Capítulo 5 Mi nuevo primo
—¿Qué? —preguntó Bella con voz ahogada.
—El topo tiene que disponer de acreditación especial para acceder al dinero, y sus métodos son sofisticados, ingeniosos e imposibles de descubrir. Si hubieras llamado a seguridad —junto las cejas y tensó la mandíbula—, estarías haciéndole compañía a Félix en la morgue.
—¿Por eso me raptaste?
—Cuando me di cuenta de que habías visto los cheques, no pude arriesgarme a dejarte allí. No quería que te enteraras de esto, pero así ha sido.
—¿Y ahora qué?
— Tengo que descubrir quién está al mando de la operación y protegerte —dijo, llevándose un dedo a los labios.
Bella miró aquella boca tan perfecta y la sangre le hirvió al recordar el beso reciente.
—No puedo hacerte desparecer sin que esa gente se entere. No puedo confiarle tu seguridad a nadie más. Y tus contactos en el Oregon Pacific Bank pueden resultar muy útiles, así que… —le sonrió maliciosamente—. Sí, parece que vamos a ser compañeros de piso.
La habitación pareció moverse mientras su cuerpo bullía en respuesta a la arrebatadora sonrisa de Edward. Se enderezó. De ningún modo permitiría que sus hormonas descontroladas pusieran en peligro su futuro.
—De eso nada.
—Esos tipos no dudarán en matarte —dijo él poniéndose serio—. Félix no es el primer sospechoso que ha aparecido muerto. No creo que se arriesguen a llamar la atención con un asesinato en público, pero si te pillan a solas, estás perdida.
—Pero mis preparativos de boda…
—Si consiguen su objetivo, no tendrás que preocuparte por eso —frunció el ceño—. Ni por nada más.
—Me niego a permitir que esos criminales arruinen mi boda —declaró, cruzándose de brazos. Estaba muy cerca de conseguir su sueño. Ni siquiera una guerra nuclear la detendría—. O lo aceptas o nada.
—Sabes que podría atarte y encerrarte, ¿verdad? —por su intensa mirada no parecía que estuviese bromeando.
—No te atreverás —replicó ella, aunque no muy convencida.
—No te engañes. Si pudiera garantizar tu seguridad, estarías en tu casa. De acuerdo, pensaré en eso de la boda. Pero de momento quédate cerca y haz lo que yo te diga.
—Hasta cierto punto —advirtió ella—. ¿Cómo se supone que voy a hablarles de ti a mis amigos y a mi novio? —preguntó. ¿Cómo reaccionaría Mike al saber que su prometida estaba viviendo con otro hombre? En sus dos años de relación, nunca lo había visto enfurecerse. Ojalá sólo se mostrara un poco celoso.
—Ya nos ocuparemos de eso —miró su reloj—. Lo primero es devolver el helicóptero.
Durante el trayecto, la sometió a un interrogatorio sobre los cheques y el incidente con Félix. Pero aun así, Bella disfrutó del vuelo y de su compañía.
Cuando aterrizaron en el aeropuerto de Riverside, Edward se volvió hacia ella y sonrió.
—Ha estado bien, ¿verdad? La primera vez, el miedo a lo desconocido impide disfrutar de la emoción. La segunda suele ser mucho mejor —arqueó una ceja—. No se tarda mucho tiempo en volverse adicto a volar.
—¿Vamos a ir en la moto?
—No, tengo un coche aquí. Un Viper.
—¿Qué le ha pasado al Jaguar?
—Es más seguro usar vehículos diferentes. Además he cambiado la matrícula del Corvette, para que no puedan relacionarlo con el atraco. Primero iremos a tu casa, donde tendrás quince minutos para hacer el equipaje, y luego iremos a la mía.
—¡No puedo hacer el equipaje en quince minutos! —exclamó. Necesitaba mucho más tiempo para aceptar la idea de vivir con Edward.
—Más te vale, porque, estés lista o no, a los quince minutos te sacaré de allí.
Bella no replicó y los dos se subieron a un Viper blanco con cristales ahumados. Edward la llevó a su apartamento con su habitual velocidad de infarto.
Cuando Bella fue abrir la puerta del coche, él la detuvo.
—Deja que primero eche un vistazo. Dame las llaves.
Ella las sacó del bolso y se las entregó de mala gana. Tal vez le debiera la vida, pero su actitud machista la irritaba sobremanera.
—Si pasa algo, toca la bocina —dijo él. Salió del coche y desapareció entre los arbustos.
A medida que pasaban los minutos, Bella se fue poniendo nerviosa. ¿Por qué tardaba tanto? ¿Le habría ocurrido algo? Tal vez debería ir a buscarlo. Agarró la manija, pero justo entonces apareció Edward.
—¿Eres tú la única inquilina del edificio?
—Sí. En la planta baja hay una tienda de música, pero cierra a las cuatro.
Edward estaba con el cuerpo tenso y la mirada alerta. Con la mano derecha metida bajo la chaqueta negra, la escoltó hacia el ascensor. Bella se estremeció. Bajo aquel aspecto despreocupado, se escondía un policía concienzudo y letal.
Las puertas del ascensor se abrieron, y una enorme pistola apareció en la mano de Edward.
—Bella, odio decirte esto, pero a menos que seas un desastre en las tareas domésticas, alguien ha puesto tu casa patas arriba —dijo, y entró antes que ella en el apartamento.
Al verlo todo revuelto y tirado por el suelo, Bella sintió que le flaqueaban las rodillas y tuvo que agarrarse a la encimera de la cocina.
—Tranquila, cariño —dijo Edward, sujetándola por el brazo—. No pasa nada.
—Esos criminales han estado aquí. Han registrado mi casa y…
—Hace rato que se fueron —le dio un apretón en el brazo—. Haré una llamada y tendré esto limpio en un par de horas.
—Pero…
Algo golpeó el cristal de la ventana.
Antes de que Bella pudiera volverse, Edward la abrazó por la cintura y se tiró con ella al suelo. En menos de un segundo la puso debajo de él.
—No te muevas —le susurró.
Con el corazón desbocado, Bella permaneció inmóvil, aunque el peso de Edward le imposibilitaba cualquier movimiento y le dificultaba la respiración.
Él subió la pistola hasta su mejilla y le apretó la cara contra el hombro.
Un coro de maullidos quebró el silencio. Bella se echó a reír de alivio.
—Andrew, Lloyd y Webber.
—¿Cómo? —preguntó él, mirándola con incredulidad.
—Los gatos de la dueña de la tienda de música —explicó con una sonrisa—. Cuando ella se marcha, suben por la escalera de incendios a pedirme comida.
—Gatos —murmuró Edward con un suspiro, y se relajó al instante.
Pegados desde el hombro hasta la cadera, Bella lo miró. La luz dorada de la tarde se reflejaba en su rostro, resaltando el hoyuelo de su barbilla. Le observó la boca y se humedeció los labios al recordar el beso.
Él soltó un gemido y ella vio los ojos verdes concentrados en su boca.
—Relájate, cariño —le pidió, en un susurro ronco y cálido, antes de rozarle los labios con los suyos. Con los dedos le acarició los pómulos y la curva de las orejas, y ella se derritió como si estuviera hecha de miel.
Edward le pasó la lengua por el labio inferior y lo mordió ligeramente. Su boca era un instrumento mágico de seducción, y ella quiso más. Abrió la boca para recibirlo y él introdujo la lengua para entrelazarla con la suya. Su fresco sabor a menta la hizo sentirse más viva que en toda su vida.
Lentamente, le devolvió el beso y las dos lenguas se juntaron en un maravilloso dúo de pasión. La respiración de Edward se aceleró, y la sensual pericia de su boca hizo añicos el poco autocontrol que le quedaba a Bella. Lo deseaba más que a nada…
La realidad la golpeó como un chorro de agua fría. El corazón se le detuvo por un momento y volvió a latirle de una forma irregular y dolorosa. Estaba besando a un hombre al que apenas conocía… ¡Estando comprometida con otro!
—¡Apártate de mí! —gritó, separando la boca y empujándolo.
—¿Qué pasa, Bella? —preguntó él frunciendo el ceño, desconcertado.
—Tal vez todos tengan razón al preguntarse sobre ti, después de todo.
Él se quedó helado.
—No te he forzado. Tú lo deseabas tanto como yo.
—Nada de eso —mintió ella. Si lo reconocía, sería como su madre.
—Nena, tu cabeza puede negarlo, pero tu cuerpo sabe lo que quiere —se levantó y caminó hasta el otro extremo de la habitación—. Prepara tus cosas.
—No voy a ir a ninguna parte contigo —declaró ella poniéndose en pie.
Él la rodeó como un depredador dispuesto a atacar.
—No tienes elección. O haces el equipaje o te saco de aquí con lo que llevas puesto.
—No… —empezó a protestar, pero se lo pensó mejor. No conseguiría nada enfrentándose a él, así que abrió el armario y sacó la maleta que había comprado para la luna de miel. La dejó sobre la cama y empezó a meter la ropa.
Una nota procedente del piano la sobresaltó. Edward estaba sentado en el banco de roble.
—¿Te gusta tocar algo en especial? —preguntó él.
—Música —espetó ella.
—No estés tan furiosa —le dedicó una temblorosa sonrisa. Parecía tan confuso como ella—. No podría haberme resistido al beso ni aunque mi vida dependiera de ello —carraspeó y apartó la mirada—. Lo siento.
A Bella se le hizo un nudo en el pecho. Una lucha de sentimientos enfrentados se libraba en su interior. Puso un suéter gris en lo alto del montón.
—Estoy prometida con otro hombre. Un buen hombre. No puedes besarme sólo porque tengas ganas. Necesito saber que puedo confiar en ti.
—Puedes confiar en mí, Bella —volvió a mirarla a los ojos—. No volveré a besarte. Palabra de scout —hizo un saludo con dos dedos en alto.
—¿Fuiste boy scout?
—No exactamente —admitió él—. Bueno, ¿qué música te gusta tocar?
—Clásica, sobre todo —metió el maquillaje en un estuche—. Mike y yo formamos un dueto de piano y violín en los conciertos que organiza mi suegra. Karen tiene un amplio círculo de amistades adineradas y recolectamos dinero para obras de caridad.
—¿Te gusta esa música tan aburrida?
—No me disgusta, y es lo que esa gente quiere escuchar.
—¿Y qué te gusta tocar a ti? —golpeó unas cuantas teclas; Bella puso una mueca al oír el estridente sonido—. ¿Alguna vez te sueltas el pelo? ¿Nunca te descontrolas?
—Tengo que regar las plantas antes de irnos —dijo ella, evitando la incómoda pregunta. Isabella Swan nunca se descontrolaba.
Edward se levantó, y en ese instante sonó el teléfono.
—Deja que salte el contestador.
Bella soltó un bufido, pero obedeció.
—¿Estás ahí, querida? —preguntó la refinada voz de Karen—. Ha ocurrido otro desastre…
Bella agarró rápidamente el auricular.
—¿Qué ha pasado? ¿Le ha ocurrido algo a Mike?
—¡Estás en casa, gracias a Dios! Es Tyler. Ha salido del país llevándose todo el dinero de su negocio. Las fianzas estaban pagadas, pero el saldo se ha quedado a cero. ¡No podremos contratar a otro organizador de bodas con tan poco tiempo! ¿Qué vamos a hacer? ¡La boda se ha perdido!
Oh, no. Otro fallo más. Y ése era grave. Tal vez Alice tuviera razón y el destino estuviese en su contra.
—Confirmaremos los detalles y lo pagaremos en persona —dijo para intentar tranquilizar a su suegra—. Vamos a reunimos con Alice. Entre todas podremos arreglarlo.
—Excelente idea —dijo Karen, más calmada—. Podemos reunimos en el club a las seis.
—¿A las seis? —repitió Bella mirando el reloj e ignorando a Edward, que negaba con la cabeza frunciendo el ceño—. De acuerdo, nos veremos allí —se despidió y colgó.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó Edward en tono amenazador.
—Nuestro organizador de bodas ha desaparecido con el dinero. Es una emergencia.
—Genial. Justo lo que necesitaba —dijo, arrugando la frente—. Has dicho que tenías que regar las plantas. Será mejor que te ayude o nos llevará todo el día. He estado en selvas con menos vegetación que tu casa.
—Me encantan las plantas y ver cómo crecen bajo mis cuidados… Más de lo que te imaginas —le dio instrucciones para regar las macetas de la cocina y los helechos del cuarto de baño. Gracias a Dios, los ladrones no habían tocado sus preciosas plantas.
—Oh, oh —dijo él.
—¿Qué pasa? —preguntó ella corriendo a la cocina.
Edward estaba inclinado sobre la encimera, mirando una maceta de latón. Con el ceño fruncido, señaló unas cuantas hojas marchitas.
—La he tocado y se ha secado.
—Es una mimosa púdica —explicó ella riendo—. Cuando la tocamos se marchita, pero en media hora parecerá como nueva.
—Si tú lo dices… —sacudió la cabeza—. Es hora de irse.
Una vez abajo, Edward metió el equipaje en el maletero mientras ella se sentaba.
—¿Quieres escuchar algún CD? —le preguntó él cuando se sentó al volante.
—Claro —mientras él ponía el coche en marcha, buscó en la colección de CD's y escogió uno de música latina—. Nunca había escuchado a los cantantes latinos —dijo mientras el animado ritmo llenaba el interior del vehículo—. Es una música… No sé cómo describirla, pero me gusta.
—¿Sensual? —sugirió él, mirándola con ojos brillantes.
A Bella se le aceleró el pulso y apartó la mirada.
Al cabo de un rato llegaron a un barrio residencial y Edward giró en un largo camino de entrada, flanqueado por dos columnas de piedra y bordeado por las hojas amarillas caídas de los robles. Detuvo el coche frente a una casa de piedra gris.
—Hogar, dulce hogar alquilado.
La hizo entrar y los zapatos de Bella se hundieron en la espesa alfombra color marfil. De las paredes blancas colgaban cuadros de bosques y paisajes. Un sofá de cuero marrón y un par de sillones con cojines verdes y azules formaban un semicírculo en torno a una gran chimenea de piedra. En un pequeño comedor había una mesa blanca de pino circular rodeada por cuatro sillas, y en la cocina se veían azulejos verde esmeralda y cortinas a juego. Edward fue haciendo gestos mientras la conducía por el pasillo.
—A la derecha tienes el baño, espero que no te importe compartirlo —señaló una puerta a la izquierda—. Esto es un cuarto para los trastos. Y aquélla —indicó la última puerta a la derecha —es mi habitación… En la que serás bienvenida a cualquier hora —la sonrisa torcida que curvó sus labios le provocó a Bella otra irritante oleada de calor—. Ésta es la habitación de invitados —abrió una puerta a la izquierda y, tras hacerse a un lado para que Bella entrara, colocó la maleta sobre la colcha de color azul—. Tenemos cuarenta minutos, así que no pierdas el tiempo —dijo, y salió.
Una pintura de un paisaje marino, sobre la cama, llamó la atención de Bella y le provocó un escalofrío. Apartó la mirada y abrió las puertas de espejo del armario para colgar los vestidos. Le llevó diez minutos ordenar su ropa en la cómoda blanca. Al acabar, se cambió, agarró su abrigo y fue al salón.
Su nuevo compañero de piso se apartó de la ventana por la que estaba mirando. El traje negro a medida encajaba a la perfección en su musculoso cuerpo. La camisa gris y la corbata jade enfatizaban el verde de sus ojos. Con su espeso pelo negro hacia atrás, parecía sacado de la revista GQ. Todo lo contrario al pirata que solía ser.
—Estás… —tragó saliva. Estaba demasiado bueno para comérselo—. Tienes buen aspecto.
—Gracias. Tú también —corrió las cortinas y estudió a la intrigante mujer que tenía delante. Se había recogido el pelo, y un vestido gris soso y holgado escondía su espectacular figura. Unos zapatos grandes y pasados de moda completaban el conjunto.
Sin embargo, una oleada de ardiente deseo traspasó a Edward. ¿Cómo era posible? Nunca había reaccionado así ante una mujer. A Bella la había deseado desde que la vio, pero era algo más que simple lujuria. Era una sensación mucho más intensa y mucho más complicada. Su aguda inteligencia le espoleaba el interés, sus ingeniosas réplicas lo divertían, su increíble valor y compostura ante el peligro la hacían merecedora de su respeto. Sí, era algo muy complicado. Y lo último que necesitaba eran complicaciones. Él nunca se quedaba el tiempo suficiente para conocer a fondo a una mujer. Nada duraba. Nada era para siempre. Sabía que nadie podría amarlo de verdad, así que se iba antes de que pudieran abandonarlo. De ese modo nadie sufría.
Así era su vida. Y aunque tenía que admitir que Bella era hermosa, lista y divertida, era el tipo de mujer que él siempre evitaba: demasiado dulce e inocente. Llena de esperanzas. Una mujer que quería promesas, y él no podía darle ninguna.
Pero por mucho que se lo repitiera a sí mismo, no podía controlar su atracción. Y esa vez no podía alejarse para protegerse, pues Bella estaba en peligro.
—¿Edward? ¿Estás listo?
La voz de Bella lo sacó de sus divagaciones y lo devolvió al presente.
—Sí. Estarías muy guapa con un vestido verde esmeralda, ¿sabes?
—No me gusta llamar la atención.
—Tu es cuerpo increíble. Deberías presumir de él.
—Eso no tiene gracia —espetó ella, y se puso la gabardina verde oliva que portaba.
¿Qué clase de inseguridades escondía aquella mujer tan fascinante?, se preguntó Edward. Cubrió la distancia que los separaba y le puso un dedo bajo la barbilla, haciéndole levantar el rostro. Sus grandes ojos ambarinos brillaban de dolor.
—No estaba bromeando —dijo él—. Eres una mujer preciosa. No dejes que nadie te convenza de lo contrario.
—No tengo problemas con mi ego. Es sólo que creo en la realidad práctica —se apartó y se dirigió hacia la puerta—. Vamos a llegar tarde.
Cuando estuvieron en el Viper conduciendo hacia Riverside Drive, Edward volvió a la carga.
—¿Cuál es exactamente tu versión de la realidad?
—Olvídalo. ¿Qué te parece algo de música? —metió un CD latino en el reproductor y subió el volumen.
Alguien había mutilado su imagen femenina, pensó Edward, intentando mantener la calma. Aquello no era problema suyo. Su primera regla era no implicarse en los asuntos personales de nadie. Era un profesional que se marchaba al acabar su trabajo. Sabía dónde estaba la línea y nunca la cruzaba. Y el hecho de que por Bella quisiera cruzar la línea lo asustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
A las seis menos cinco la escoltó al lujoso interior del West Riverside Country Club.
—Cuando lleguemos a la mesa, preséntame como si fuera tu primo.
—No tengo primos.
— Soy un primo lejano que ha venido por la boda.
—Pero Alice sabe…
—Hazlo. Yo me ocuparé del resto.
—Deberíamos haber hablado de esto —dijo ella—. No me eches la culpa si no funciona.
Un empleado del club los llevó hasta una mesa en un rincón. Un hombre rubio e imponente, tres centímetros más bajo que Edward, se levantó ágilmente de su silla. El traje azul marino acentuaba sus anchos hombros y su estrecha cintura.
—Bella, estás preciosa —dijo, dándole un beso en la mejilla—. Obviamente estás mejor.
Un impulso desconocido y egoísta de arrebatar a Bella de las manos de aquel hombre atenazó la garganta de Edward. Apretó fuertemente los puños. ¿Qué demonios le pasaba? Respiró hondo y se obligó a relajarse.
—Mike —dijo Bella volviéndose hacia él—, quiero presentarte a… —dudó un segundo—. Anthony Masen. An, esté es mi novio, Mike Newton.
Oh, sí. «An» era mucho mejor. Diminutivo de mujer. La miró con una ceja arqueada y aceptó la enorme mano que Mike le ofrecía.
—Mi futura suegra, Karen Newton —añadió Bella, ruborizada.
Edward estudió a la pequeña y delicada mujer con perlas y traje beige de seda. Llevaba el pelo gris firmemente sujeto y tenía unos ojos azules y penetrantes que lo miraban con desconfianza. Edward ignoró su expresión y le estrechó la mano.
—Y ésta es mi mejor amiga, Alice Brandon. Ya te he hablado de ella.
Unos ojos azules y vivaces en un rostro maléfico lo observaron con un brillo malicioso. La pequeña mujer de pelo negro y corto le dedicó una sonrisa resplandeciente.
—Vaya, vaya… ¿dónde te había escondido Bella?
—An es mi… mi primo —balbuceó Bella.
—Tú no tienes primos —dijo Alice entornando los ojos.
Edward retiró una silla para que Bella se sentara, adelantando a Mike por una gratificante fracción de segundo, se sentó frente a ella y se sirvió un vaso de limonada de una jarra.
—Es un primo lejano por parte de padre —explicó ella—. Nos hemos conocido hace poco.
—Pero… —empezó a decir Alice frunciendo el ceño.
—Bella, ¿dónde has estado todo el día? —interrumpió Karen—. Me he puesto frenética intentando localizarte.
—Estaba con Ed… An.
Era una pésima mentirosa. Edward pudo ver cómo se retorcía en la silla.
—En mi apartamento hay… eh… bichos. ¡Eso es! Están fumigándolo, y mientras tanto me quedo en casa de An.
—Ésa no es buena idea —dijo Karen con una mueca—. No te ofendas, jovencito.
—Oh, de ningún modo —respondió Edward con una sonrisa.
—Bella, insisto en que debes quedarte con nosotros —siguió Karen.
¿Cómo podría Bella salir de aquélla?, se preguntó Edward bebiendo su limonada.
—No pasa nada —contestó ella alegremente—. An es gay.
Edward se atragantó con la limonada. El líquido helado le abrasó la tráquea como si fuera ácido y le salió por la nariz. Alice dio un salto y lo palmeó en la espalda.
—Vaya, nunca había visto expulsar la limonada por la nariz. Debe de doler horrores.
Resollando y con los ojos llenos de lágrimas, agarró una servilleta y miró a Bella.
—¡Él podría ser la solución a nuestros problemas! —exclamó Karen.
—¿Cómo? —preguntó Bella con desconfianza.
—Tyler nos ha dejado en un grave aprieto —le explicó Karen a Edward con una sonrisa falsa—. Y además, tú debes de ser muy bueno en esas cosas.
—No creo que… —empezó a decir Bella.
—Por supuesto —la cortó Edward dándole una palmadita en la mejilla—. Será fabuloso —se inclinó sobre ella y le susurró al oído—. Te prometo que de ésta te acuerdas.
Fue el turno de Bella para atragantarse. Por el rabillo del ojo, Edward vio que Alice los miraba con curiosidad.
—Me parece estupendo que tu primo quiera participar —intervino Mike—. Organizar una boda supone mucho trabajo, y necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.
Edward le hizo un guiño y se mordió el interior de la mejilla, deseando escapar de allí.
—Tengo que empolvarme la nariz —dijo Bella, y se marchó al tocador.
Alice salió tras ella, sin duda para sonsacarle información sobre su nuevo «primo».
Al poco rato volvieron las dos mujeres. Bella seguía con las mejillas ruborizadas. Mientras la conversación sobre la boda proseguía, el sudor empapó la frente y la camisa de Edward. Apenas podía respirar. Se aflojó el nudo de la corbata, pero aún tuvo que aguantar dos horas más de tortura. Karen intentaba controlarlo todo, al principio haciendo gala de su cortesía, pero luego con total descaro. Bella aguantó estoicamente, lo que aumentó el respeto de Edward. Por su parte, Mike se mostraba de acuerdo con su madre en todo, siempre que ésta le preguntaba. Finalmente, Bella puso fin al calvario y todos se levantaron. En el aparcamiento, Edward se despidió con los dedos de Mike.
—Adiós, guapetón.
El gigante rubio palideció y farfulló una despedida.
—Qué desperdicio para las mujeres —le murmuró Alice a Bella.
—No lo sabes tú bien —respondió ella entre dientes.
Edward la oyó y sonrió. Que esperase a ver lo que le tenía preparado para el día siguiente.
Lo mataría.
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