martes, 7 de diciembre de 2010

Doble secuestro


Capítulo 20 “Doble Secuestro”

En algún momento en medio de la noche, Bella se despertó, oía llover en la galería y supuso que se había desatado una tormenta. Con pocas ganas, bajó de la cama y se encaminó a la puerta ventana porque ahora el aire estaba frío y ella había dejado las ventanas abiertas. La habitación estaba completamente a oscuras, y la lluvia borraba todos los otros ruidos.

Por suerte, no había muebles entre la cama y las ventanas que podrían haber hecho tropezar a Bella, pero antes de que hubiese terminado de cruzar la habitación, alguien la tomó de los cabellos y la oprimió contra su cuerpo húmedo. Abrió los labios para gritar pero alguien le puso un trapo húmedo sobre la boca. Rápidamente le ataron los brazos a la espalda y, antes de que pudiera quitarse la mordaza, le colocaron otra tela sobre la boca que ataron detrás de la cabeza, tirándole de los cabellos. Trató de correr hacia adelante, pero la empujaron al suelo y le ataron los pies con una cuerda.

Bella estaba enferma de terror, seguramente era Laurent Gathegi, aunque ella había hecho lo posible por olvidarlo y no había imaginado que fuera tan loco como para raptarla de la plantación del conde.

El hombre la dejó tendida en el suelo por unos momentos, pero había vuelto y se inclinaba sobre ella. Algunas gotas de agua cayeron sobre el rostro de Bella de los cabellos mojados de él, pero no pudo distinguir sus rasgos en la oscuridad.

–Lamento haberte atado, pequeña, pero te has portado mal y no quiero correr riesgos contigo. Llueve mucho, de manera que te envolveré en una manta. No sé por qué tengo que ser tan considerado después de lo que hiciste.

Bella sintió explotar la furia dentro de su cabeza. ¿Qué hacía Edward allí? Seguramente había salido de la isla uno o dos días después que ella, y la había buscado durante días, semanas... ¿Por qué? ¿Por qué había venido a buscarla... por qué? De todas maneras pensaba traerla a Saint Martin uno o dos meses después.

Edward la envolvió en una pesada manta, y después de asegurarse de que ella podía respirar, la levantó en sus brazos y salió con ella por la puerta ventana. Bella no oía nada excepto la lluvia mientras él caminaba por la galería y luego bajaba algunos escalones. Sentía gotas de lluvia en su cabeza, y sus pies se estaban mojando, pero cuando él se detuvo y la obligó a pararse, dejó de sentir la lluvia.

–Esperaremos aquí, –dijo– hasta que llegue Emmett. Te hemos buscado por separado para ahorrar tiempo. Debemos llegar al barco antes del amanecer, y me ha costado mucho encontrar este lugar.

Bella maldijo a quien le había dado las indicaciones para encontrarla. Pero cuando, por la mañana, descubrieran su ausencia, su madre se daría cuenta de lo sucedido, e insistiría en que Jacob fuera a buscarla, su madre haría lo necesario para rescatar a su hija.

–Edward, la he encontrado.

–No sé a quién tienes, Emmett, pero no es Bella. Yo la tengo aquí.

Edward la rodeaba con sus brazos, obligándola a apoyarse en su pecho.

–Pero yo encendí una vela como sugeriste. Esta mujer tiene largos cabellos castaños, casi negros –dijo Emmett.

–Yo hice lo mismo, y te digo que esta es Bella –afirmó Edward con creciente impaciencia.

–¿Has visto su rostro?

–No, pero... –se interrumpió, y Bella sintió sus brazos que la rodeaban–. ¡Maldita sea esta infernal oscuridad! Las llevaremos a las dos. No hay más tiempo que perder... quiero salir de este puerto antes de que avisten el barco. Quien quiera sea la otra una mujer más en nuestra isla no nos vendrá mal.

Bella trató de gritar, pero ningún sonido escapó de sus labios. Sabía que Emmett había capturado a su madre también, pero no podría hacer nada al respecto. Ah, Dios mío, ¿cómo la rescatarían ahora? Jacob ya no tenía el mapa. Y Edward había dicho que no quería correr más riesgos con ella. ¿Qué quería decir con eso?

Levantó a Bella del suelo, y la colocó sobre su hombro. Echó a andar con rapidez, casi corriendo. Pronto comenzaron a dolerle los brazos y se le enfriaron los pies, y sentía una creciente frustración al no poder mover los brazos ni las piernas. No era necesario que Edward la atara, pensó con resentimiento, porque su fuerza siempre había demostrado ser superior a la de ella. La había atado como a una esclava fugitiva sólo para humillarla.

Las ramas y las hojas húmedas rozaban sus pies desnudos, y la lluvia seguía cayendo en furioso torrente. Le dolía el estómago al estar siempre apoyada sobre el hombro de Edward, y cuando por fin él se detuvo, la lluvia había empapado la manta.

Edward flexionó las piernas y la dejó en el suelo, y ella supo, por el movimiento, que se encontraban en un pequeño bote. El bote se movió aún más cuando subió Emmett, y Bella sintió que colocaban a su madre junto a ella. En muy poco tiempo estarían a bordo del ‘Dama Alegre’ y una vez más quedaría completamente a merced de Edward.

Bella tenía una creciente sensación de miedo y desesperación, pero era completamente incapaz de hacer nada. Su madre debía estar aterrorizada. Seguramente Renée había escuchado la conversación entre Edward y Emmett, igual que Bella, y ahora sabía adónde las llevaban... y quiénes. Pero Renée no sabía que Jacob había destruido el mapa. No sabía que nadie las rescataría.

Edward levantó a Bella y la puso otra vez sobre su hombro. Bella sintió que ascendían, y después de unos minutos, supo que estaban en el camarote de Edward. Él la dejó en el suelo y le quitó la manta.

Bella lo miró con furia, sin poder moverse de su lado. Sus ojos eran del color café más oscuro, y si pudieran haber matado, Edward habría sido la víctima. La miró unos instantes; luego rió con ganas.

–Sabía que eras tú, pequeña. Tu fragancia es inconfundible.

Emmett llevó a la madre de Bella al camarote, también envuelta en una manta. La obligó a pararse y le quitó solamente la manta. La furia de Bella creció aún más, recordando la rudeza con que la había tratado Edward.

–Veo que tú tenías a la verdadera Bella, Edward –dijo Emmett con una sonrisa mientras comenzaba a desatar a Renée–. Esta parece de una edad mayor.

Bella trató de protestar y luchó por sentarse, pero no pudo. Edward la miró y sonrió. Era obvio que no pensaba desatarla por el momento.

Renée se frotó los brazos cuando se los liberaron, pero permaneció quieta, aun cuando le retiraron la mordaza. Bella veía el miedo en los ojos de su madre, y se sintió enferma de furia por no poder consolarla.

–¿Quién es usted, madame? –preguntó Edward.

Se paró frente a Renée, con las piernas separadas y las manos en las caderas. Renée era una mujer pequeña, y junto a ella Edward parecía un gigante amenazador.

–Soy Renée Dwyer, y...

–¡Al diablo! –rugió Edward, haciendo que Renée se apartara de él–. ¿Sabes lo que has hecho, Emmett? ¡Esta mujer es la madre de la muchacha!

–¿Y?

–Tendré doble trabajo con esta víbora. ¡No necesito a su madre para pelearme con ella!

–Es culpa tuya que la muchacha sea difícil de manejar –replicó Emmett–. Te dije hace tiempo lo que debías hacer con ella, pero no quisiste escucharme. Eres demasiado blando con las mujeres, Edward. No veo ningún problema en tener también a su madre.

Edward miró el color pálido y los grandes ojos verdes de Renée, su rostro se ablandó considerablemente, y también su voz cuando volvió a hablar.

–Lamento haberla asustado, madame, pero fue una sorpresa encontrarla aquí. Bella me ha hablado de usted, y yo suponía que vivía en Francia. –Como Renée no respondía, Edward continuó–: No pienso hacerles daño ni a usted ni a su hija. Puede estar tranquila en ese aspecto.

–Entonces, por favor, desátela, monsieur –dijo tímidamente Renée, sin saber qué pensar de este hombre corpulento.

–Todavía no.

–¿Seguramente no pensará castigarla por escapar de usted? –preguntó Renée.

–¿Entonces ella le habló de mí, eh?

–Estoy seguro de que no pintó un cuadro muy bonito –interrumpió Emmett con una risita.

–¿No tienes nada que hacer, Emmett? –le regañó Edward.

–En este momento, nada –replicó Emmett. Fue hacia la mesa y se sentó.

–Bella me contó todo –dijo Renée con un poco más de coraje.

–¿Todo? –preguntó Edward, con una expresión divertida en su rostro.

–Sí.

–Bien, puedo asegurarle, madame Dwyer, que no soy el pirata monstruoso que ella quiere pintarle.

–Entonces, si es usted un hombre honorable, nos dejará ir. También liberará a Sue Clearwater.

–Madame, he dicho que yo no soy un monstruo, no que fuera un hombre honorable –dijo Edward–. Bella me pertenece. Le dije que no tratara de escapar, y como no prestó atención a mis palabras, la trataré como se merece.

–Monsieur…

–No he terminado –la interrumpió Edward–. No toleraré interferencia alguna de usted. Si desea permanecer con su hija, le sugiero que cuide sus palabras. Lo que hago con Bella es asunto mío, ¿está claro?

–Muy claro –susurró Renée.

–Bien. Puede dormir en el camarote de Emmett. Él lo dispondrá para usted, estoy seguro, ya que no le gustará que su esposa se entere de que está con otra mujer.

–Bien –replicó Emmett con pocas ganas.

Edward fue hasta la puerta con ellos y luego susurró a Renée sin que Bella lo oyera.

–No le haré daño, madame, de manera que no tema por ella.

Renée se quedó tan asombrada por las palabras suaves de Edward, que le sonrió esperanzadamente antes de que Emmett la empujara a su cabina.

Bella miró a Edward cuando éste cerró la puerta, se apoyó en ella, y le sonrió, sus cabellos estaban empapados, y tenía las ropas pegadas al cuerpo, de manera que se percibían sus músculos en los brazos y el pecho. Seguía totalmente afeitado, pero la cicatriz apenas se veía, porque su rostro estaba completamente bronceado por el sol.

–Tu madre es una mujer notable, muy hermosa, por cierto. Se nota que tú eres su hija –dijo Edward. Se apartó de la puerta y se acercó al lavabo junto a la cama. Se quitó la camisa y la arrojó sobre las dos mantas húmedas apiladas en el suelo. Luego tomó una toalla del lavabo y comenzó a frotarse el pelo enérgicamente. Maldición, ¿cuándo la desataría?

–Ah, Bella, ¿qué puedo hacer contigo? –Él estaba frente a ella, secándose el pecho con la toalla–. Admito que me enfurecí cuando descubrí que te habías ido de la casa. Tienes suerte de que no te haya encontrado esa mañana, porque probablemente te habría dado una buena paliza como Emmett cree que necesitas pero he tenido tiempo de calmarme.

Cuando Edward caminó hasta la mesa y se sirvió un vaso de ron, Bella comenzó a temer que la dejaría allí tirada en el suelo. Había dicho a su madre que la trataría como le pareciera bien. ¿Qué pensaría hacer?

Él la miró con sus brillantes ojos verdes.

–¿Qué castigo merece tu crimen, Bella? Te dije que serías mi prisionera si tratabas de escapar, y eso haré. Pero no sólo trataste de escapar, lo lograste... por un tiempo. Tu único error fue dejar salir los caballos del corral, porque uno de ellos cruzó el patio corriendo y me despertó. Cuando salí a buscarte, el caballo blanco salió corriendo del bosque como si fuera perseguido por el demonio. ¿Te golpeaste al caer? Lo dudo, porque esa mañana tuviste suerte. Llegué a la costa cuando subías al maldito barco. Habría estado aquí un día antes, pero hubo una tormenta que me apartó de mi rumbo.

De manera que así la había encontrado. Tendría que haber cerrado el maldito corral; tendría que haber sabido que los caballos no irían muy lejos.

–Entonces, ¿cuál será tu castigo, pequeña? –Fue hacia ella nuevamente y se acurrucó a su lado, levantándole la cara con un dedo–, siempre podría darte una paliza. Emmett piensa que esa sería la solución.


Ella apartó la cabeza. Pero luego sintió la mano de él sobre su pecho, y fue como un fuego, aun a través de la tela de, su enagua.

–¿Por qué escapaste de mí? –preguntó con voz profunda y burlona.

Bajó la mano. Ella trataba de apartarse de él, pero ya estaba apoyada contra la cama y no podía moverse más. Ahora tenía miedo. ¿Cómo la castigaría él?
“Desátame”, quería gritar. Y luego sus ojos se agrandaron de terror cuando él sacó su cuchillo. Trató de gritar, Pero su voz no pasó a través de la mordaza. Él sonrió, aunque en sus ojos no había calidez.

–Acepta tu destino, Bella, porque he decidido cuál es el mejor castigo para ti.

Ella miró con horror cómo Edward sacaba el cuchillo de su vaina. Él cortó la tela de la enagua en los hombros y la apartó de su cuerpo. Se puso de pie, dejó a un lado la enagua y el cuchillo, y miró su desnudez, sus ojos examinaron cada centímetro de su cuerpo, y Bella sintió subir el rubor a su cara.

Él acercó una silla, se sentó frente a ella, y siguió mirándola en silencio. Bella no veía emoción en su rostro, ni siquiera lujuria. Quería morir... no, no quería morir. ¡Quería que él muriera! ¡Si al menos pudiera gritar su odio por él! Le arrancaría los ojos cuando la desatara.

Cerró los ojos, no podía soportar que él observara su cuerpo desnudo. Pero después de unos minutos, Edward se acercó a ella con el silencio de un gato. La levantó y la colocó suavemente en la cama, y luego se sentó en el borde junto a ella. Ella lo miró, y los ojos de él se ablandaron nuevamente. Ya no estaba furioso, pero ella sabía lo que él pensaba hacer.

–Por una vez voy a hacer lo que quiera, sin tener que sujetarte o escuchar tus insultos –murmuró, comenzó a acariciar su piel con las dos manos, haciéndola arder con el contacto–. De esto te escapabas, Bella. Luchas por negarte esto.

¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!, gritaba Bella dentro de su cabeza, pero Edward hundió el rostro en su cuello. Ahora la rozaba con sus labios, con su lengua, y dejaba una huella de fuego mientras su boca descendía a sus pechos, su deseo crecía venciendo su resistencia.

–Lo que sientes ahora no es rechazo, florecilla. Es placer, puro y simple... tú lo sabes, y yo también. Me maldijiste, pero me deseas. Tu pasión es superior a tu odio, y tu cuerpo exige lo que sólo yo puedo darle.

Edward se puso de pie y se quitó los pantalones y las botas. Luego la obligó a volverse suavemente y le desató los pies, pasando su mano por la pierna y por el trasero cuando terminó. Bella trató de levantarse, pero él presionó su rodilla en la mitad de su espalda, obligándola a quedarse quieta. Le desató las manos y luego rápidamente volvió a atárselas sobre la cabeza. Le dio la vuelta, y luego le separó las piernas antes de que ella pudiera dar puntapiés, y ella ya no pudo razonar ni resistirse. Él le quitó el trapo que le cubría la boca, y se besaron ansiosamente. A ella no le importaba. No le importaba nada excepto el fuego que Edward había encendido y que debía terminar. ¿Por qué le había atado los brazos? Quería abrazarlo, aferrarse a él, sentir sus músculos, pasar sus manos por sus cabellos húmedos. Pero lo único que podía hacer era sentir cómo él penetraba en su cuerpo, y era enloquecedor pero ardientemente excitante. Nada más le importaba en ese momento... nada más.

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