Capítulo 4 Víbora venenosa
Edward pasó la noche en una inquieta vigilia. Entreabrió los ojos cuando un anémico sol se asomaba al horizonte. Nubes de un gris plomizo cubrían el cielo. Estaba de mal humor, le dolía todo el cuerpo…y estaba excitado.
En contraste con todo aquello, la dulce mujer que dormía en su regazo era suave, cálida, tentadora… y estaba fuera de su alcance. Frunció el ceño.
Siguiendo las órdenes de su jefe, la aparición de Bella en el yacimiento arqueológico lo había obligado a renunciar a su puesto de infiltrado en la banda mafiosa para protegerla. Había perdido año y medio de trabajo duro y paciente. Apretó la mandíbula. Había utilizado aquel resentimiento para guardar las distancias con ella. Pero después de mes y medio haciendo de niñera suya, había perdido la perspectiva. La noche anterior, por ejemplo, debería haberla interrogado, aprovechándose de que había bajado la guardia. Y, en lugar de ello, la había animado a que le contara cuentos de hadas.
Había perdido el juicio.
Cambió de postura para evitar la roca que se le estaba clavando en la espalda, y Bella se despertó. Abrió los ojos, batió sus largas pestañas… y Edward se perdió en su mirada de un castaño profundo. Un miedo horrible lo atenazó.
Ahora sí que se estaba ahogando, y no la noche anterior, cuando el griego intentó asesinarlo hundiéndole la cabeza en el agua. Se estaba ahogando en aquellos ojos.
—Hola —lo saludó con voz soñolienta—. Creo que esto no es exactamente lo que pretendía la agencia de cruceros cuando me ofrecieron un trabajo lleno de viajes y aventuras…
Edward volvió en sí. Reprimiendo una sonrisa, se obligó a fruncir el ceño.
—Si queremos sobrevivir, será mejor que no perdamos el tiempo.
—Y yo que quería montar un picnic en esta playa… —arrugó la nariz—. ¿Siempre haces de Príncipe Azul por las mañanas?
—Hay una razón por la que la historia que me contaste ayer se llama mito: la princesa enamorada, el amor eterno y los finales felices no existen.
—Tienes toda la razón. No entiendo cómo Psique pudo buscarse tantos problemas y quebraderos de cabeza por un hombre.
Edward entrecerró los ojos.
—Yo tampoco entiendo cómo Eros fue tan estúpido como para sacrificar su honor y renunciar a su deber.
—Bien, ahora que ya hemos resuelto los problemas imaginarios de nuestros seres míticos, deberíamos concentrarnos en escapar —Bella se sentó, sin hacer el menor gesto de dolor—. Prioridad número uno: ¿dónde está el servicio de señoras?
Como Edward, tenía magulladuras por todo el cuerpo y debía de estar hambrienta, sedienta y dolorida. No podía menos que admirar su fortaleza y determinación.
—Doce metros al fondo, segunda roca a la izquierda.
—¿Lo ves? —el sensual roce de sus caderas lo inflamó por dentro—. Eres capaz de sonreír sin que se te resquebraje la cara. No ha sido tan difícil, ¿verdad?
Obviamente, Bella había optado por ignorar su ostentosa excitación.
—Er, Edward… ¿te importaría cerrar los ojos para que pueda vestirme?
—Créeme, no posees nada que no haya visto antes.
—Ya, pero tampoco tengo costumbre de ofrecer espectáculos gratuitos de striptease. Y pagados tampoco —hizo un gesto—. Anda, cierra esos enormes ojos verdes tuyos.
Edward se dio la vuelta y empezó a vestirse. Cuando terminó, la miró de reojo. Acababa de sacar un paquete de plástico de debajo de una roca para guardárselo en un bolsillo del pantalón. Al parecer tenía sus propios secretos.
Él también.
—Ya estoy lista. Voy al servicio de señoras. En cuanto vuelva, emprenderemos la exploración de la isla.
Mientras la veía alejarse, una nueva punzada de deseo lo atravesó de parte a parte. Maldijo entre dientes. O Bella era increíblemente ingenua o era el más astuto rival con el que había cruzado espadas en su vida. Y había cruzado espadas con muchos.
En cualquier caso, estaba en problemas. Tendría que permanecer constantemente alerta. Caminó en la dirección opuesta que había tomado ella, hizo sus necesidades matutinas y luego se acercó al agua. Pasó por encima del remo abandonado y se lavó las manos y la cara.
—¡Edward!
Con la adrenalina bombeando en las venas, recogió el remo y echó a correr hacia ella.
—¡Mira! —Bella señaló el acantilado.
En lo alto de la montaña, la mortecina luz del sol se reflejaba en un cristal. El de una ventana.
—Parece que hay una casa en lo alto —encaramada en la ladera, apenas era una mancha en el paisaje—. ¡Vamos!
—Un momento —la agarró de un brazo cuando ya se dirigía hacia la empinada ladera.
—¿Qué problema hay? —inquirió, irritada.
—Tú eres mi problema. Te guste o no, tengo que protegerte. Y haré lo que sea para mantenerte viva.
Bella soltó un profundo suspiro. Tenía razón. Pese a haberla secuestrado, Edward le había salvado la vida… varias veces. Y había sufrido en el proceso.
—Te lo agradezco. Pero me gustaría que dejaras de tratarme como si fuera una marioneta.
—No estoy acostumbrado a tomar decisiones por consenso. En mi mundo, un error puede ser letal —se acarició la barba, pensativo—. No sabemos quién vive en esa casa. Puede que nos estén observando. No sabemos si querrán ayudarnos… o matarnos.
Las esperanzas de Bella se desvanecieron de golpe. Tenía razón.
—Bien, pero entonces… ¿qué vamos a hacer?
Edward levantó el remo, alzó la rodilla y lo partió en dos. Bella se quedó impresionada ante esa sencilla pero eficaz demostración de poder masculino. Ninguno de sus amigos de la universidad habría podido hacer algo así.
—Subir —contestó a su pregunta mientras le entregaba uno de los pedazos para que lo utilizara como bastón.
El sendero de cabras apenas era lo suficientemente ancho para que pudieran caminar el uno junto al otro. Nubes plomizas seguían cubriendo el cielo y, conforme se alejaban de la playa, el viento soplaba con mayor fuerza.
Edward había insistido en que se pusiera su chaqueta, aunque le quedaba enorme. Olía deliciosamente a cuero… y a él. Se esforzó por seguir su ritmo. El terreno estaba salpicado de rocas y arbustos secos, con algún que otro ciprés encaramado en la ladera. Sus doloridos músculos protestaban a cada paso y el improvisado bastón le estaba resultando muy útil. Procuraba no quejarse. Edward le había dicho que ella era su problema, y su orgullo se negaba a darle más motivos para que se resintiera de ello. Alzó la barbilla: no sería una carga para él.
De repente un conejo salió de debajo de un arbusto, sobresaltándola. Bella dio un salto y a duras penas logró esquivar una planta llena de espinas. Como el hombre que caminaba a su lado, aquel paisaje era agreste y peligroso. Quizá incluso letal.
—Es culpa tuya que yo sea tu problema —comentó, recordando lo que antes le había dicho Edward—. Yo no te pedí que me secuestraras.
Vio que arqueaba una ceja sin pronunciar palabra y, por enésima vez, se hizo la pregunta que se había hecho cuando se despertó en aquella extraña casa, a solas con él, al día siguiente de su secuestro. ¿Quién era aquel hombre y qué quería? No podía ser un policía. Los policías no secuestraban a la gente.
¿Un mafioso? Quizá. Pero si Edward había trabajado para la Camorra , también debía de haberse atraído sus iras. El griego había atribuido la bomba que casi los había matado a los amigos de sus amigos.
—Ya te he dicho mil veces que lo del rescate está descartado por imposible. ¿No sería más fácil y más seguro que me dejaras en libertad?
Edward frunció el ceño. La pendiente se iba haciendo cada vez más empinada y el olor del mar se mezclaba con el de las coníferas. Pese a su resolución, Bella empezó a flaquear. Cada vez que daba un traspié, él la sujetaba. Cada vez que resbalaba, su mano aparecía presta para ayudarla. Pero seguía negándose a hablar.
Un enorme pájaro batió alas desde la copa de un árbol y planeó sobre el mar.
—¿Eso era un águila o un buitre? —inquirió Edward. Por fin había abierto la boca.
—Vaya. Ahora te has vuelto hablador…
—No recuerdo que tú lo fueras por las mañanas.
—Sólo lo hacía para torturarte —habían pasado cerca de un mes juntos, pero Edward le había revelado muchas más cosas de sí mismo a lo largo de las últimas cuarenta y ocho horas que durante todo el tiempo anterior. Su solicitud y dedicación no se conjugaban bien con su comportamiento gruñón, y el enigma la intrigaba—. Además, los últimos días me han enseñado algunas cosas. Soy feliz de estar viva.
Era verdad. Los últimos acontecimientos habían despertado en ella una resolución y un coraje que había ignorado que poseía. En cuanto a Edward, ¿por qué parecía encontrarse siempre a la defensiva? ¿Sería posible que se sintiera atraído hacia ella… y que la idea no le gustara lo más mínimo? Lo miró de reojo. ¿Qué otra cosa podía esconderse detrás de aquella impasible expresión?
Ya casi habían llegado a la cima del acantilado cuando tuvieron que dar un rodeo en horizontal. Varios árboles montaban guardia al pie de unas rocas rodeadas de esmirriados arbustos. Cada vez más fatigada, Bella se olvidó de su orgullo.
—Estoy agotada. Necesito un descanso.
—Estamos cerca de la casa.
—Tú tienes la fortaleza de un toro, pero yo no. Tampoco se trata de hacer una carrera.
—Éste sería un buen lugar para tender una emboscada —examinó con ojo crítico el pequeño claro en el que se encontraban— Va bene. Cinco minutos.
Se dejo caer en el suelo, exhausta. Edward se sentó frente a ella para poder vigilar el sendero en ambas direcciones. De repente Bella se dio cuenta: los prolongados silencios y la aparente distracción de su compañero se debían a que durante todo el tiempo había estado ojo avizor, vigilante.
—¡Eh! ¡Las ramas de esos árboles tienen aceitunas!
Edward se sonrió.
—Claro. Porque son olivos.
Pese a su cansancio, Bella se incorporó para recoger los pequeños frutos negros.
—¿Sabías que la diosa griega Atenea arrojó a la tierra su lanza y de ella nació el primer olivo? Los tribunales griegos condenaban a muerte a aquél que se atreviera a destrozar un olivo —su estómago aprovechó para quejarse ruidosamente—. Y yo me estoy muriendo de hambre…
—Eres una gran fuente de información.
Bella se apresuró a probar una aceituna… y luego a escupirla.
—¡Esto sabe asqueroso!
Edward la miraba sonriente.
—¿Sabías tú que las aceitunas maduran a mediados de octubre, y que después siguen un proceso de macerado para que sean comestibles?
—Vaya. A veces el conocimiento práctico es más valioso que el académico —un brillo travieso asomó a sus ojos castaños—. Tienes suerte de que la náusea no me haya provocado un ataque de asma.
Edward dejó de reír y la miró enfadado.
—¡Deberías haberme dicho que padecías asma!
—Hace años que no me da. Era una broma, lo siento.
—¿Cuándo te dio por última vez?
—No he vuelto a padecer de asma desde la adolescencia. Por eso tuve una infancia tan… sobreprotegida.
—Debió de ser muy difícil… —comentó con tono compasivo—. ¿Por eso nunca aprendiste a nadar?
—Sí. Me perdí un montón de cosas. Mi madre se desvivía por mí. Y mi padre, cuando no estaba viajando, regresaba de su jornada laboral y se sentaba en el suelo a jugar juegos de mesa conmigo. Cuando no me sentía bien, me leía cuentos. Y cuando disponía de tiempo, me llevaba al museo y me contaba la historia de cada pieza. Así es como me aficioné a la mitología griega.
—Debió de ser un gran padre.
—Desde luego —lo echaba de menos cada día—. Y, diga lo que diga la gente, fue un hombre honrado y honesto —lanzó el resto de las aceitunas al suelo. En caso necesario, se pasaría el resto de su vida demostrándolo.
—Lo querías mucho.
—Y él a mí —repuso con un nudo en la garganta—. ¿Y tus padres? ¿Cómo eran?
—Yo no tuve padres —dijo con expresión repentinamente triste—.Vamos. Tememos que irnos.
Bella se levantó trabajosamente y recogió su palo, pero el corazón le dolía más que sus músculos. Edward no había tenido padres. ¿Nadie lo había querido de niño? ¿Era por eso por lo que se mostraba tan hosco y huraño?
—¡Bella!
Edward se abalanzó hacia ella y la agarró de la camisa. La empujó fuera del sendero, pero al hacerlo tropezó con el bastón, con lo que cayó al suelo.
Bella se levantó rápidamente.
—¿Qué…?
Edward se había quedado en tierra, apoyado sobre un codo y paralizado como una estatua.
—No te muevas.
—¿Po-por qué? —balbuceó, estremecida.
—Haz exactamente lo que te digo y no pasará nada.
Bella miró frenéticamente a su alrededor.
—¿Es una araña? ¿La tengo encima?
—No, no tienes nada encima. Quédate quieta.
—Por favor, dime que no es un escorpión.
—No. No te muevas.
Al lado de Edward, una serpiente asomó su cabeza triangular fuera del arbusto en el que estaba escondida. Bella tuvo que tragarse el grito que le subía por la garganta.
—Oh, Dios mío —musitó—. ¡Es una serpiente!
—No te dejes llevar por el pánico… —la miró a los ojos— y no pasará nada.
Le dio un vuelco el estómago. La cabeza triangular le decía que se trataba de una víbora. Venenosa, por tanto. Una mordedura podía acabar con Edward, que era el que se encontraba más cerca.
—Tranquila, Bella. Mírame a mí, y no a la víbora. Si te quedas quieta, se irá.
El ofidio debía de medir cerca de un metro. Continuaba reptando hacia Edward mientras sacaba su lengua bífida con aspecto amenazador.
—No se va —susurró—. ¡Se dirige hacia ti!
—Pase lo que pase, no te muevas.
—¿Quieres que me quede de brazos cruzados viendo cómo te muerde?
—Sí. Mantente apartada de su camino.
Luchó contra el impulso de soltar un grito y echar a correr. Edward estaba indefenso. Tenía que salvarlo. Lenta, cuidadosamente, recogió el bastón del suelo.
Edward frunció el ceño.
—¿Qué estás haciendo, cara?
—Salvarte.
—¡No! —pronunció con los dientes apretados.
Pero ella lo ignoró, e ignoró también su propio terror para concentrarse en la serpiente. Le temblaban las manos y contuvo la respiración. Sólo tendría una oportunidad. No podía fallar, o Edward moriría.
—Se dirige hacia tu brazo derecho. A la de tres, rueda hacia el otro lado —antes de que él pudiera protestar, empezó a contar—. Uno, dos…y tres.
Bella empujó a la serpiente con el bastón en el mismo instante en que Edward rodaba hacia el otro lado, maldiciendo entre dientes. Cuando el ofidio se revolvió hacia ella, soltó un grito y le asestó un golpe.
Aturdida, la serpiente vaciló antes de volver a atacar. Bella descargó un segundo golpe: para entonces Edward ya estaba de pie, a su lado. Le quitó el bastón y la apartó.
Bella no podía dejar de gritar mientas Edward acababa con el reptil y lo arrojaba ladera abajo.
—Sshhh —se apresuró a abrazarla—. Ya pasó todo.
—¿Está muerta? —inquirió, temblando.
—No es prudente dejar una víbora viva para que vuelva a atacar otra vez.
—Perdóname —estaba aturdida y estremecida. Le flaquearon las piernas y tuvo que sentarse en el suelo, con la cabeza entre las rodillas.
—Tranquila, mia cara. Ya ha pasado todo —le acarició el cuello.
Bella se esforzó por recuperarse, respirando lenta y profundamente. Edward se agachó a su lado y empezó a frotarle la espalda.
—Eso es, respira…
—¿Eso era una víbora?
—Sí. Y de picadura mortal.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—Po-porque estaba cansada, necesitaba hacer una parada y… por mi culpa estuviste a punto de morir. Además de que ahora mismo los dos estamos en peligro.
—Non capisco.
Bella cerró los ojos. No lloraría para no avergonzarse más.
—Después de los gritos que he pegado, quienquiera que habite esa casa sabrá sin duda que ya estamos aquí.
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