Capítulo 15 “Strip póquer”
James se giró y dejó caer el vaso al suelo. Se había puesto blanco.
—¿No me recuerda? —le preguntó Edward alzando las manos—. Soy An, el primo de Bella. Puedo ayudarlo. Le garantizo que no le pasará nada. Tengo contactos. Díselo, Bella.
—Es cierto —corroboró ella—. Puedes confiar en él.
James negó con la cabeza.
—No sé…
—Ha dicho que iba a ir a la policía, de todos modos —la voz de Edward era tranquila y suave—. Sabe que podría acabar muerto o en prisión. ¿Qué tiene que perder?
—¿Quién es usted? ¿Para quién trabaja?
—Eso no importa. Puedo sacarlo del apuro. ¿Con quién prefiere hacer negocios, con Laurent o conmigo?
—Yo pondría mi vida en sus manos sin la menor duda —dijo Bella agarrándole el brazo a James—. Puedes confiar en él. Te doy mi palabra de honor.
James tragó saliva.
—¿Qué quiere que haga?
—¿Qué pruebas tiene? —preguntó Edward.
—Fotocopias de los cheques que le pasé a Laurent, las fechas y cantidades, y algunas falsificaciones. Eso y mi testimonio bastarán para acusarlo. Si puede relacionar la muerte de Victoria con él, habría que añadir la condena por asesinato.
Edward miró su reloj.
—Tenemos tiempo para llegar al banco antes de que cierren para el fin de semana —tomó un bloc y un bolígrafo que había junto al teléfono y escribió una dirección y varios números—. En cuanto tengamos las pruebas, vaya a este piso franco. Éstos son los códigos de la puerta y del sistema de alarma. Yo lo seguiré a cierta distancia y me aseguraré de que llegue sano y salvo. Quédese allí hasta que yo lo llame. Le he apuntado también el número de mi móvil privado.
James se metió el papel en el bolsillo interno de la chaqueta.
—Se supone que tengo que encontrarme con Laurent en los próximos días. Quiere que sustituya a Victoria y que se reanude la operación —cerró los ojos por un momento—. Pobre Victoria, no merecía morir. ¿Debo intentar detenerlo?
—¿Sospecha él de usted?
—Si sospechara de mí, ya me habría matado.
—Si no puede evitar la reunión sin levantar sospechas, acceda a verlo. Espero haberlo detenido entonces. Lo llamaré dentro de veinticuatro horas. Hasta entonces, no haga nada —volvió a mirar su reloj—. No tenemos tiempo que perder. James, quiero que saque todos sus bienes. ¿Su caja de seguridad está en la cámara del banco?
—No, tengo una caja privada en la cámara principal.
—No quiero que tenga contacto directo con Bella. Cuando tenga las pruebas, métalas en un sobre y envíelas inmediatamente al despacho de Bella mediante un mensajero. Ella acudirá al banco después de haber estado enferma para recoger el correo. Eso es todo lo que necesita saber. Bella y yo discutiremos el resto de camino. Váyase.
James lanzó una última mirada de disculpa a Bella y salió.
Primero Karen, después Mike y ahora James. Por lo visto, su habilidad para juzgar a las personas empeoraba por momentos. ¿Quién sería el próximo? Ojalá no fuera Edward…
—Estaremos en un lugar público —dijo él una vez que se subieron al coche—. Aunque Laurent sospeche de James, tendría que ser muy idiota para intentar algo. No se arriesgará a arruinar la operación por una estupidez. Así que puedes estar tranquila. El riesgo es prácticamente nulo. De lo contrario, no te permitiría hacerlo.
—No tengo miedo —mintió ella. Estaba aterrorizada, pero el asesinato de Victoria había fortalecido su decisión de atrapar a los responsables.
—Escucha con atención: sólo tienes que entrar en el banco, saludar, recoger el sobre y salir. Yo te cubriré desde el exterior. Si algo sale mal o algo me sucede, vuelve a meterte en el banco, cierra las puertas y llama a este número —le dijo un número de teléfono y se lo hizo repetir dos veces—. Di «Halcón Tres», informa de tu localización y pide un código rojo cinco. Ellos te rescatarán y se llevaran las pruebas.
—¿Te importa traducirme todo esto? No conozco el lenguaje de los espías.
—No tienes que entenderlo. Hazlo y ya está.
La charla la tranquilizó un poco, pero su traicionera imaginación no dejaba de pensar en lo que podría ocurrirle a Edward.
—No va a pasar nada —se murmuró a sí misma entre dientes—. No va a pasar nada.
Estuvo repitiéndoselo en silencio, y cuando llegaron al banco, casi se había convencido.
Edward detuvo el coche a pocos metros de la puerta, pero dejó el motor en marcha.
—¿Preparada? —le preguntó, mirándola muy serio.
Ella consiguió asentir y él le apretó el hombro.
—Tranquila, cariño. Esto va a ser un paseo. Pero mantén los ojos bien abiertos.
Bella templó sus nervios y salió del coche. Aferrando el maletín con fuerza, se obligó a caminar hasta el banco, empujó las puertas de cristal y entró.
La oficina bullía con el habitual ajetreo de los viernes. Una docena de clientes esperaba impacientemente en fila, mientras otros eran atendidos en las mesas.
Ángela la saludó con la mano desde detrás de una ventanilla.
—¿Te sientes mejor?
Bella forzó una sonrisa y asintió amistosamente. Entró en su despacho y vio una montaña de papeles sobre la mesa. En ese momento sonó el teléfono, sobresaltándola.
—¿Diga? —preguntó con cautela, deseando que no fuera James con malas noticias.
— ¡Ya era hora! —chilló la voz de Jenks—. ¿Sabe lo que he estado haciendo los tres últimos días?
—Me hago una idea.
—Que sepa que esto no le da ningún punto. En fin, me alegro de que haya vuelto. Así no tendré que ir hoy a supervisar el cierre en persona.
—Me temo que tendrá que hacerlo —dijo ella apretando el auricular—. Aún no me siento bien. Sólo he venido a recoger el correo, pero enseguida me marcho.
—Parece que no quiere ese ascenso.
—Claro que sí, pero mi salud es lo primero. He pensado en cambiar mi dieta y hacer ejercicio. Estando enferma he tenido tiempo para ver la televisión, y me han parecido muy interesantes esos anuncios del Ab Annihilator y el Bun Buster. Quienquiera que los haya inventado es un genio. Tal vez deberíamos contactar con él, o con ella, para patrocinar un programa de salud laboral.
En el largo silencio que siguió, Bella sonrió al imaginarse la cara de su jefe. Cuando Jenks volvió a hablar, lo hizo en un tono muy sosegado.
—Bueno, cuídese hasta recuperarse por completo. Iré para allá a cerrar la oficina.
Bella sonrió aún más y colgó. Había aprendido un par de cosas de Edward Bond.
Miró el reloj. Faltaban cinco minutos para el cierre. James debía de haber enviado ya el sobre con las pruebas; metió en el maletín el montón de papeles que había en la mesa y miró hacia el ascensor, deseando ver aparecer a un mensajero con un sobre amarillo.
Pasaron cinco minutos y quien apareció fue el señor Jenks, que fue directamente a las ventanillas para supervisar el balance.
Ángela entró en su despacho y observó a Bella.
—Debes de haber pillado una buena. Estás tan pálida como un fantasma.
—No es nada —dijo ella con otra sonrisa forzada.
—Ese empleado nuevo, Bond, también ha faltado al trabajo. ¿Sabes? A pesar de su ropa y sus gafas de Jerry Lewis, no lo hace nada mal. Con un cambio de imagen, estaría verdaderamente arrebatador.
Para alivio de Bella, en ese momento llegó un joven con uniforme de mensajero.
—Un envío urgente para usted, señorita Swan.
Gracias a Dios, pensó ella. Justo a tiempo para evitar una charla sobre el atractivo de Edward. Firmó el recibo con manos temblorosas, y, tras despedir al mensajero y a Ángela, metió el sobre en el maletín y salió al vestíbulo. Se detuvo en la puerta y se secó las palmas sudorosas en los pantalones, respiró hondo y salió a la calle.
Esperando recibir una bala de un momento a otro, caminó deprisa por la acera mirando en todas direcciones. Era muy difícil guardar las apariencias cuando estaba temblando como un flan. El corto trayecto hasta el coche se le hizo eterno, pero al fin llegó.
—¿Estás bien? —le preguntó Edward cuando ella se subió soltando un suspiro.
—Sí —sólo había estado a punto de tener una crisis nerviosa—. ¿Y ahora qué?
—Hay que asegurarse de que James llegue al piso franco y regresar a mi casa.
Una sensación de euforia invadió a Bella. Había conseguido las pruebas que Edward necesitaba para atrapar a los malos. Deleitándose con su triunfo, no habló durante todo el trayecto, y tampoco Edward, quien parecía estar muy concentrado en el plan.
—Voy a llevar las pruebas a un sitio seguro —dijo él cuando llegaron a su casa—. Luego, haciéndome pasar por An, le enviaré un mensaje a Laurent pidiéndole una cita para intercambiar las pruebas por dinero. No tardaré, pero si ocurre algo, no olvides llamar al número que te he dado.
La euforia de Bella se desvaneció. Edward iba a chantajear al asesino de Félix, de Victoria y de otros dos agentes federales. Había olvidado que la obtención de las pruebas no suponía el final de la pesadilla. La verdadera acción acababa de empezar.
Las tres horas siguientes, que Bella pasó sola en casa de Edward, fueron las más largas de toda su vida. Moviéndose como un animal enjaulado, mordiéndose las uñas, bebiendo café y mirando una y otra vez por la ventana, aguardaba en agónica espera la vuelta de su amado. No paraba de temblar de miedo y de frío, así que encendió un fuego.
Finalmente, el Corvette apareció en el camino de entrada y Edward entró en casa, tan relajado como si acabara de volver de un crucero.
—¿Cómo ha ido? —preguntó ella, sorprendida de que no le temblara la voz.
—Muy bien. ¿Algún problema por aquí?
—No —salvo haber estado al borde de otra crisis nerviosa—. ¿Y ahora qué?
—Ahora toca esperar a que el pez muerda el anzuelo —respondió él con una sonrisa.
Al día siguiente habría sido la boda de Bella. Edward llevaba una hora viendo las noticias cuando ella entró en el salón, vestida con una falda larga de color verde, una blusa clara y un suéter verde. Ofrecía un aspecto mucho más informal que de costumbre.
—Bonita ropa —dijo él, intentando ignorar el tirón en el pecho y en la ingle.
—Me gusta esta falda. Disimula mi… —se calló, ruborizada.
—Cariño, no necesitas ocultar ninguna parte de tu cuerpo —le aseguró él, y asintió hacia la televisión—. Parece que se avecina una tormenta desde el Pacífico.
—¿Tienes provisiones en caso de que nos quedemos sin electricidad?
—Algunas. Pero convendría que nos abasteciéramos. La tormenta no llegará hasta esta tarde, así que tenemos tiempo.
Para su asombro, ir de compras fue una tarea bastante divertida. Bella y él no pararon de reír y hacer bromas mientras recorrían los atestados pasillos del supermercado y esperaban una cola kilométrica para pasar por caja.
Cuando volvieron a casa, el cielo se había cubierto de nubes negras y empezaban a caer las primeras gotas de lluvia. Estaban preparando unos sándwiches cuando el móvil de Edward sonó. Bella dio un respingo, repentinamente pálida.
—¿Es Laurent? —susurró cuando Edward se llevó el teléfono a la oreja. Él negó con la cabeza y fue al dormitorio. Por lo visto, no quería involucrarla más en el asunto.
Al volver a la cocina, ella seguía parada en el mismo sitio.
—Era mi jefe, para darme algunos detalles de última hora —le explicó—. Vamos a comer, Houdini. Me muero de hambre.
Bella consiguió relajarse un poco mientras comían, pero seguía temiendo la inminente llamada de Laurent. No pronunció palabra durante el almuerzo ni cuando recogió los platos.
—¿Quieres jugar a algo? —le propuso Edward, que no soportaba verla tan inquieta.
—¿A qué? —preguntó ella, un poco recelosa.
—¿Qué te parece al póquer?
—Bueno… Aunque tendrás que explicarme las reglas.
—Claro —sacó una baraja de cartas de un cajón y empezó a explicarle el juego. Fuera, la lluvia y el viento arreciaban con fuerza, y el cielo estaba tan oscuro como si fuese de noche. De pronto, se oyó un trueno ensordecedor y las luces se apagaron—. Vaya, parece que se ha ido la luz —fue en busca de unas velas y las encendió, dejándolas sobre la mesa de la cocina—. Bueno, ¿te has enterado de cómo va el juego?
—Creo que sí. ¿Qué nos apostamos?
Edward esbozó una sonrisa maliciosa. No podía dejar pasar aquella oportunidad.
—La ropa… ¿o eres demasiado cobarde? —la retó, pero en vez de explotar, como él esperaba, Bella pareció considera la idea—. Estaba bromeando —se apresuró a aclarar.
—¿Eres tú él que no se atreve? —le preguntó ella, ladeando la cabeza.
Oh, cielos… Edward tuvo una erección instantánea.
—¿En serio quieres jugar al strip póquer?
—¿Por qué no? Estos días estoy abierta a nuevas experiencias. Puede ser divertido. A menos que no te sientas capaz…
Edward tragó saliva.
—Pues claro que me siento capaz —declaró, aunque nada convencido.
Repartió las cartas con manos temblorosas, pero cuando fue a levantar las suyas, ella lo detuvo.
—Si pierdo, me quitaré la ropa. Pero si pierdes tú, tendrás que responder a cualquier pregunta que te haga. Y deberás responder con sinceridad, sin evasivas.
A Edward se le cubrió la frente de sudor. Antes que eso, prefería deambular por Times Square a medianoche vestido con un tutú rosa.
—No.
—¿Te atreves a desnudar tu cuerpo pero no tu alma? —le lanzó una mirada inescrutable—. Lo entiendo. Si el desafío te viene grande…
Maldición. La mujer más conservadora que había conocido estaba dispuesta a desnudarse para él. No podía echarse para atrás sin quedar como un idiota. Además, era un experto jugando al póquer. ¿Cómo iba a perder?
—De acuerdo. Vamos allá.
Al final de la tercera ronda, Bella había perdido los dos zapatos y el suéter. La imagen de ella bajando por el tubo de desagüe con aquella lencería morada acosaba sin tregua a Edward. El flujo sanguíneo se le concentraba en la ingle, y los vaqueros le resultaban más dolorosos a cada momento. Se removió incómodo en la silla.
—No lo estoy haciendo muy bien —dijo ella frunciendo el ceño—. Quizá debamos dejarlo.
Un hombre prudente habría estado de acuerdo. Pero él era de todo menos prudente.
—De eso nada.
Ella se mordió el labio inferior.
—De acuerdo. Entonces juguemos una vez más. Si ganas, me lo quitaré todo. Pero si gano yo… —lo miró fijamente—, tendrás que responder a tres preguntas.
—No —dijo él negando con la cabeza.
—Así que eres un gallina, ¿eh?
Ningún hombre toleraba esa acusación sin sentirse herido en su orgullo.
—Está bien, Houdini. Reparte.
Bella empezó a barajar las cartas con la misma pericia que un crupier de Las Vegas.
—Jugamos al descubierto, a cinco cartas. Una cubierta, tres descubiertas, y otra cubierta. Sin comodines.
Edward tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.
—Dijiste que no sabías jugar.
—Yo no dije eso. Dije que me explicaras las reglas —replicó ella con una picara sonrisa—. ¿Y bien? ¿Te atreves?
—Reparte —dijo él con la mandíbula tensa.
Bella puso una carta bocabajo delante de cada uno. Él levantó el borde de la suya. Un rey. No estaba mal. Las siguientes eran descubiertas: otro rey para él y una reina para ella, un tercer rey para él y un dos para ella.
—Mejor que te retires mientras puedas —dijo, más animado.
Ella repartió tranquilamente la siguiente mano al descubierto. Un as para él, otra reina para ella. Aunque Bella consiguiera una tercera reina, su triple de reyes la superaba.
—Es tú última oportunidad para retirarte.
Ella negó con la cabeza y repartió las últimas cartas bocabajo. Edward levantó la suya. Otro as. ¡Tenía un full! Bella estaba perdida. A menos que sucediera un milagro, en cuestión de minutos estaría desnuda. Pero… ¿y entonces qué?
Sabía muy bien lo que sucedería. Y también sabía que Bella merecía mucho más. Pero eso era todo lo que él podía ofrecerle. De pronto el juego perdió su atractivo.
—Mira, Bella, ha sido divertido, pero vamos a dejarlo. Así nadie pierde y…
—Yo no me retiro, ¿y tú?
—No, pero…
—Entonces veamos lo que tanto temes perder.
Edward mostró sus cartas de mala gana.
—Un full. No puedes superarlo, ni aunque tengas otra reina. Pero no tienes que desnudarte.
—Cierto, también perdería con tres reinas —se volvió a morder el labio—. Yo no hago trampas, ¿y tú, Edward?
A Edward se le erizaron los pelos de la nuca.
—No.
—Me alegra saberlo —enseñó la tercera reina—. Nunca subestimes el poder de una mujer —con una floritura mostró la última carta—. Especialmente la reina de corazones.
Completamente perplejo, Edward contempló las cuatro reinas dispuestas sobre la mesa.
—Exactamente, ¿cuánta experiencia tienes jugando al póquer?
—Siempre estábamos jugando en el instituto. Y no olvides que mi especialidad son las matemáticas y la estadística. Nunca pierdo —sonrió—. A menos que quiera.
De repente a Edward le costó respirar.
—Necesito un trago —dijo, lanzándole una mirada acusatoria.
—Pondré agua a hervir para preparar chocolate y asaremos malvaviscos —le mantuvo la mirada, muy seria—. Y luego, señor Masen, tendrás que revelar tus más íntimos secretos.
Sudando como un esclavo en una galera, Edward se tumbó en la alfombra frente a la chimenea. ¿Qué le preguntaría? El corazón le latía frenéticamente.
Bella puso un cazo al fuego, le tendió unas tenazas y una bolsa de malvaviscos y se sentó a su lado, mirándolo con una ceja arqueada.
—No pongas esa cara —se burló—. No voy a clavarte un cuchillo.
Una opción mil veces más preferible a lo que lo esperaba, pensó él, y soltó un gruñido.
—Acabemos con esto de una vez.
por favor cuando subiraz los dema capi me estoy volviendo y fiel seguidora tuya please sube el otro cap....
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