Capítulo Ocho
Comemigas: Boca
Edward le dio tres minutos. Nada más entrar, la vio en la barra, charlando animadamente con un hombre. Decidió entonces sentarse a una mesa desde la que podía observarla.
Unos minutos después, estaba claro que hablaban sobre dos cuadros que colgaban en la pared. El hombre la guió hacia uno de ellos, sin dejar de hablar. Discutieron sobre el tema durante unos minutos y luego volvieron a la barra. Bella escribió algo en una servilleta y se la dio.
Edward levantó una ceja. Si le había dado su número de teléfono era porque aquel tipo le interesaba. Entonces lo estudió: debía tener unos treinta y cinco años, bajito, vestido más para la ciudad que para la playa y con el pelo engominado.
Además, en su opinión se acercaba demasiado a Bella. Pero a ella no parecía importarle.
Edward apretó los dientes. Estaba bien que se relacionara, pero tenía que enseñarla a no fiarse de los hombres. No quería que nadie se aprovechara de ella.
Actuando en su interés, o eso se dijo a sí mismo, se acercó a la barra.
—Hola, Edward. He conocido a otro artista. Es el autor de esos cuadros de ahí... ¿te gustan?
—Sí, son estupendos. ¿Es usted de por aquí?
El hombre negó con la cabeza.
—No, tengo una galería en Atlanta. Me llamo Erick Yorkie.
—Edward Cullen.
—Edward piensa mudarse a Atlanta dentro de poco. Es arquitecto.
—Atlanta es una ciudad interesante. Yo prefiero Boston o Nueva York, pero tengo razones para vivir allí —sonrió Erick, mirando hacia el otro lado de la barra—. Ah, ahí está Tyler haciéndome señas —dijo entonces, sacando una tarjeta—. Si necesita algo cuando llegue a Atlanta, estoy a su disposición. Conozco todos los bares. Adiós, Bella. Cuando quieras hacer una exposición, llámame.
Edward tomó un largo trago de cerveza.
—Creo que Tyler es su pareja —dijo Bella, pensativa.
—Sí, a mí también me ha dado esa impresión. No creo que te saque a bailar.
—No, pero puede que te saque a ti —rió ella.
—Mira qué graciosilla. Te traigo aquí para que ligues con alguien y, de inmediato encuentras un hombre al que no le gustan las mujeres.
—Yo no diría que no le gustan las mujeres. Más bien, que no le gustan... románticamente.
En ese momento, la orquesta empezó a tocar en el patio.
—Además, es lo mejor que podía pasar. Ya te dije que no quería ligar...
—Perdone —los interrumpió alguien.
Ambos se volvieron.
—¿Quiere bailar, señorita?
Edward observó que el tipo miraba a Bella de arriba abajo, sin perderse una curva, y tuvo que contener el deseo de taparla con algo, una manta, una toalla, su propio cuerpo. Respirando profundamente, se dijo a sí mismo que eso era precisamente lo que habían ido a hacer allí.
—Sí, claro que quiere bailar. A Bella le encanta bailar.
—Sí, pero...
—Es un poco tímida —siguió Edward.
—Ah, eso me gusta —dijo el hombre, ofreciéndole su mano.
No pasaba nada, se dijo él, eso era lo que querían. Además, la orquesta no estaba tocando una canción lenta, de modo que el tipo no le pondría las manos encima.
Suspirando, pidió otra cerveza y miró hacia la pista. Veinte minutos después miró su reloj.
Seguían bailando. Y la orquesta había empezado a tocar una canción romántica...
Edward tuvo que apretar los dientes. Pero, ¿por qué reaccionaba así? Para eso la había llevado allí, ¿no? Sólo era un baile.
Entonces vio que Bella lo miraba. A él, no a su compañero de baile. Vio la emoción que había en sus ojos... y luego vio cómo se despedía del hombre.
—¿Estás contento? —preguntó, sentándose a su lado.
—Es un paso. El primero siempre es el más difícil.
—Sí, ya. ¿Podemos ir a dar un paseo por la playa? Necesito un poco de aire fresco.
—Claro. ¿Quieres llevarte la copa?
—No.
Cuando llegaron a la playa, Bella se quitó los zapatos.
—Ah, qué alivio.
Edward se quitó los mocasines para acercarse a la orilla.
—¿Qué te pasa, estás enfadada?
—No.
—¿Tan mal lo has pasado? Creí que te gustaba bailar.
—Me gusta bailar, pero no me sentía cómoda con ese hombre.
—Seguramente porque no lo conoces.
—Me siento más cómoda contigo.
—Quizá no deberías sentirte tan cómoda conmigo —murmuró Edward, apartando la mirada.
—¿Por qué?
Él disimuló un suspiro. ¿Cómo podía explicarle cuánto la deseaba? ¿Cómo iba a decirle que se iba a la cama cada noche pensando en ella? ¿Cómo iba a contarle cómo la deseaba sin perder su confianza?
Bella puso la mano sobre su brazo y Edward, instintivamente, contrajo el bíceps. Llevaba tanto tiempo negándoselo a sí mismo... pero ya no podía negárselo más.
—¿Por qué? —repitió ella.
—Porque puede que esté haciendo todo lo posible por echarte una mano, pero también soy un hombre. Hace mucho tiempo que no estoy con una mujer y estar contigo... me recuerda lo que me estoy perdiendo.
Bella lo miró, boquiabierta.
—¿Me deseas?
—¿Por qué te sorprende? Eres preciosa, sexy... eres una mujer maravillosa.
Ella le puso una mano en la frente.
—¿Seguro que te encuentras bien? No soy preciosa. Y no podría ser sexy aunque lo intentara.
—No tienes que intentarlo, Bella, lo eres. Tú no te miras como te miro yo —suspiró Edward, llevándose su mano a los labios.
El gesto era una advertencia: «no te pases o puede que te encuentres con algo que no esperas».
Esperaba que apartase la mano, pero ella lo miraba, fascinada. Y cuando se pasó la lengua por los labios, Edward tuvo que tragar saliva.
—Yo también te deseo —dijo Bella entonces—. Me siento culpable, pero...
Esa confesión hizo que el corazón de Edward se volviera loco.
—No deberías desearme. Yo no soy el hombre de tu vida.
—El hombre de mi vida murió —replicó ella, con cierta amargura—. Me duele, pero sigo viva. Y estoy harta de sentirme culpable porque Jake ha muerto.
—No deberías sentirte culpable —dijo Edward entonces, tomando su cara entre las manos.
—A veces creo que me he convertido en la peor mujer del mundo. Te deseo. No te quiero, pero te deseo. Quiero besarte y tocarte. Quiero que tú me toques, que me libres de esta frustración... Quiero ser como una de esas mujeres que se acuestan contigo sin importarles lo que pasará al día siguiente.
La temperatura de Edward subió varios grados. Sería tan fácil aprovecharse de ella...
—Tú no eres ese tipo de mujer.
—Quizá lo soy —insistió Bella—. A lo mejor he cambiado. A lo mejor soy una mala persona porque te deseo, pero en realidad sólo estaría usándote —entonces apartó la mano, como sorprendida de sí misma—. No puedo creer que esté diciendo esto. Es una locura... me he vuelto loca.
Era suya. Y esa era una tentación horrible. Pero, ¿cómo iba a acostarse con la mujer de Jake?
«Jake está muerto», le dijo una vocecita. Jake ya no podía darle lo que necesitaba. Edward no podía cuidar de ella como se merecía, pero sí podía darle placer en la cama. Podía dejar que lo usara.
«Menuda broma», pensó. Como si estuviera haciéndole un favor. Estaba muriéndose por tocarla, por hacerle el amor.
Nervioso, se pasó una mano por el pelo. A lo mejor estaba complicándolo todo. A lo mejor aquello era sólo parte del proceso de curación de Bella. A lo mejor necesitaba acostarse con él para poder seguir adelante con su vida como una mujer normal.
O quizá estaba buscando una justificación donde no la había.
«Y quizá ha llegado la hora de dejar de darle tantas vueltas a todo».
—¿Estás segura, Bella?
—Sí, lo estoy. ¿Crees que soy una mala persona?
Sintiéndose como el propio Satán, Edward se inclinó para darle un beso en el cuello mientras la tomaba por la cintura.
—Quizá deberíamos dejarnos de recriminaciones y aceptar que los dos somos horribles.
La sintió temblar entre sus brazos.
—Nunca he estado con un hombre como tú.
—Y yo nunca he estado con una mujer como tú —murmuró él—. A lo mejor puedes enseñarme algo.
Bella rió.
—Lo dudo.
—Puedes intentarlo —musitó Edward, apretándola contra su pecho—. Venga, inténtalo.
Inclinando la cabeza, buscó su boca, absorbiendo la textura y el sabor de sus labios. Bella le devolvió el beso con una ingenuidad que lo enardeció. Cuando la oyó gemir, sintió que se quemaba por dentro.
Sin pensar, empezó a frotarse contra ella. La fricción lo excitó aún más, si era posible. Y Bella se apretaba contra su cuerpo, jugando con su lengua...
Era tan sexy, tan cálida, tan dispuesta. Lo pilló desprevenido cuando le sacó la camisa del pantalón para acariciar su piel desnuda.
Edward se excitaba más con cada movimiento, con cada roce, con cada gemido que escapaba de su garganta. Incapaz de resistir la tentación, metió la mano por debajo del vestido para encontrar... su trasero desnudo. Llevaba un tanga.
Entonces empezó a sudar. Podría apartar aquel trocito de tela y enterrarse en ella. A Bella no parecía importarle que estuvieran tan cerca del bar y a él tampoco.
Debería parar, mostrar cierta cordura, pero... le gustaba tanto. Y se frotaba contra él como si estuviera deseándolo. Sólo quería un poco más. Sólo un poquito más, pensó, mientras metía los dedos por debajo del tanga. La encontró húmeda.
—Ah, cómo me gustas...
Ella dejó escapar un gemido de placer y Edward siguió acariciando el capullo hinchado con el pulgar mientras metía un dedo entre sus íntimos pliegues.
La besaba con la boca abierta sin dejar de jugar con los dedos y Bella cerró los ojos, contrayéndose de deseo, apretándose contra él.
—Ahhhhhhh....
Edward cubrió su boca con la suya para que no los oyeran, bebiéndose el grito de placer.
—Ay, Dios mío... —Bella se apartó para buscar aire—. No sé si morirme de vergüenza o darte las gracias.
—¿Vergüenza por qué? ¿Tienes idea de lo sexy que eres?
—Sí, seguro —replicó ella, incrédula—. Sexy como una gata en celo. ¿Te he dejado marcas en la espalda?
—No, pero la noche es joven.
Bella lo miró, con los ojos brillantes de placer.
—Nunca había hecho esto —dijo, después de aclararse la garganta—. Aquí, en la...
—En la playa. Hay un combinado que se llama Sexo en la playa. Pero veo que no lo has probado nunca —sonrió Edward.
—No. Y tampoco había chupado sal en la mano de nadie.
—Parece que te estoy llevando por un camino de perdición —suspiró él—. ¿Seguro que quieres seguir?
Los ojos pardos se oscurecieron.
—¿Podemos ir a tu casa?
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