lunes, 27 de diciembre de 2010

El Plan

Capítulo 3 “El Plan”

En su alcoba, situada sobre la gran sala de banquetes, Bella se paseaba de un lado a otro con tal furia que el largo vestido blanco se arremolinaba tras ella y el cabello le flotaba como si estuviera al viento.
—Oh, ¿cómo se ha atrevido? —Alzaba y bajaba las manos continuamente, al igual que la voz—. Menudo descaro. Se mostró frío como un témpano y tan tranquilo... tan despreciable y cruel como todos los de su clase. Apenas logré contenerme. Ardía en deseos de arrancarle los ojos, cortarle el cuello y arrojarlo por el acantilado. ¡Oh, podría hacerlo, Alice, te juro que podría! ¡O atravesarlo con una espada! ¡Podríamos habernos librado de él esta noche! Me sentí tan...
—¿Humillada? —sugirió Alice.
—¡Y... degradada!
Bella cerró con fuerza los puños y tragó saliva. ¡Humillada, degradada y furiosa! No le había mencionado a Alice el beso, aquella última y terrible vejación, pero ella no lo había olvidado. La recordaría toda su vida: la textura de sus labios, su sorprendente fuerza, su masculina fragancia, la presión de su poderosa mano sobre ella... todo había quedado grabado indeleblemente en su memoria. Jamás olvidaría su rostro mientras viviera. Hermoso y cruel. Fuego y hielo.
Deja de pensar en ello, se dijo. Pero no podía y cuando acudía a su memoria, se estremecía y ella misma se sentía como el fuego y el hielo. Deseaba llevarse la mano a los labios y restregarlos con fuerza para borrar el beso, el recuerdo.
—¡Lo habría matado! —volvió a exclamar, porque en realidad temía a su enemigo.
—Y ¿qué habría sido de nosotros? Me asusta este plan. Estoy muy preocupada. Si él propuso términos razonables...
—¡Razonables! —estalló Bella con renovada furia—. Se apodera del castillo, nuestras tierras, nuestra gente. Y de mí. ¿Qué clase de términos son ésos?
Alice suspiró con un ligero estremecimiento.
—Ojalá hubiéramos abierto las puertas el primer día. Ojalá Charlie... —Se interrumpió al reparar en el rostro encantador y atormentado de Bella, que terminó la frase por ella:
—¿Ojalá mi padre le hubiera dejado entrar? Bien, pues mi padre está muerto, al igual que James y otros muchos.
—Hemos luchado, Bella. Todos los hombres y las mujeres han soportado la batalla, desde los arrendatarios hasta los soldados. Hemos puesto a prueba nuestro coraje y probado todas las estratagemas.
—Pero ninguna tan arriesgada como ésta —repuso Bella con voz baja—. Alice... no fue idea mía.
—No, fue de sir Jacob, quien supuestamente te adora. Lo que no comprendo es por qué asume tanto riesgo. —Hizo una pausa—, A menos que desee el castillo... y a ti.
—¡Nada de eso! No puedo soportar que queden sin vengar las muertes de mi padre y James, Alice. ¿Acaso los hemos perdido para nada?
—No lo sé —murmuró Alice.
Cerró los ojos, temblando. Había esperado que los lancasterianos derribaran aquel día las puertas, irrumpieran en el castillo y provocaran una carnicería. Pero no lo habían hecho... Así pues, ella, junto con Bella y su consejero, había aprobado que se pusiera en marcha el plan aquella noche. Se sentía aterrorizada desde que empezó todo el asunto. El botín pertenecía al vencedor y a menudo era reclamado con violencia. En el breve tiempo que llevaba en este mundo, el trono de Inglaterra había cambiado de manos con tanta frecuencia que no era fácil llevar la cuenta. Enrique IV había sido destronado por el conde de March, Eduardo VI. Éste había sido destronado por uno de sus secuaces, Warwick, quien devolvió el poder a Enrique. Entonces Eduardo había vuelto al trono y reinado durante quince años de relativa paz. Pero Eduardo había muerto, Ricardo se había coronado rey, habían encerrado a los príncipes en la Torre y corría el rumor de que habían muerto.
Charlie solía afirmar que Ricardo no había tenido otra elección; eran medidas necesarias para traer la paz al reino. El lord de Edenby había permanecido fiel a Ricardo... por lo que se habían visto involucrados en la guerra mientras que los que no tenían tan inculcado el sentido del honor habían permanecido ilesos. Se trataba de una extraña guerra interna, que había afectado al reino sólo en determinadas zonas. El comercio y la agricultura seguían funcionando, pero las tierras por las que habían pasado los soldados habían quedado devastadas.
¡Ellos mismos iban a formar parte de tal devastación!, se dijo Alice. ¡Quería la rendición! Ya no más trucos, ni luchas, ni juegos. No más muertos. El lord de la casa de Lancaster había asegurado que si entregaban el castillo conservarían la vida. ¿Qué significaban los territorios y tesoros en comparación con la vida?
—Deberíamos rendirnos —dijo Alice con voz sepulcral.
Bella se estremeció y por un instante Alice pensó que su sobrina iba a darle la razón. Ésta, pálida, se aferró a la columna de la cama en busca de apoyo. Cerró los ojos, meneó la cabeza y habló con un hilo de voz.
—No podemos, Alice. Di mi palabra de que jamás lo haría.
—Lo sé. —Alice inclinó la cabeza, obligándose a aceptar lo inevitable. Luego dirigió una débil sonrisa a Bella. Se sentó al pie de la cama y añadió—: Pero estoy asustada.
Temblaba convulsivamente y sus ojos eran como los de un halcón o un gato: parecían verlo todo.
—¡Sé razonable, Alice! No es más que un hombre que ha traído la desgracia sobre nosotros. ¡Juro que jamás lo temeré! —exclamó con vehemencia. Luego se estremeció, consciente de que era mentira pero decidida a no reconocerlo jamás—. Él es el culpable de la muerte de mi padre, Alice. —Se arrodilló a los pies de su tía—. No fracasaremos.
—Dispone de tantos hombres, cañones, pólvora y armas...
—No hay ninguna comparable a la ballesta inglesa...
—¡Él también tiene ballestas!
—¡Y nosotros tenemos armas!
—¡Que disparan contra nuestros propios hombres! —gimió Alice.
—¿Quieres pasarte el resto de tus días sirviendo a la gente que asesinó a tus seres queridos?
Alice la miró.
—Tengo una hija, Bella, y estaría dispuesta a dar mi vida por protegerla. ¡Sí, los serviría de buen grado! ¡Hasta les limpiaría las botas con mi cabello con tal de protegerla!
Bella movió la cabeza implorante.
—Confía en mí... Salvaremos el castillo. —Luego soltó una risita nerviosa y, levantándose, se paseó una vez más por la habitación—. Si he soportado el encuentro esta noche, soy capaz de sobrevivir a todo. ¡Oh, el muy canalla! Dijo que no le interesaba casarse conmigo. ¡Como si yo quisiera pasar el resto de mi vida con él! Es un hombre extraño, muy extraño, Alice. Tuve que correr tras él para obligarle a tomar una decisión, pero de no haberlo hecho...
—Tal vez hubiera sido preferible —replicó Alice con un escalofrío.
—¿Qué puede salir mal? —replicó Bella con aspereza—. Paul y Embry estarán escondidos detrás del tabique falso y lord Edward se encontrará bajo el efecto de la droga. Paul es fuerte y corpulento, y Embry un toro bravo. Lograrán...
—He visto a lord Edward, Bella —interrumpió Alice vacilante—. ¡Nadie puede evitar reparar en él, montado sobre su caballo, desafiando las flechas! ¡Y esos ojos! No es un anciano, Bella. Se mostrará desconfiado y precavido... Además, odia a los York. Y dicen que jamás le ha rozado una espada y que se mueve con asombrosa rapidez.
Bella suspiró.
—Es alto, Alice, y ancho de hombros. Tal vez... —Hizo una pausa, sin permitirse estremecer, implorando a Dios dejar de recordar a ese hombre con tanta claridad. Trató de pensar en la muerte, la sangre, la venganza. «¡Aprende a adoptar esa fría y brutal determinación que parece gobernarle!», se ordenó—. Sí, es joven y fornido... y seguramente se mostrará desconfiado. Pero es un hombre, Alice. Debajo de todos esos músculos circula sangre y cuando se le pare el corazón morirá como cualquiera.
Alice se miró las manos y las entrelazó con fuerza.
—Será un asesinato, Bella.
—¿Asesinato? —Volvió a sentir toda la rabia y el dolor—. ¡Asesinato es lo que cometieron ellos con los nuestros! ¡Por el amor de Dios, Alice, asesinaron a mi padre! ¿Acaso lo has olvidado? ¡Mi padre murió en mis brazos! Y arrastraron ante mí el cadáver de James. Piensa en todas las viudas y los huérfanos. Utilizaremos sus mismas armas, Alice. ¡Nosotros no hicimos nada malo! ¡Él fue el asesino!
—¿Y vamos a matar a todos sus hombres? —preguntó Alice con sarcasmo y dolor.
—No, no los traerá a todos consigo. Le diré que no entren más de cincuenta. —Alzó la barbilla—. No mataremos a nadie a menos que nos obliguen. Ni siquiera a Edward... si logramos doblegarlo. De lo contrario, morirá, al igual que todos los que nos causen problemas... ¿Qué otra salida nos queda? Los que hayan tenido el sentido común de beber suficiente vino con somníferos irán a las mazmorras.
De pronto Bella se dejó caer sobre la cama al lado de su tía.
—¡Oh, Alice, yo también estoy asustada! Jamás me había sentido tan asustada como ayer cuando tuve que hacerle frente. Es un hombre duro, y sus ojos... parecen perforarte el cuerpo como un cuchillo. Cuando te toca... —Se interrumpió bruscamente.
Volvía a temblar de frío y calor. No podía proseguir. Deseaba tranquilizar a Alice, pero sólo había conseguido asustarse. Sonrió y confió en que ella no advirtiera que su alegría era falsa.
—Lo lograremos, Alice.
¿Lo harían? Le temblaron las manos cuando las juntó. ¿Reuniría el valor suficiente para permanecer sentada al lado de ese hombre en el banquete de mañana y mostrarse sonriente y cordial, sintiendo sus ojos sobre ella, sabiendo que estaba alerta y vigilante, tal como Alice había señalado?
Exhaló un profundo suspiro. Él había reído y su risa había sonado casi agradable. Había demostrado ser de carne y hueso. Podrían doblegarlo.
Asesinato, lo había llamado Alice. Ella se proponía seducirlo para deshacerse de él. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Entregar a los suyos como sirvientes y esclavos? Había afirmado que nadie le arrebataría el título, pero ¿era cierto? Si Enrique Tudor tomaba realmente el trono podría hacer lo que le viniera en gana con todas sus propiedades.
¡Enrique no llegaría al trono! Ricardo contaba con el doble de hombres que los Tudor. No podía olvidar a su querido padre, ni a James y sus deslumbrantes sueños de futuro. Se llevó la mano a los labios y pensó en el último beso de su «prometido». Volvía a pensar en Edward Cullen, en el beso que le había dado en los labios, en la sensación de calor y frío que le había producido...
—¡No! —gritó, horrorizada de sus propios pensamientos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alice, asustada de nuevo.
Bella la miró fijamente y sacudió la cabeza con fuerza, asustada, furiosa.
—Podría... —murmuró fuera de quicio—. Sí, podría matarlo con mis propias manos.
Alice la miró con sus hermosos ojos.
—No te metas ideas en la cabeza.
Bella suspiró.
—No son ideas, Alice. Paul lo golpeará tan pronto como Cullen y yo entremos en mi alcoba.
—¿Y si no están todos drogados?
—Entonces se producirán enfrentamientos aislados, pero será fácil sofocarlos. —Bella se levantó, tratando de sonreír.
La cama se hallaba sobre una especie de tarima, rodeada de colgaduras. Junto a ella había un pesado armario de madera entre paredes revestidas con paneles de roble. Los paneles ocultaban puertas secretas y pequeños armarios donde un hombre podía esconderse fácilmente.
—Paul estará a menos de cuatro pasos de mí —continuó—. Y para asegurar el éxito y la seguridad del plan, Embry estará al otro lado. Aunque registrara la habitación, Cullen no encontraría nada.
Alice guardó silencio.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Bella—. No fue idea mía, ¿recuerdas? Aunque di mi aprobación, fue sir Jacob quien concibió el plan y los consejeros de mi padre se aferraron a él.
Alice se puso de pie y, acercándose a su sobrina, le dio un breve abrazo.
—Sólo estoy asustada. —Trató de sonreír—. Espero no equivocarme ni vacilar.
—¡No lo harás!
—Entonces buenas noches. ¿Quieres que te envíe a Jess?
—No, pero dile que venga mañana a primera hora.
Alice la besó antes de abandonar la alcoba. Bella la acompañó a la puerta, frotándose los brazos como si tuviera frío, a pesar de que ardía fuego en el hogar. De pronto se sintió muy sola, a pesar de que el castillo se hallaba lleno de gente... su gente. Abajo, Embry, Paul, sir Sam y sir Jacob bebían cerveza, concretando los detalles del plan. Los soldados también debían de estar trazando planes en sus hogares. Hasta el último arrendatario, todos estarían nerviosos esperando el día siguiente. Todo estaría preparado para vengar la desgracia que había caído sobre ellos.
Bella volvió a estremecerse y se dirigió a la cama. Se desvistió deprisa y arrojó el vestido al suelo. Se deslizó bajo las sábanas de hilo y las pesadas pieles que cubrían la cama, y se abrazó con fuerza, todavía temblando. Al día siguiente por la noche... a esa hora, todo habría terminado. Habrían derrotado a los Lancaster.
—¡Oh, por favor, Dios mío! ¡Haz que se convierta en realidad! —rezó en voz alta.
Trató de dormir pero no hizo más que dar vueltas en la cama. Cada vez que lograba conciliar el sueño, acudían imágenes a su mente. Veía a su padre, mirándola fijamente con ojos vidriosos. Ella tenía el regazo cubierto de sangre, y gritaba y gritaba... Veía también el cadáver de James que habían traído a rastras. Tenía un aspecto tan sereno... el gentil erudito con demasiado sentido del honor para oponerse a la voluntad de su padre, desaparecido para siempre...
—Amor mío —susurró en voz alta.
Quería imaginarlo, recordarlo. Sin embargo cada vez que se esforzaba en visualizar sus rasgos, aparecía otro rostro en su lugar. Un rostro con ojos de color verde como la esmeralda, pero tan oscuros como la noche. Ojos como los del diablo, que echaban fuego y helados al mismo tiempo, duros y crueles, pero por lo mismo fascinantes. Un rostro que no se olvidaba.
—¡Oh, Dios, ayúdame! —gimió, incorporándose para abrazarse a sí misma—. ¡Ayúdame a olvidarlo, Dios mío, ayúdame a olvidar!
Pero se había llevado la mano a los labios e incluso ahora podía sentir su beso. Se levantó de la cama y corrió hacia el lavabo. Vertió agua con nerviosismo en la jofaina y se frotó el rostro una y otra vez. Luego respiró hondo y volvió a la cama.
Se obligó a tratar de dormir, pero volvió a soñar. Vio al hombre de ojos verdes y oscuros como la noche alzándose sobre ella con una sonrisa burlona. Vio el rostro con claridad: la tez bronceada por los largos días bajo el sol, los altos pómulos, las cejas cobrizas que se arqueaban con sorna al bajar la vista hacia ella, las manos en las caderas en un gesto arrogante... La tocaba, le cubría los senos de caricias, y ella volvía a experimentar la misma sensación que le había recorrido el cuerpo.
—¡Maldito seas! —Se despertó con esa exclamación en los labios, exhausta y obsesionada con Edward Cullen, el recuerdo de su rostro, el timbre de su profunda y suave voz.
Al día siguiente estaría muerto, y ella sería capaz de volver a dormir sin que le persiguieran aquellas imágenes de él... y de su padre y James al morir, porque los habría vengado.
En ese momento cantó un gallo y el sol empezó a teñir el cielo de rosa. Había llegado el día en que aquel hombre moriría.


Jess, la doncella de Bella, entró en la alcoba temprano. Aproximadamente de su edad, poseía una osamenta delicada, estrechas caderas y una alegría innata que pocas cosas lograban empañar.
Pero incluso ella permaneció silenciosa aquella mañana, ayudando a Bella a salir de la bañera y secándole la larga melena con la toalla. Cuando empezó a cepillársela, Bella pidió con impaciencia que cesara, decidida a realizar la tarea por sí misma antes que quedar calva.
—¡Oh, lo siento! —exclamó Jess, frunciendo sus pecosas mejillas como a punto de llorar.
—No lo sientas y prepara mi vestido de terciopelo verde —le ordenó Bella con aspereza.
Tenía que estar serena y dominarse. Ahora todo dependía de ella. Jess se disponía a cumplir la orden cuando Bella la detuvo.
—¡Jess! No podemos desfallecer... ninguno de nosotros. Nuestras vidas dependen del día de hoy.
Jess tragó saliva.
—¡Estoy muy asustada! ¿Qué harán cuando entren? ¿Y si fracasamos? No tendrán piedad de nosotros...
—Son ingleses, Jess.
La doncella adelantó el labio inferior.
—¿Acaso no es natural estar nervioso... con los lancasterianos jurando venganza?
—Ha llegado el día de la venganza —repuso Bella en voz baja—. ¡Anímate, Jess! Ahora debo bajar y prepararme para recibir a nuestros... invitados.
Abandonó la habitación, abrazándose una vez más para serenarse del todo. Luego bajó por las largas escaleras de piedra hasta el gran salón de banquetes. Sir Sam y sir Jacob se encontraban ante el hogar, junto con Embry y Paul. Este último —un hombre formidable que había estado siempre al lado de su padre— vio entrar a Bella y la saludó con una inclinación de su cabeza, sin pronunciar palabra. Ella cruzó la habitación como si se tratara de otro día de asedio y besó a Paul en la mejilla y luego al resto. Ésos eran los principales hombres de su padre, que siempre habían contado con aposentos propios en el castillo.
—¿Estamos preparados?
Sir Jacob asintió con solemnidad, su hermoso rostro todavía ensombrecido por la preocupación. Restregó las manos en su elegante sayo forrado de armiño.
—Tenemos diez jabalíes asándose en el patio, pasteles de carne de vaca y riñones en los hornos, anguilas y cerdo. Hay comida suficiente; todas las casas han aportado algo.
—¿Y la bebida? —preguntó ella con un pequeño nudo en la garganta a pesar de su semblante sereno.
—Encargaos de que el lord beba vino y no cerveza —respondió sir Jacob—. ¡Hoy será el vino quien cumpla el cometido!
Bella asintió y advirtió que tenía húmedas las palmas de las manos. Se volvió para echar un vistazo al comedor. En los viejos tiempos solía haber diez sirvientes asignados en las cocinas y comedor. Cuatro de ellos habían muerto durante el asedio, así que Bella se había asegurado de que cuatro muchachos de las fincas ocuparan su lugar. La mesa había sido puesta con la mejor vajilla de su madre, decorada con lirios de su Bretaña natal. Parecía como si su padre estuviera a punto de regresar con un grupo de amigos.
Embry apoyó una mano en su hombro.
—No os preocupéis, Bella. Estaremos cerca.
Y entonces sir Sam —uno de los más queridos amigos de su padre— le cogió ambas manos, con los ojos llorosos.
—No estoy tranquilo, Bella —dijo con tristeza—. Creo que empiezo a detestar este plan.
Sir Jacob volvió a acercarse a ella.
—No permitiré que ese monstruo lascivo os haga daño —aseguró.
Bella bajó la cabeza con una débil sonrisa y no se molestó en responder que ese lascivo monstruo tenía que ser seducido para que aceptara el trato. Todos sabían que en eso residía la clave del éxito; si no caía el líder, los hombres seguirían luchando contra fuerzas demasiado poderosas.
—No estoy asustada —respondió. Pero lo estaba, porque ya habían sonado las trompetas, anunciando la llegada de los lancasterianos—. ¿Dónde está mi tía? —se apresuró a preguntar.
Alice debía de estar más nerviosa que ella, pero de pronto Bella comprendió que necesitaba tenerla a su lado.
—Sigue con su hija —respondió sir Jacob.
—¡Tiene que bajar! —exclamó Bella, nerviosa—. Sir Jacob... No, iré yo misma.
Se volvió y corrió escaleras arriba. No le sorprendió encontrar a Alice y Jess jugando con la pequeña Anne. Esta sostenía una bonita muñeca de trapo que había pertenecido a Bella y había sido traída de Bretaña por la madre de ésta.
—¡Alice! —exclamó con brusquedad.
Su tía la miró con expresión aterrorizada.
—¿Ahora?
—Sí, vamos abajo. Jess, supongo que será mejor que te quedes con Anne.
Su pequeña prima la miró con ojos muy abiertos, Bella cruzó la habitación y la abrazó.
—Escucha, Anne, es muy importante que te quedes aquí hoy. ¿Lo harás por mí? No debes llorar ni salir de la habitación.
Por un instante la niña pareció a punto de echarse a llorar. Bella le dedicó una sonrisa radiante y se llevó un dedo a los labios.
—Por favor, Anne... Es un juego, un juego muy importante. Jess se quedará contigo. Estarás bien.
Anne asintió despacio. Bella la abrazó brevemente y, cogiendo a Alice de la mano, la condujo a lo largo del pasillo y escaleras abajo. Sir Jacob y sir Sam las llamaban con señas desde el umbral. El protocolo exigía salir al encuentro de los vencedores para recibirlos.
Los lancasterianos ya habían cruzado las puertas exteriores del castillo, las mismas que habían previsto derribar aquel día. Bella irguió el mentón mientras salía al frío día de invierno. Cincuenta hombres... no eran tantos, pero al verlos cruzar las puertas, todos armados y con cascos, sosteniendo en alto espadas y escudos, le parecieron un centenar.
Reconoció a Edward de inmediato. Había observado mucho tiempo sus movimientos más allá del muro. Iba en cabeza a lomos de un curioso caballo pío con los cascos cubiertos de plumas. Era imposible confundir su blasón, o la brillante capa azul que llevaba sobre la malla. No podía verle el rostro... sólo los ojos de mirada glacial.
Advirtió que la miraba y tuvo la sensación de que el diablo en persona se mofaba de ella y le leía el pensamiento y el corazón. Se echó a temblar convulsivamente. La sangre pareció helársele para a continuación hervir; casi no podía permanecer de pie. ¿Qué ocurriría si no lograba engañarlo? Estaba asustada. ¡No podía desfallecer!
—¡Bella! —exclamó sir Jacob.
Todos dependían de ella. No podía defraudarlos. Sir Jacob le dio un suave empujón y ella se adelantó e hizo una graciosa reverencia.

1 comentario:

  1. vaya funcionara el plan y si no que hara edward un abrazo patricia1204

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