de la
puerta y lo forcejeó—. Vístete, rápido.
Los susurros se hicieron más frenéticos.
—Tengo que irme, no le gusta que le hagan esperar.
— ¡Pero Collin!
— ¡Tengo que hacer lo que me dice, Leah!
— ¿Por qué?
— ¿Acaso crees que podría pagarte sólo con mi sueldo?
—Deja que se vaya, Leah, o rajaré tu bonito pescuezo —dijo
James, con un tono sedoso. No le cabía ninguna duda de que la joven de pelo
negro valía cada céntimo de lo que costaba.
— ¡Por favor, mi señor! —dijo el joven cocinero, preocupado
por el llanto que su amenaza había provocado en la chica—. ¡Ya salgo! ¡Salgo
ahora mismo!
James exhaló un suspiro de impaciencia y empezó a caminar
sobre la mugrienta alfombra roja que cubría el suelo del pasillo, pisándola con
sus botas negras.
Sonrió con suficiencia al escuchar el chirrido de las camas
de las habitaciones situadas a ambos lados del pasillo. Poco después, el joven
y enjuto cocinero Collin salió de la habitación número seis.
James echó un vistazo a la encantadora Leah, con la piel
color aceituna, que esperaba desnuda detrás de Collin. Con poco más de
diecisiete años, tenía un cuerpo ágil y unos labios encarnados, y podía decir a
primera vista que el joven no le había proporcionado placer ni una sola vez.
James le dedicó una mirada ardiente llena de promesas. Ella le respondió con el
ceño fruncido y le cerró la puerta en la cara.
Sonriendo, James se volvió hacia Collin, un joven
larguirucho de extraño pelo castaño. Sus mejillas estaban coloreadas, nada
extraño teniendo en cuenta el lugar en el que James le había encontrado.
—Siento interrumpirte. ¿Es tu día libre, no? —preguntó James
con amabilidad.
—Sí, señor —murmuró el muchacho.
—Entonces, supongo que no sabes lo que ha ocurrido esta
mañana.
— ¿Ocurrido? No, señor.
James le miró fijamente por un momento, tentado de hundirle
el cuchillo en el estómago allí mismo. En vez de eso, le agarró por la nuca y
le llevó hasta las escaleras, caminando con él sin soltarle un momento,
implacable.
—Su majestad se ha ido de vacaciones a España, chico. Me
gustaría señalarte que no estás entre su tripulación. Esto me disgusta, Collin.
El chico subió las cejas, asombrado.
— ¡No lo sabía, señor! ¡No lo sabía! ¡Ay, Dios, señor! ¿No
avisaron? ¿Cómo vamos a...?
—Cállate —le gruñó.
El rostro de Collin, lleno de pecas, enrojeció. James se dio
cuenta de que el chico sabía el peligro que suponía contrariarle o fallarle.
—No, su majestad no nos avisó de sus planes. —Más tranquilo,
James se sacudió una pelusa de su manga negra—. Afortunadamente, he encontrado
una alternativa.
— ¡Gracias a Dios! —suspiró con alivio el muchacho—. No es
culpa mía, señor, yo no he hecho nada, yo sólo no...
—Baja las escaleras antes de que te tire por ellas —le
interrumpió en voz baja.
El chico tragó saliva y obedeció al instante. Al final, se
volvió y miró a James.
—Señor, no... no va a hacer daño a Leah, ¿verdad?
James sonrió.
—Eso depende de ti, Collin. ¿Estás preparado para ayudarme?
¿Crees que podrás evitar otra metedura de pata?
—Sí... sí, mi señor —asintió con voz ronca.
—Bien. Entonces, empecemos por ensayar lo que vas a decirle
al primer ministro. Cómo el príncipe Edward ha estado pagándote para envenenar
al rey Carlisle.
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