viernes, 10 de diciembre de 2010

La última vez




Capítulo 14 “La última vez”

Renée se marchó después de aconsejarle que descansara antes de enfrentarse con la policía. Bella se obligó a comer medio bocadillo. ¿Qué les diría sobre Edward? El pensamiento de que pudiera verse acosado tanto por la Camorra como por la policía la ponía enferma.
Llamaron a la puerta.
—¿Benjamín? —no era a él a quien esperaba.
—Tengo que hablar contigo —miró por encima del hombro, como si no quisiera que lo descubrieran.
—Éste no es un buen momen…
—Los policías acaban de subir al barco, pero primero hablarán con Peter y con el capitán —bajó la voz—. Tengo que darte un recado de un conocido de ambos…
El corazón le dio un vuelco en el pecho. ¿Se trataría de Edward?
—Pasa.
Entró en el camarote. Nervioso, se pasó una mano por el pelo.
—¿Y bien?
—Si la policía te pone en aprietos y lo que estás buscando es una retribución por lo que le sucedió a tu padre… Megaera te ayudará.
—¿Tú trabajas para ella? —se lo quedó mirando de hito en hito. ¿Sería una trampa de la policía?—. ¿Y si me niego a aceptar su ayuda?
—Ella me dijo que… si lo que te preocupa es el bienestar de Edward, mejor será que no le cuentes nada a la policía. Por su bien.
—¿Ha amenazado a Edward? —inquirió, aterrada.
—Oye, que yo no tengo nada que ver con eso —Benjamín hundió las manos en los bolsillos de su pantalón blanco—. Si mantienes la boca cerrada, Megaera se entrevistará contigo. Dice que tiene una oferta que hacerte.
—De acuerdo —no lo dudó. Haría lo que fuera para proteger a Edward—. ¿Cuándo y dónde?
—Pronto. Ya te avisaré.
Benjamín se apresuró a salir del camarote. Bella pensó que hasta que consiguiera ponerse de algún modo en contacto con Edward y advertirle, hasta que pudiera hablar con Heidi, no tenía otra elección. Tenía que ganar tiempo con la policía, sin perjudicarse a sí misma. Al menos hasta que terminaran aclarándose las cosas. Pero la pregunta era… ¿cómo?
Volvieron a llamar a la puerta.
—¿Señorita Swan? —era la voz de Peter.
Contó hasta cinco y abrió. Peter la llevó al despacho del capitán. Allí la estaba esperando Garret, un hosco inspector de la policía griega llamado Zahakis y una pequeña de piel blanca y ojos azules: la agente Jane, de la Interpol. La doctora Ángela, la doctora del barco, también estaba presente y se disculpó por no estar inmediatamente disponible, ofreciéndose para examinarla después de «la entrevista».
Más que una entrevista, fue un proceso inquisitorial. La sentaron entre Peter y la doctora Ángela. La sesión empezó con un complicado preámbulo sobre las diferentes jurisdicciones implicadas. Bella era ciudadana estadounidense, pero trabajadora de una compañía extranjera; había sido secuestrada en Italia, pero liberada en Grecia. La sucursal más cercana del FBI se encontraba en Roma y no había ningún agente cerca disponible para una emergencia como aquélla. Dado que la Interpol había coordinado a los diferentes organismos, la agente Jane se había personado para recabar toda la información posible.
Después de anotar sus datos de filiación, el inspector Zahakis empezó la andanada de preguntas.
—¿Afirma usted haber sido secuestrada en Nápoles hace un mes y medio?
—Sí.
—¿Podría describir a sus secuestradores?
—Estaba tan asustada… —suspiró—. Tengo lagunas de memoria —era cierto. En realidad no recordaba todos los detalles.
—¿No recuerda cuál era su aspecto?
La doctora Ángela aprovechó para intervenir:
—Las lagunas de memoria son frecuentes en las víctimas que han sufrido algún tipo de trauma. Sobre todo durante un lapso prolongado de tiempo.
—Señorita Swan, cuando usted desapareció, en el barco corrió el rumor de que se había fugado con un amante. Si la aventura terminó mal, no tiene por qué sentir ninguna vergüenza en admitirlo. No necesita fingir ningún secuestro.
—¡Yo no me estoy inventando nada! —las paredes de la habitación parecían cerrarse en torno a ella—. ¡Yo no abandoné Nápoles voluntariamente!
Pero sí que había tenido un amante: Edward. Y se habría quedado con él si él se lo hubiese pedido. Tenía que salir de allí antes que pudiera cometer algún error y Megaera le hiciese algún daño. A la hora de protegerlo, no podía confiar en las autoridades. Ella era la única que estaba de su lado. La única capaz de ayudarlo en aquel momento.
—¿Señorita Swan? —la doctora se inclinó hacia ella—. ¿Se encuentra usted bien?
La culpa y el miedo le impedían respirar. Se estaba ahogando.
—Yo… lo siento —no tenía necesidad de simular los temblores—. Yo quiero colaborar, de verdad —eso también era cierto—. Lo que no entiendo es por qué me culpan a mí. Yo… estoy confusa…y asustada.
—Tranquilícese, señorita Swan —le dijo el capitán Garret—. Nadie la está acusando. Simplemente cuéntenos la verdad. No tiene nada que temer.
«Error», pronunció para sus adentros. La verdad mataría a Edward.
—Estoy en un país extranjero, y no quiero… que se me malinterprete. Me… gustaría… —se obligó a hiperventilarse— hablar… con alguien de la embajada americana, conseguir un traductor…y un abogado —se le saltaban las lágrimas, lo cual no le costó ningún trabajo—. Por favor, no quiero meterme en problemas…
—Está hiperventilando —la doctora Ángela se levantó de su asiento y se volvió hacia Peter—. ¿Tiene una bolsa de papel?
La doctora rebuscó en los armarios mientras Zahakis y el capitán Garret discutían. El inspector era partidario de desembarcarla y retenerla en Atenas. El capitán insistía en que no tenía motivo alguno y defendía enérgicamente a su empleada. La doctora, por su parte, entregó la bolsa a Bella y le dio instrucciones para que respirara dentro. La discusión fue subiendo de tono.
—¡Basta ya, por favor! —se levantó Peter—. Así no vamos a conseguir nada. No sólo tenemos que pensar en la protección de la señorita Swan, sino en la reputación del crucero. De ahí que lo más adecuado sea satisfacer su petición con la presencia de un abogado y un representante de la embajada. De hecho, yo habría preferido involucrar al FBI desde un principio en este asunto.
El inspector Zahakis se resistió, y la discusión prosiguió hasta que finalmente se impusieron Peter y el capitán. Zahakis se levantó para marcharse, no sin antes advertir a Bella que no debía abandonar Atenas sin permiso. Volvería tan pronto como se hubiera puesto en contacto con la embajada y conseguido un abogado.
En cuanto a la agente Jane, cuando pasó a su lado para marcharse, la miró con expresión amable y compasiva al tiempo que le entregaba una tarjeta:
—Llámeme si necesita ayuda —murmuró—. Puedo ponerla en contacto con la oficina del FBI en Roma.
Bella se dejó examinar por la doctora Ángela y por fin pudo regresar a su camarote, sorprendida de lo bien que había salido del apuro. Nunca había sabido mentir bien. Pero quizá tampoco había tenido una motivación lo suficientemente poderosa.
Necesitaba una buena ducha y empezó a desnudarse. Fue entonces cuando descubrió que había perdido su iPod y su cuaderno de notas. No estaban en el bolsillo de su pantalón. Registró todos los bolsillos. Nada.
¿Cómo podía haber…? De repente lo recordó. Aquel último beso apasionado. Edward la había acariciado… y había aprovechado para robarle sus pertenencias como si fuera un carterista. Con la misma facilidad con que le había robado el corazón.
¿Por qué? ¿Por qué le había robado las notas de su padre? ¿Para vender las antigüedades e integrarse en la red de traficantes?, se preguntaba, dolida y desconcertada. ¿Se lo habría inventado todo? ¿Las atenciones que le había demostrado, sus besos, su historia del pobre huérfano? ¿Habría sido todo una mentira calculada para servir a sus egoístas propósitos?
No. No quería creer eso. Pero… ¿cuántas pruebas necesitaba? Y ella había mentido a la policía para protegerlo.
Sintió una dolorosa opresión en el pecho. Cada hombre que había amado había terminado traicionándola. El único hombre en el que había creído y confiado… se había convertido en el peor de todos. Le había preguntado el nombre de la diosa del engaño. Debería haberle recordado que Apate tenía un trasunto masculino: Dolos, el dios de la mentira y la añagaza. Edward había fingido compadecerla por lo que le contó sobre Mike y su padre, con la intención de apuñalarla por la espalda. ¿Cómo podía haber sido tan crédula?
Se lo había entregado todo, y él la había utilizado. Su pretendido amor sólo había sido una enorme mentira. Mientras paseaba de un lado a otro del camarote, tropezó con la moqueta y cayó al suelo. Las lágrimas le servían de desahogo, pero el dolor era demasiado profundo.


Menos de veinticuatro horas después de entregar a Bella a los lobos, Edward se hallaba sentado solo en una taberna de Atenas, llena de humo. Entre su preocupación por Bella y la necesidad de ponerse al día en su trabajo tras su forzada ausencia, no había dormido. Se había obligado a comer un souvlaki y había pedido una cerveza.
De repente se abrió la puerta y entró un hombre alto y delgado, de unos cuarenta años. Vestía una camisa verde oscuro, unos viejos vaqueros y una gastada chaqueta de piel. Su cabello seguía igual de rubio que la última vez que lo había visto, aunque algunas canas asomaban en las sienes. Y Edward era el responsable de ello.
El hombre se sentó a su mesa.
Ciao, Carlisle.
Ciao, Edward. Otra vez metido en problemas, por lo que veo.
—Peores las he pasado.
—¿De veras? La Camorra y esa misteriosa mujer, Megaera, quieren tu cabeza en una bandeja.
—Me las arreglaré.
—¿Al igual que te las has arreglado con Isabella Swan? Te vi besándote con ella en el muelle. ¿A qué diablos estás jugando?
Edward se puso furioso.
—La manera en que hago mi trabajo es problema mío.
—Besar a un objetivo a plena luz del día y delante de todo el mundo no es la mejor manera de trabajar. No cuando podrías terminar perdiendo todo aquello que tanto esfuerzo te ha costado ganar.
—Insisto en que eso es mi problema.
La camarera se acercó en ese momento y Carlisle pidió una cerveza.
—No te olvides de todo el tiempo, dinero y vidas aparte de la tuya que hay en juego en esto.
—No me olvido, descuida —Edward bebió un trago de cerveza, más para tranquilizarse que por otra cosa. La furia no servía más que para ofuscar la mente—. ¿Qué es lo que tienes para mí?
—No te va a gustar.
—Hace tiempo que no me gusta esta misión. Sobre todo desde que me encargaste que secuestrara a Bella e hiciera de niñera suya durante semanas.
Carlisle sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y se lo entregó.
—Míralo por ti mismo.
Edward examinó con gesto sombrío las fotografías de Bella entrando en el camarote de Benjamín Kourti. La había visitado una hora después de que ella abordara el barco. La comida que había tomado se le revolvió en el estómago.
—¿Y?
—Kourti había frecuentado a Bella antes de su inoportuna aparición en el yacimiento arqueológico de Nápoles.
Edward se esforzó por dominar su rabia mientras le devolvía las fotos.
—Socializar con un compañero de trabajo no es ningún delito.
—Bella no le ha dicho nada a la policía griega. Dice que tiene «lagunas de memoria».
El corazón le dio un vuelco. Bella lo estaba protegiendo. Y quizá también a su padre. Se encogió de hombros.
—Es posible. Ha sufrido mucho.
—Eso es mentira, y tú lo sabes.
—Y tú sabes que desde el principio yo no quería involucrar a Bella en esto… —hizo a un lado su plato—. ¡Déjala en paz de una vez!
—No podemos. La señorita Swan ya estaba involucrada desde mucho antes. Hace semanas envío el fragmento de una presunta reproducción de una cerámica griega a una amiga suya de Estados Unidos, para que la analizara. Resulta que es parte de una pieza auténtica, robada en un yacimiento arqueológico.
—Esa pieza se rompió en la biblioteca de Bella. Probablemente el seguro exigió un análisis previo para tasar su valor.
—Bella habla un griego perfecto, y aun así reclamó un traductor a la policía. Podía tratarse de una táctica dilatoria mientras sus amigos escamotean las piezas.
—O quizá se trate simplemente de una medida de precaución —sabía que tenía que hacer caso a su intuición: Bella no lo había traicionado. Su reacción cuando descubrió lo de su padre había sido auténtica, sincera. Como también lo habían sido sus sentimientos por él cuando hicieron el amor, o su dolor cuando la dejó abandonada en el muelle—. ¿Sigues sin tener información alguna sobre esa tal Megaera que nos secuestró, y que al parecer había sido amante de Charlie?
—No tenemos más que su nombre.
—Ella es el cerebro de la organización. ¿Tienes a alguien vigilando la isla?
—Sí. La Camorra fue a buscar a sus hombres, pero todavía nadie ha recogido las antigüedades.
—Entonces Bella tampoco ha hablado con Heidi —Edward frunció el ceño—. Si hubiera estado coludida con ella, la habría avisado, ¿no?
—La gente de arriba está preocupada por ti. Si lo que pretende Isabella Swan es proseguir con el negocio de su padre… te arrastrará con ella. Tu carrera se irá al garete.
—Al diablo con mi carrera —Edward creía en Bella. Quizá demasiado tarde, se había dado cuenta de que Bella era mucho más importante que su sentido del deber, o que cualquier otra cosa en el mundo.
—¿Serías capaz de tirarlo todo por la borda?
—Pinturas, joyas, esculturas… todo lo que he dedicado toda mi vida a proteger no son más que cosas, Carlisle. No laten. No tienen alma.
—¿Qué te ha pasado? —inquirió, extrañado.
Edward miró a su amigo y mentor.
—Bella: eso es lo que me ha pasado —necesitaba estar con ella, pero no podía ir a buscarla con las manos sucias. Terminar con todo aquello era la única manera de mantenerla a salvo—. Me jugaría la vida por su inocencia.
—Hasta ahora, tu trabajo lo ha sido todo para ti —Carlisle se rascó la barbilla—. Si lo que quieres es arriesgar tu futuro y tu vida por esa mujer… entonces es que ya no puedes distinguir la realidad de la fantasía.
—Yo sé lo que es real y lo que no —y ése no era el reino oscuro en el que había vivido durante los últimos quince años. Bella no era una mujer cualquiera: se había apoderado de su corazón—. ¡Detesto utilizarla! Si ella sufre algún daño…
Carlisle frunció el ceño, pensativo.
—No había vuelto a ver ese fuego en ti desde que entraste en la cárcel.
Edward procuró dominarse.
—Si Bella resulta herida, los responsables lo pagarán caro. Del bando que sean.
—Ah. Sabía que tenía que ocurrir, tarde o temprano. Espero que la chica merezca la pena.
—Ésta es la última vez, Carlisle. Ya no soporto más mentiras. Éste será mi último trabajo.
—Ten mucho cuidado. Estás nadando en aguas peligrosas, Edward. No quiero que te ahogues —sacudió la cabeza mientras le entregaba un grueso sobre—. Aquí tienes datos, fotografías, todo lo que necesitas. Mientras el Sueño de Carmen estuvo atracado en Livorno, se descubrió un alijo de antigüedades robadas, pero la investigación no prosperó. Benjamín Kourti es ludópata y no le alcanza el salario para sus gastos: la única razón por la que conserva su trabajo es la relación de amistad de su padre con Eleazar Denali. Uno de nuestros agentes ha averiguado que un hombre que respondía a la descripción física de Benjamín intentó adquirir un ánfora robada en un yacimiento arqueológico cercano a Nápoles —Carlisle se interrumpió para beber un trago de cerveza—. El mercado del tráfico de antigüedades se ha revuelto con cada visita de Kourti y del sacerdote del barco. Al parecer, están muy unidos. Sospechamos que forman la avanzadilla de algo mucho más grande.
—Un crucero es una base de operaciones perfecta para una red de traficantes.
—Sí. He recogido una muestra de un antiguo icono que el padre Connelly conserva en su camarote. Pertenece a una pequeña orden de monjes albaneses que reside en el Vaticano. Al parecer el jardinero del convento habló hace cosa de un mes y medio con un tipo que respondía a la descripción de Connelly. Y cuando un agente nuestro le enseñó su fotografía a un camarero de Alghero, en Cerdeña, lo reconoció de inmediato: el tipo había estado bebiendo de firme en su establecimiento… vestido de civil.
—Connelly no es sacerdote.
—Según sus huellas dactilares, se trata de Amun Antzas, estafador profesional. El tipo sedujo a la condesa Valerio de Roma hace unos años y escapó con sus joyas. La condesa nos dijo que juntos habían visitado el convento de la orden albanesa y que Antzas sacó un buen montón de fotos del icono.
—Para después sustituirlo por una falsificación.
—Exacto. Los datos son los siguientes. Antigüedades a bordo del crucero y tensión entre nuestros tres personajes: el falso padre Connelly, Benjamín y Bella. El interés de Bella por investigar el fragmento de la cerámica. Su excursión a uno de los yacimientos arqueológicos que había visitado su padre. Las antigüedades escondidas en la isla, fruto de la rapiña de Charlie Swan y de Megaera, su amante. ¿Cuál es el común denominador?
Bella. A Edward se le cerró la garganta. Él sólo había querido mantenerla a salvo. En lugar de ello, la había enviado directamente a la boca del lobo. Se encontraba en un peligro mortal.
—Antzas y Kourti trabajan para Megaera.
—Eso es lo que tenemos que demostrar. Tenemos pruebas suficientes para desenmascarar a Connelly, pero ése es un jugador de poca monta. Quiero que Benjamín y él nos lleven hasta el jefe. Quiero acabar con Megaera —se interrumpió—. Y… lo siento, Edward, pero si Bella está implicada… también iremos por ella, como puedes imaginar.
Edward dejó el sobre en la mesa.
—Muy bien. Ahora, amico mió, debo pedirte un favor por el cual te estaré toda la vida agradecido…


Después de ducharse, Bella se puso un pantalón marrón y una blusa de seda color cobre. Se estaba calzando cuando llamaron a la puerta.
Era el asistente, con la bandeja del desayuno. A un lado había un grueso sobre.
—Ha recibido esto esta mañana. Y el operador de a bordo dice que tiene un mensaje telefónico para usted. Al parecer llegó mientras usted estaba, er… fuera.
Le dio las gracias y el asistente se marchó. Con el corazón acelerado, dejó la bandeja en la mesilla y recogió el sobre. Su nombre estaba escrito a mano en el dorso. Contenía su pasaporte, su cartera, sus llaves y su móvil.
No pudo sentirse más decepcionada: Edward le había devuelto sus cosas, tal y como le había prometido. Abrió la cartera: estaba su identificación personal y todas sus tarjetas de crédito, así como dinero en efectivo. De repente descubrió algo. Una hoja de papel entre los billetes.
Le temblaban los dedos mientras desdoblaba la nota. Estaba escrita en italiano.
Bella, mia cara, por favor, perdóname. Cuando más adelante recuerdes todo esto, sabrás que te dije la verdad. Yo hice lo que debía. Y ahora tú debes hacer lo que es mejor para ti. Espero que algún día vuelvas a creer en la magia de los cuentos de hadas.
No había firma. Tampoco era necesaria. Enterró la cara entre las manos y estalló en sollozos. Lo echaba terriblemente de menos. A esas alturas, todavía estaba dispuesta a creer en él. ¿Qué diablos le pasaba?
Odiaba lo que Edward le había hecho. Pero no podía odiarlo a él. Su madre tenía razón: el amor no era algo que se pudiera encender y apagar a voluntad. «El corazón ama, con defectos o sin ellos». Como su madre, que había amado a un traficante y a un mentiroso.
Releyó la nota, ya más tranquila. Ya en la isla él le había advertido que la asaltarían las dudas. Y le había aconsejado que se dejara guiar por la intuición para discernir la verdad. Un mensaje tácito, oculto, parecía recorrer aquellas palabras: «Espero que algún día vuelvas a creer en la magia de los cuentos de hadas».
En el mito que le había contado, tanto Eros como Psique habían creído que el otro lo había traicionado, cuando en realidad nunca había sido así. ¿Le estaría diciendo Edward que su traición no era lo que parecía? «Cuando más adelante recuerdes todo esto, sabrás que te dije la verdad».
Había visto pena y arrepentimiento en sus ojos cuando se despidió de ella. Había detectado un crudo dolor en su voz. O quizá había sido un efecto de su imaginación…
Dejó la nota sobre la cama. Edward le había devuelto sus cosas, tal y como le había prometido. Había cumplido todas sus promesas. Se había llevado una brutal paliza por protegerla de los dos matones. Se había expuesto a que lo mordiera una víbora para protegerla. Edward siempre había antepuesto su bienestar al suyo propio.
El pulso le atronaba en los oídos. ¿Sería posible que Edward se hubiera sacrificado para evitar que ella pudiera ayudarlo a su vez y por tanto ponerse en peligro? ¿Habría llegado a algún tipo de acuerdo con Heidi para asegurarse de que no le pasaría nada? Aquello encajaba con su carácter. Recordó sus palabras: «A veces, las mentiras esconden la verdad, pero no invalidan lo que es real».
—Sí, chico duro —musitó para sí misma—. Las palabras pueden resultar confusas. Pero los actos no mienten.
Edward era lo opuesto del clásico hombre egoísta e interesado. Si sólo hubiera estado interesado en salvarse, habría llegado a un acuerdo con Heidi en su barco y la habría dejado morir. «A veces, las mentiras son necesarias. A veces, las circunstancias fuerzan las decisiones de la gente».
Quizá el hecho de haberse llevado su iPod y su cuaderno de notas había sido otra manera de protegerla. ¿Habría pensado que estaría más a salvo si no tenía en su poder una información tan relevante? ¿O que interrumpiría su investigación si se quedaba sin pistas? Recordó de nuevo la frase de la nota: «Yo hice lo que debía. Y ahora tú debes hacer lo que es mejor para ti».
Ni su padre ni Mike habían sido lo que parecían. Edward podía ser un ladrón o un delincuente, pero era un hombre bueno y honesto. Ni siquiera sabía su verdadero nombre, pero lo amaba con todo su corazón. Edward tenía secretos que no consideraba seguro divulgar. Aquella nota era un mensaje secreto. Una promesa. Y Edward siempre cumplía sus promesas.
Había llegado el momento de elegir. Desecharía la lógica y se aferraría a la esperanza, a la intuición. Confiaría en Edward. Y escogería creer que la amaba tanto como ella a él.
Ya era demasiado tarde para su padre. Su misión ahora era salvar a Edward. Pero… ¿cómo?

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