sábado, 8 de enero de 2011

Asalto



Capítulo 1 "Asalto"
Ascensión, 1816
El mayor amante de todos los tiempos estaba allí otra vez, seduciendo sin problemas a la inocente Zerlina. Mientras el famoso dueto de Mozart, La ci darem la mano, llenaba el suntuoso teatro, tenor y soprano se amaban con la elegante calidez de sus voces.
Nadie prestaba atención. El centelleo de los anteojos y un murmullo constante en la sala indicaban que la atención de la audiencia no estaba en el escenario, sino en el primer y mejor palco, a la derecha del escenario y justo encima de la orquesta. Profusamente adornado de cupidos y lazos de escayola, el palco estaba desde siempre reservado para la realeza.
Él estaba apoyado en la barandilla tallada de mármol, con la mitad de su cuerpo en la sombra, inmóvil, su rostro inexpresivo bronceado por el sol. La luz del escenario se reflejaba en la sortija con forma de sello que llevaba en el dedo y jugaba con los ángulos patricios de su rostro. Una coleta recogía su larga cabellera cobriza oscura.
La audiencia mantuvo la respiración al verle moverse por primera vez desde el inicio de la obra. Lentamente, se metió la mano en el bolsillo de su extravagante chaleco, cogió un caramelo de menta de una cajita de metal y se lo llevó a la boca.
Las mujeres observaron cómo chupaba el caramelo y enrojecieron, agitando sus abanicos.
«Esto es tan aburrido —pensó, con los ojos en blanco—, tan aburrido.»
Los favoritos de su cortejo le rodeaban sentados en el palco, sombríos, jóvenes señores encopetados y soberbiamente vestidos. Tras su aire de estudiada holgazanería se ocultaban unos ojos duros y amenazantes. Con poco, el humo del opio se aferraba a sus ricas vestimentas. Alguno se alejaba un poco del rebaño, pero en general, todo estaba permitido.
— ¿Alteza? —susurró alguien a su derecha.
Sin retirar la mirada aburrida de su bella amante que se encontraba sobre el escenario, el príncipe heredero Edward Anthony Masen Cullen agitó su mano enjoyada, y rechazó la petaca que se le ofrecía. No estaba de humor para alcohol, aquejado de un cinismo que hasta el mismísimo Dante hubiese reprobado.
Ni el infierno, con todo su fuego y su azufre, podría ser peor que esta especie de limbo en el que se suspendían sus días de eterna espera.
Nacer siendo hijo de un gran hombre era difícil; pero más difícil aún resultaba heredar de uno que además de grande era inmortal. No es que desease bajo ningún concepto la muerte de su padre, pero en las vísperas de su trigésimo cumpleaños, el sentimiento de condena le embrutecía.
El tiempo se le escapaba de las manos y no le conducía a ningún sitio. ¿Acaso había cambiado su vida en los últimos, digamos, doce años?, se preguntaba mientras la canción de Don Giovanniresonaba en la parte de atrás de su cerebro. Seguía teniendo los mismos amigos que cuando tenía dieciocho años, jugaba a los mismos juegos, languidecía entre un lujo al que no encontraba sentido, prisionero de su rango.
Incapaz de hacerse con las riendas de su propio destino, era una mera marioneta de su padre, nada más. Cualquier cosa que tuviese que ver con su existencia, debía ser debatida, votada y aprobada por la Corte, los periódicos y el maldito Senado en pleno... ¡Señor, estaba harto de todo eso! Se sentía más como un prisionero que como un príncipe; un adolescente grande, en lugar de un hombre.
Ya ni siquiera pedía a su padre que le asignase tareas más acordes con su educación y posición. Era inútil. El viejo tirano se negaba a compartir ni una onza de su poder con él.
Entonces ¿para qué preocuparse? Había aceptado dormir todos estos años en su caja de cristal rodeado de una especie de pared encantada de espinos. Que le despertasen cuando llegase el momento de empezar con su vida.
Después de una eternidad más o menos, Don Giovanni fue expulsado al infierno y la ópera pudo concluir. El y sus seguidores dejaron el palco mientras el público seguía aplaudiendo.
Con la mirada hacia delante, caminó flanqueado por sus amigos hasta el vestíbulo de alabastro, haciendo como si no viese a la gente que se alineaba para verle, sonrientes, todos buenas personas ansiosas de pegarle un bocado, como la matrona que trataba de detenerle y cuyo rostro le resultaba vagamente fa miliar.
—Alteza —le dijo efusivamente, inclinándose hasta que la nariz le llegó al suelo—, ¡qué maravilla verle aquí esta noche! Mi marido y yo nos sentiríamos muy honrados si aceptara venir a nuestra fiesta y conocer a nuestras tres hermosas hijas...
—Lo siento, señora, gracias y buenas noches —murmuró con acritud sin dejar de caminar. «Dios me salve de las suegras.» Un periodista se abrió paso entre la gente.
—Alteza, ¿de verdad ganó cincuenta mil liras en una apuesta la semana pasada rompiendo un eje de su carruaje en la carrera?
—Sacadle de aquí —murmuró al amigo de su infancia Mike Newton.
En ese momento, uno de esos «condes de algo» le cortó el paso con una elegante reverencia.
—Alteza, ¡qué excelente actuación la de la señorita Denali! Le ruego me disculpe, pero tengo aquí algunas personas a las que les encantaría conocerle...
Gruñó y dejó de lado al calvo. Después, ni él ni su comitiva pararon hasta llegar a la parte de detrás del escenario.
Con un leve pavoneo y la barbilla alta, Edward entró en el camerino de las actrices y al instante empezó a sentirse más relajado. Había mujeres a medio vestir por todos lados, una visión que sin duda podía calmar los ánimos de cualquier hombre, por muy hastiado que estuviese. Mujeres. Sólo el cálido y dulce olor de su carne le hacía respirar. Con una media sonrisa en la cara miró lentamente a su alrededor, valorando la muestra que allí había.
— ¡Mirad! ¡Ha venido!
Un coro estridente de voces femeninas retumbó en la habitación. Corrieron hacia él desde todos los ángulos, dando gritos deplacer.
— ¡Eeeddd!
Una marabunta de chiquillas gritonas se abalanzó sobre él. Todas querían hablar al mismo tiempo, y le empujaron hacia la silla para que se sentara. Tres de ellas se sentaron en sus rodillas, riendo y acariciándole el pecho, y dos le rodearon el cuello con los brazos, cubriéndole la cara de besos.
—Ah —suspiró, sonriendo por primera vez en toda la noche, mientras se dejaba caer perezosamente sobre la silla y dormitaba con placer bajo el suave, oloroso y encantador amasijo de miembros, pechos y rizos—. Adoro el teatro.
Las oía reír y pronto empezó a sentir cómo le hurgaban en los bolsillos de su chaleco y abrigo, como niños en busca de caramelos. Ah, bueno. Estaba claro que las había acostumbrado mal, después del puñado de joyas que les había regalado la última vez, en el transcurso de una borrachera monumental.
Unos blandos labios rozaron levemente su boca, como en una caricia. Después de un breve momento de raciocinio, empezó a devolver el beso, dispuesto a deshacerse del aburrimiento. Todas las caricias parecían estarle permitidas siempre y cuando respondiese uno a uno a sus besos. En ese momento entró Tanya, y la diversión se acabó para todos.
Edward observó a la diva inglesa que se contoneaba hacia él enfundada en su vestido plateado.
Tenía un cuerpo perfecto y una sonrisa luminosa. Éste era su último juguete. Su relación duraba ya cuatro meses, todo un récord para Edward. No sabía muy bien cómo decirle que empezaba a estar aburrido, por lo que esperaba que ella sola terminase por darse cuenta.
Tanya rabió al ver a sus compañeras encima de su protector soberano. Quitándose la boa de plumas que llevaba en los hombros, se abrió paso entre las mujeres y rodeó el cuello de Edward con ella. Él levantó los ojos, impenitente, y le sonrió a regañadientes. Tanya le devolvió la mirada con desaprobación, pero sin atreverse a reprocharle nada.
En vez de eso, sacudió la boa enrollada a su cuello. —Querido, ¡qué vanguardista!
— ¡Ay, le queda tan bien! —exclamó una de las chicas, colocando las plumas rosas en sus hombros como si fuera una bufanda.
—Todo le queda bien —suspiró otra. Edward miró con aburrimiento a la muchacha, preguntándose si había sido alguna vez tan joven y fácil de impresionar como ella.
— ¡Mira esto, príncipe Edward! —dijo una pelirroja descocada, levantándose de su regazo. Atrevida, apartó la ropa interior que cubría el cachete izquierdo de sus hermosas y redondeadas nalgas.
El príncipe no pudo sino levantar las cejas de admiración al ver una «E» tatuada allí. Con la punta del dedo trazó la inicial rozando levemente la curva suave de su piel.
— ¡Qué dulce, mi preciosa niña! ¿Cómo has dicho que te llamabas?
— ¡Largo de aquí, pequeñas tramposas, o le diré al director que os despida! —bruscamente, Tanya las ahuyentó a todas.
Edward rio entre dientes divertido por los celos de su amante, pero no dijo nada a las chicas que salían con cara apenada. Sonriendo para sí, vio cómo sus amigos las interceptaban, flirteando con la billetera en la mano.
— ¡Qué fulanas tan encantadoras! —Miró a la altiva rubia con un brillo en los ojos—. Por no hablar de ti, múdame Bruja. Ella se inclinó hacia él agarrando los bordes de la boa de plumas para atraerle.
—Así es —susurró, sus sensuales ojos fijos en él—, y tú, mi demonio, te vienes conmigo. Debo castigarte por dormirte en mi aria. No creas que no te he visto.
—Estaba despierto... pero puedes castigarme si eso te complace —murmuró suavemente mientras se levantaba altísimo, junto a ella. Sin dejar de reír, Tanya le apresó con la llamativa prenda, prometiéndole placeres futuros. Él pretendió no darse cuenta de la profunda adoración que vio en sus ojos, apartando la mirada en dirección a sus compañeros—. Os veo a eso de las dos en el club —dijo, dirigiéndose a la puerta mientras Tanya retiraba la boa de sus hombros.
Ciao —dijo Mike, con una sacudida de flequillo.
—Que te diviertas —farfulló Caius con una mueca.
En ese momento, Edward oyó a alguien que le llamaba desde el pasillo.
— ¡Alteza! ¡Alteza! ¡Señor!
Un mensajero real se precipitaba hacia el camerino. Al instante, todos los músculos de su cuerpo se tensaron.
Un mensaje del Rey.
Mientras el mensajero se acercaba, Edward inspiró hondo y dejó salir el aire lentamente, recordándose que no era un hombre capaz de perder los nervios fácilmente. Su padre era el impulsivo de la familia; él se enorgullecía de mantener la compostura fría mente en todas las situaciones. Levantó las cejas, expectante al ver cómo se inclinaba el enviado de palacio.
— ¿Cómo está el bueno de mi padre esta noche? —preguntó con un tono amable no exento de ironía.
El mensajero se inclinó disculpándose.
—Su majestad le reclama, alteza.
Edward le miró fijamente un momento, con su ligera y plástica sonrisa en el lugar adecuado, sus ojos verde mármol enfurecidos.
—Dile que iré a verle mañana al mediodía. Después del desayuno.
—Perdón, alteza. —El hombre tragó saliva, inclinándose de nuevo—. El Rey insiste en que vaya.
— ¿Es una emergencia?
—No, no lo sé, señor —tartamudeó—. Su majestad le envía el carruaje...
—Tengo mi propio carruaje —dijo Edward entre dientes, sabiendo que su padre había mandado el carruaje real para aleccionarle, porque seguramente habría oído lo de su loca carrera de la madrugada del miércoles, cuando había conducido borracho campo a través.
Sin duda, su padre le llamaba para incordiarle otra vez con alguna de sus reprimendas, recordándole sus deberes como fu turo Rey, explicándole que las muchas responsabilidades de su cargo le serían insoportables porque no era más que un soñador, que le iban a comer vivo y etcétera, etcétera.
No estaba de humor para oírlo otra vez.
Mientras tanto, sus amigos, su amante y sus encantadores devotos presenciaban la conversación con aspecto preocupado, como si esperasen que fuera a explotar de un momento a otro.
Comprendió que sólo tenía una opción, la de siempre. Podía montar una escena y salvar su orgullo o, como siempre, tragarse la humillación de ser una marioneta y acudir cada vez que su padre chasqueaba los dedos.
Con voz aterciopelada y sonrisa angelical, eligió su respuesta:
—Estaré encantado de obedecer a su majestad ahora, pero puede estar seguro de que cogeré mi propio carruaje.
El mensajero se balanceó como si su propio alivio le hubiese golpeado.
—Como su alteza desee. —Y se alejó de Edward todavía balaceándose.
Edward se volvió hacia su amante y le alzó la mano para besársela con galantería. Su cabeza estaba ya a kilómetros de distancia de allí, llena de los más furiosos pensamientos.
—Lo siento, corazón.
—Está bien, cariño —le tranquilizó, acariciándole el brazo y mirándole fijamente a los ojos—. Siempre y cuando mañana pueda darte mi regalo de cumpleaños.
—Me muero de ganas por saber qué es —murmuró con una sonrisa de complicidad.
A continuación, se alejó solo, sin dejar de sacudir la cabeza al pensar en la poca consideración que le tenía su padre, aunque la misma rutina le indicaba que nada podía sorprenderle ya.
Ya fuera, pudo ver cómo se alejaba el reluciente carruaje que el Rey había enviado para insultarle. Frente al teatro, le esperaba el recién estrenado y caro vehículo de caoba que el fabricante de carruajes más famoso de la ciudad le había proporcionado mientras arreglaba el eje de su propio carruaje.
Ese generoso gesto le había salido muy bien al artesano, pensó cínicamente Edward, porque ahora ese modelo se estaba vendiendo como rosquillas. Era extraño ver cómo el mundo, que le despreciaba por sus costumbres salvajes, imitaba después cada uno de sus caprichos, lo que le convertía en el mejor creador de las tendencias de moda. Aunque no pudiese alardear de tener la conciencia tranquila, al menos nadie podía reprocharle su buen gusto.
La gente seguía arremolinada a la entrada del espléndido teatro, mientras los más rezagados terminaban de salir. Los vendedores aprovechaban para ofrecerles coloridos helados. La gran Ópera de Belfort estaba siendo renovada, por lo que la alta sociedad se había trasladado a este teatro más pequeño, situado en un pintoresco pueblo costero de la parte baja de la colina. Los cafés de la playa estaban haciendo furor.
Edward caminó en dirección al carruaje, respirando el aire salado y aromático de su tierra y se paró para contemplar la colina, esa mole inmensa de la isla italiana en la que su familia había gobernado durante más de setecientos años.
Bajo la luna, la localidad portuaria le parecía estrecha y alargada, como apresada entre la empinada ladera de la montaña y el mar. Las farolas se esparcían aquí y allá a lo largo de la parte derecha del muelle, iluminando las robustas palmeras que eran balanceadas por el viento. Edward se volvió hacia allí, con la brisa acariciando sus mejillas recién afeitadas, y se quedó mirando las adelfas que crecían junto a las rocas que daban a la playa.
Observó también la hilera de pequeñas tiendas con letreros pintados que colgaban de sus fachadas. Los balcones de rejas daban al puerto y a la playa de piedras. Las puertas estaban cubiertas de espesas cascadas de jazmines blancos, cuyo perfume embriagador suavizaba un poco el olor a pescado que venía de la lonja del puerto.
Ascensión, susurró para sí, como si pronunciase el nombre de su enamorada. Más hermosa aún que la isla de Capri, ella era su herencia sagrada. Por Ascensión, estaba dispuesto a vivir en una jaula y soportar todas las humillaciones de su padre. Fuera como fuese aguantaría, sabiendo que antes o después él tendría que morir. Lo único que frenaba su desesperación era la promesa de que un día él sería el gobernador de esa perla del Mediterráneo. El único deseo que aún no había podido satisfacer era el de ser un buen Rey para su pueblo.
Todos pensaban que sería un desastre, lo sabía. Pero algún día les demostraría lo contrario. Algún día.
Suspirando, subió al carruaje. Un mozo de cuadra se apresuró a cerrar la puerta. Se acomodó perezosamente en el interior y su vehículo prestado se puso en marcha, dejando atrás con rapidez el pequeño pueblo pesquero y adentrándose por el Camino del Rey, que ascendía por la colina hasta la capital, Belfort.
De repente, recordó que había olvidado decir a sus guardias reales que partía. «Bueno, se lo imaginarán y me alcanzarán pronto.» No les necesitaba de todas formas. Ir siempre rodeado de seis bestias uniformadas no hacía sino recordarle que hasta que no tomara el poder, no era nada más que un mimado y glorioso prisionero.
En la oscuridad del carruaje, apoyó el codo en el borde de la ventana y dejó reposar la mejilla sobre su mano. Su mirada escapó pensativa hacia el paisaje. La luz de la luna le mostraba un reinado de plata y añil que pasaba ante sus ojos como lo hacía su vida.
Al diablo con los cumpleaños, pensó. Cuando fuese Rey, los prohibiría.
El Camino del Rey era una cinta azul bajo la luna. Desde los arbustos, unos pares de ojos observaban en tenso silencio el camino, preguntándose si su noche de vigilia habría acabado. Un poco antes, habían visto pasar el dorado carruaje del Rey. Ahora, un elegante y reluciente vehículo negro de caoba se precipitaba camino arriba tirado por cuatro caballos bayos.
—Parece prometedor —susurró Jacob, justo cuando su hermano menor hacía el ulular del búho para avisarles desde la distancia.
El Jinete Enmascarado asintió y advirtió a los demás para que se preparasen.
A hurtadillas, adentraron sus caballos al cobijo de los árboles hasta ocupar sus posiciones, en el montículo que remontaba el camino. Y allí esperaron...
El carruaje tropezó con un socavón del camino y rebotó violentamente sobre sus recién estrenados radios. Edward hizo una mueca de disgusto y tomó aire para gritar al conductor que tuviese cuidado —lo último que quería era tener que comprar el maldito carruaje—, cuando de repente, oyó gritos en el exterior.
Un caballo relinchó asustado y el coche aminoró la marcha. El sonido de un disparo traspasó la noche.
Edward entornó los ojos en la penumbra. Instintivamente alerta, se acercó a la ventana para ver lo que ocurría en el exterior, sintiendo la desconfianza de las sombras que se cernían sobre él.
«Vaya, estoy perdido. El Jinete Enmascarado. —Su expresión se transformó en una mueca diabólica—. Al fin nos conocemos.»
Vio que le superaban en número con creces, pero según sus informes, ninguna de sus fechorías había estado acompañada de sangre, por lo que se sentía más intrigado que alarmado. Sin embargo, su seguridad era un asunto de prioridad nacional. Agachándose para abrir el compartimento que había bajo el asiento, cogió con cuidado el par de pistolas que guardaba allí, listas y cargadas. Guardó una en su chaleco y empuñó la otra con una sonrisa: «Pequeño e impúdico bastardo, prepárate para una sorpresa».
Ni siquiera los guardias de su padre habían podido coger al Enmascarado y su banda. Las historias de Ascensión ensalzaban al joven bandido, cuya identidad era un misterio y quien, al parecer, robaba ciertamente a los ricos para dárselo a los pobres.
Edward pensaba que el muchacho tenía bastante clase. Aun así, no le hacía ninguna gracia que este misterioso Robín Hood es tuviese ahí fuera queriendo robarle, con lo mucho que esto podría ridiculizar su nombre. Ya tenía suficientes problemas con la opinión pública que desaprobaba sus ocasionales, aunque ciertos, excesos salvajes. Su gente no podía entender que esas pequeñas diabluras eran su único recurso para no volverse loco.
Estaba seguro de que media docena de sus guardias debía de estar ya en camino, por lo que su cara se iluminó con una expresión de audacia. Levantó el arma y puso la otra mano en el pomo de la puerta, listo para enfrentarse a su asaltante.
Mientras tanto, en el camino, el Jinete Enmascarado gritaba al cochero:
— ¡Alto! ¡Alto!
A horcajadas en un caballo de largas patas, cuyo color se había visto oscurecido por el polvo acumulado en su pelaje, el Jinete Enmascarado se precipitaba al galope, con la mano negra extendida para coger las riendas de los caballos del carruaje. El cochero llevaba una pistola, pero el Jinete la ignoró. —Este tipo de hombres nunca usaban las armas—. En el momento en que acababa de pensar esto, la puerta del coche se abrió de un golpe y una gran figura masculina asomó por ella con una pistola en alto.
— ¡Retírese! —dijo una voz autoritaria.
El Jinete Enmascarado ignoró la recomendación agachándose junto al cuello del caballo, intentando una vez más hacerse con el arnés de cuero...
Un rugido estrepitoso atravesó el aire acompañado de una llamarada.
El Jinete Enmascarado dejó escapar un gemido y su cuerpo se tambaleó sobre el cuello de la montura.
— ¡Bell! —gritó Jacob, horrorizado.
El caballo castrado se alejó de los caballos del carruaje con un relincho, desconcertado por el olor a sangre que caía de su negro pelambre.
— ¡Volved! ¡Volved! —gritó Paul a los otros.
— ¡No se os ocurra volver! ¡No os preocupéis por mí! ¡Coged el botín! —el Jinete Enmascarado le increpó con una voz juvenil, tratando de hacerse con el control de su caballo.
Pero el caballo salió desbocado.
— ¡Sooo! ¡Para, bestia miserable! —Una larga lista de adjetivos, nunca aprendidos con las monjas, salieron de los labios de la señorita Isabella Swan, hasta que su caballo se detuvo violentamente.
Fue entonces cuando sintió como si el fuego estuviera abrasando su hombro y su brazo. « ¡Me han disparado!», pensó, tan asombrada como dolorida. No podía creerlo. Era la primera vez que la herían en todas sus correrías.
Sintió un hilillo de sangre caliente que le caía por el brazo mientras su caballo, todavía asustado, se precipitaba por un terraplén que se adentraba en el bosque. Con el corazón desbocado, trató de calmar al animal haciéndole dar vueltas sobre sí mismo.
Cuando por fin se detuvo para coger aire, reprimió sus ganas de castigar al animal por haber perdido así los nervios, y se centró en la herida de su brazo derecho. Sangraba y dolía como el demonio. Se sintió desvanecer al ver el horror de su carne rasgada, pero cuando palpó con cuidado la zona de la herida, respiró aliviada al comprobar que era limpia.
—Ese idiota me ha disparado —jadeó, asombrada. Después dirigió su mirada al camino y comprobó que los hermanos Black, sus hombres, como ella les llamaba, habían detenido el carruaje y apagado sus luces, utilizando sólo la luz de la luna para trabajar.
Habían obligado al conductor a sentarse en el suelo y Paul le mantenía a raya a punta de espada. Al verle suplicar clemencia, la enmascarada gruñó con desprecio. ¿Acaso les tomaba por viles asesinos? Todo el mundo sabía que el Jinete Enmascarado y su banda no habían matado nunca a nadie. Alguna vez habían tenido que dar una lección a algún listillo atándole desnudo a un árbol, pero nunca habían derramado sangre.
«Es preferible que nos cojan antes de cambiar de política», pensó al ver a Jacob y Sam en sus monturas. Los hermanos mantenían a raya al elegante pasajero ante la puerta del carruaje, con las espadas en alto. Incluso a esa distancia, su prisionero parecía bastante capaz de arreglárselas por sí mismo.
Afortunadamente, sus hombres le habían desarmado, descubrió. Tenía las manos en alto y las dos pistolas descansaban en el suelo polvoriento del camino. Sus compañeros no atacarían a un hombre desarmado; aun así, Jacob era bastante impulsivo, capaz de saltar al menor insulto. En cuanto a Sam, ni siquiera él era consciente de su fortaleza. Los dos eran tan protectores con ella como si se tratara de su propia hermana. Pero ella no quería que nadie saliese herido.
Bella se secó la frente con el antebrazo y se ajustó la máscara negra que le cubría rostro y pelo, asegurándose de que su identidad se mantenía oculta después de la desbandada del caballo. Satisfecha, azuzó al caballo guiándolo con mano firme para que volviera al camino, con ganas de conocer al pavo real que habían asaltado esta vez y del que podrían beneficiarse.
Ojalá fuese suficiente para pagar el incremento abusivo de impuestos que se había producido en su región y alimentar con el resto a los que se habían quedado sin nada por la prolongada sequía.
Mientras conducía el caballo hacia el trío de hombres, sacó con rapidez su ligero estoque. Jacob y Sam se apartaron para hacerle un hueco entre ellos.
— ¿Estás bien? —Era Jacob, el mayor de sus amigos de la infancia, el que preguntaba.
No pudo evitar sentirse intimidada al ver su pose alta y po derosa, pero al instante se esforzó en ocultar sus miedos avanzando con decisión y coraje hacia donde él se encontraba.
—Me encuentro... perfectamente —gruñó, azuzando al caballo para que se acercara al prisionero. Se detuvo para deslizar con elegancia la punta del florete bajo la mandíbula apretada del prisionero—. Y bien, ¿qué es lo que tenemos aquí? —se burló en voz alta, utilizando la punta de la espada para obligarle a le vantar la barbilla.
Estaba demasiado oscuro para ver bien, pero la luz plateada de la luna reflejaba el bronce de algunos mechones de su pelo, que parecía ser largo y cobrizo, recogido en una coleta. Su nariz parecía imperiosa, y su boca, dura y hambrienta. Con la cabeza alta, sus ojos entornados brillaban en la oscuridad, fijos en ella, estaba demasiado oscuro para poder ver su color.
—Me has disparado —le reprochó, inclinándose hacia él desde el caballo. Sabía que no debía dejarle ver su temor—. Es una suerte que sólo me hayas rozado el brazo.
—Si hubiese querido matarte, lo habría hecho —dijo en un murmullo suave y peligroso que se sintió como la seda en la piel.
— ¡Ah, excusas! No eres más que un pobre tirador —le retó—. Ni siquiera me duele.
—Y tú, muchacho, no eres más que un pobre mentiroso.
Bella se incorporó en la silla, considerando lo que había dicho. Éste era de los buenos, admitió. Al recorrer con la vista la grandeza de su físico atlético, se dio cuenta de que le admiraba más de lo que era prudente. Su prisionero medía más de un metro noventa y parecía estar hecho de puro músculo. Entonces, ¿por qué no oponía más resistencia? Ciertamente, tenía tres armas apuntándole, pero aun así había un brillo de traición en sus ojos que le hizo preguntarse si no estaría tramando algo.
Se preguntó quién de ellos sería, quién de los inútiles lacayos del príncipe Edward, El Libertino. Desde luego le recordaría si le hubiese visto antes. Un sexto sentido le decía que lo mejor era salir de allí, pero necesitaba el dinero y estaba, sinceramente, demasiado intrigada como para abandonar el asalto, que además estaba yendo a las mil maravillas.
Jacob había relevado a su hermano de la tarea de vigilar al conductor a punta de espada. El prisionero siguió con ojos duros y brillantes como diamantes los movimientos de Paul, que entraba en el carruaje con un saco vacío. Aprovechando que su prisionero estaba centrado en Paul, Bella le miró con una mezcla de atracción y desdén.
Ah, ¡cómo despreciaba a estos tipos arrogantes y despreocupados, enfundados en sus elegantes trajes de fiesta, impecables con sus pantalones color crema y sus zapatos negros brillantes! Sólo el frac verde oscuro que llevaba debía costar lo mismo que sus impuestos de los últimos seis meses. Observó sus bien cuidadas manos, que él había bajado como si hubiese decidido que ella no era ninguna amenaza.
—Tu anillo —ordenó—. Dámelo. Le amenazó con el puño a la altura de su cadera.
—No —gruñó él.
— ¿Por qué no? ¿Es tu anillo de bodas? —preguntó sarcástica. La manera en la que sus ojos se entrecerraron en la oscuridad le dio a entender que le sacaría el corazón con la mano si tuviese la oportunidad.
—Lamentarás tu audacia, chico —dijo, con una voz suave, profunda y peligrosa. Tenía un deje de autoridad—. No tienes ni idea de con quién estás hablando.
Vaya, no estaba tomándose las cosas muy bien. Bella sonrió bajo la máscara al ver su enfado y le rozó con elegancia la mejilla con la punta del florete.
—Cállate, pavo.
—Tu juventud no podrá salvarte de la horca.
—Para eso tendrán que cogerme primero.
—Muy valiente. Tu padre debería darte unos azotes.
—Mi padre está muerto.
—Entonces seré yo el que te dé los azotes un día, te lo prometo.
Como respuesta, acercó aún más el filo de la espada debajo de su barbilla, forzándole a alzar su orgullosa cabeza para no sentir el pinchazo de la afilada arma. Su señoría apretó su hermosa mandíbula.
—No pareces entender la posición en la que te encuentras —dijo ella con dulzura.
Manteniendo la mirada, sonrió fríamente.
—Te cogeré y te encerraré —respondió con un tono de desprecio.
Bajo la máscara, Bella no pudo evitar ponerse blanca. ¡Estaba tratando de ponerla nerviosa!
—Quiero ese anillo tan brillante que tienes, milord. ¡Dámelo ahora mismo!
—Tendrás que matarme antes, chico. —Su sonrisa era blanca y desafiante.
¿Estaba loco? Ahí de pie, bajo la luz azul de la luna y las negras sombras, parecía imponente y poderoso, cuando ni siquiera había levantado un dedo para detenerles. Tal vez no sabía cómo luchar, se dijo ansiosa. Estos tipos ricos nunca se ensuciaban las manos. Pero le bastó una mirada para ver que sus clásicas y esbeltas proporciones no dejaban lugar a dudas de que era todo lo contrario.
Algo iba mal.
—No estarás perdiendo el coraje, ¿verdad, chico? —le retó en voz baja.
— ¡Cállate! —ordenó, titubeando y sintiendo cómo perdía gradualmente el control de la situación sobre el prisionero. ¡Era absurdo! Los hombres de finos modales nunca le habían intimidado.
Sam, su manso gigante, la miró preocupado.
—Carga los ponis —le ordenó, sin saber por qué, de mal humor. Estaba claro que su prisionero se estaba riendo de ella y había comprendido que no iba a matarle, aunque Dios sabía que se lo merecía más que nadie. El brazo le dolía como si la estuvieran quemando viva. Bajó la cabeza para echar un vistazo al interior del carruaje y deseó que Paul terminase pronto—. ¿Cómo van las cosas ahí dentro?
— ¡Es rico! —Gritó Paul, sacando un saco lleno—. ¡Muy rico! ¡Dame otro saco!
Mientras, Jacob se apresuró a coger otro saco de la montura de su caballo. Bella vio que el prisionero no apartaba la vista del camino.
— ¿Esperas a alguien? —preguntó.
Lentamente, negó con la cabeza y Bella se sorprendió mirando ensimismada la comisura de su boca, donde se había dibujado una media sonrisa llena de perversidad.
De repente, una voz aguda se alzó en la noche desde lo lejos.
— ¡Rápido! —El benjamín de los Black, Seth, corría hacia ellos agitando los brazos—. ¡Soldados! ¡Ya llegan! ¡Rápido!
Con un gemido, Bella miró fijamente al prisionero. Él le devolvió la mirada con frialdad, satisfecho consigo mismo.
—Bastardo —susurró—. ¡Nos has estado entreteniendo todo este tiempo!
— ¡Vamos, vamos! —Jacob gritaba a los demás.
Seth seguía gritando.
— ¡Hay que irse! ¡Estarán aquí en unos segundos!
Bella inspeccionó el camino otra vez. Sabía que su caballo era el más rápido. Todos sus instintos femeninos le decían que debía coger al pequeño en la silla con ella antes de que llegaran los soldados. El chico no tendría que haber venido. Con sólo diez años... toda la culpa era suya. Le habían prohibido decenas de veces que les siguiese, pero Seth no les escuchaba, y finalmente ella ha bía accedido y le había asignado la tarea más segura, la de vigilar.
—Al diablo contigo, pavo real —murmuró, abandonando a su prisionero. Tiró de las riendas del caballo para alejarse de allí mientras Sam montaba en su lento pero resistente caballo. Paul y Jacob cogieron cada uno una de las bolsas llenas de mo nedas y las cargaron en sus ponis.
El pequeño corría desesperado hacia ellos. Pero al darse la vuelta, Bella vio por el rabillo del ojo que el hombre se agachaba a coger la pistola del suelo y rodando sobre su hombro apun taba con ella a Jacob.
— ¡Jacob! —Hizo girar a su caballo para abalanzarse sobre el prisionero. La pistola salió despedida y el disparo se fue al aire.
El prisionero se puso en pie con una asombrosa agilidad para un hombre de su estatura. Cogió a Bella y trató de tirarla del caballo. Ella pataleaba y le golpeaba con fuerzas y Jacob condujo a su poni hacia ellos para ayudarla.
Ella le miró con furia.
— ¡Puedo cuidar de mí! ¡Coge a tus hermanos!
Jacob dudó.
El sonido de los soldados aproximándose era cada vez mayor.
— ¡Vete! —gritó, mientras daba una patada en el pecho del prisionero. El hombretón se tambaleó hacia atrás, tratando de protegerse las costillas con una maldición.
Al verlo, Jacob dio media vuelta y corrió en busca de su hermano pequeño.
Su señoría cargó contra ella en el momento en que Jacob desaparecía galopando.
Mientras ella y el prisionero trataban de resolver la medida de sus fuerzas, el caballo se encabritó con un relincho de miedo. Ella tiró de las riendas, tratando de mantener el equilibrio, pero sintió que perdía progresivamente la batalla ante la superioridad física del hombre.
Sólo era cuestión de tiempo que él la tirase al suelo. Al hacerlo, su montura escapó agradecida de verse por fin libre de su jinete.
No pudo evitar un grito ahogado de furia al verse de pie en el camino, inmovilizada por su fuerte apretón. Sus ojos eran como antorchas y la sujetaba con fuerza por el brazo. Era incluso más alto de lo que había pensado al verle desde el caballo. El forcejeo había soltado algunos mechones de su coleta. Parecía feroz e inmenso, un bárbaro con ropas elegantes.
— ¡Pequeña escoria! —le gritó a la cara.
— ¡Deja que me vaya! —Trató de forcejear, pero él la sostuvo aún con más fuerza y al tirar de su brazo herido gritó de dolor—. ¡Agg! ¡Mierda!
Él le zarandeó.
— ¡Te tengo! ¿Lo entiendes?
Ella se echó hacia atrás y le golpeó la cara con todas sus fuerzas, librándose de sus garras y corriendo hacia el terraplén. Él la siguió a corta distancia.
El corazón le latía con fuerza al deslizarse por el polvo y resbalar con las hojas secas. Echó una mirada desesperada al camino, y vio que Jacob había conseguido coger a Seth y lo llevaba en la grupa en dirección a casa.
Pero su alivio duró poco, porque en ese momento el prisionero la alcanzó en la parte alta del terraplén abrazándola con fuerza por las caderas.
La aplastó con su cuerpo y los dos rodaron por el suelo. El prisionero le rodeó la garganta con el antebrazo.
«Odio a los hombres», pensó, cerrando los ojos con desprecio.
—No te muevas —gruñó, apretando fuerte. Su cuerpo parecía hecho de acero comparado con el de ella.
Bella descansó durante medio segundo y después hizo lo opuesto, dando patadas y retorciéndose como si se le fuese la vida en ello, clavando sus dedos enguantados de negro en el suelo.
— ¡Deja que me vaya!
— ¡Deja de retorcerte! ¡No podrás escapar, maldita sea! ¡Ríndete!
Esquivando los golpes del chico, Edward trató de inmovilizar su delgado cuerpo con el peso del suyo, contento de que la lucha libre fuese uno de los deportes que mejor dominara en su adolescencia. Nunca hubiese pensado que fuera a servirle. El chico pataleaba y se revolvía tratando de soltarse.
— ¡Ríndete! —le ordenó con los dientes apretados.
— ¡Vete al infierno! —La voz del joven era cada vez más aguda, insegura por el miedo.
Resollando por el cansancio, dejó recaer aún con más contundencia su cuerpo musculoso sobre el muchacho, con la esperanza de que así se mantuviese quieto.
— ¡No te muevas! —Echó una mirada por encima de su hombro en dirección al camino, constatando que sus hombres estaban cerca—. ¡Aquí!
Al moverse él, el pequeño bandido consiguió de alguna forma caer pesadamente sobre su espalda, aunque el brazo de Edward seguía inmovilizándole.
—Te dije que te ahorcarían —gruñó Edward.
—No, dijiste que me cogerían y me encarcelarían...
Edward cogió al vuelo un puño amenazador.
— ¡Quédate quieto, por el amor de Dios!
De repente, el chico se quedó inmóvil, sin aliento, al ver el sello que llevaba en el dedo.
— ¡Eres...! —El chico ahogó un grito.
Frunciendo el ceño en dirección a sus hombres, Edward bajó la mirada y entornó los ojos, satisfecho.
—Ah, mocoso. Por fin lo vas entendiendo, ¿no?
Bajo la máscara, sus ojos se mantuvieron fijos en él, aterrados.
La risa de Edward sonó profunda y prepotente, después se detuvo abruptamente. « ¿Qué demonios?» Arrugó el entrecejo al percibir un olor que su instinto reconocía, pero que su cabeza se negaba a aceptar.
— ¿Cómo te llamas, cloaca inmunda? —preguntó en tono imperial, alzando la mano para agarrar el cordón del antifaz del chico.
Como un rayo, el pequeño bandido lo esquivó. Edward debería haberlo previsto. Ese demonio sucio y lleno de sangre le dio un rodillazo en la entrepierna, directo contra la joya de la corona. Se quedó sin aliento y durante un momento pensó que no volvería a respirar. El chico le apartó golpeándole en el hombro y rodó de costado hasta librarse de una mano debilitada por el dolor.
Todavía ciego de dolor, Edward reunió las fuerzas que le quedaban para gritar con furia « ¡Tras él!», mientras el chico desaparecía en la espesura.

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