Capítulo 2 Distracción
El griego abrió la puerta y su compañero empujó a Bella al interior del lóbrego camarote. La puerta se cerró inmediatamente a su espalda. Ignoraba qué planes tendrían para ella, pero parecía que los matones iban a quedarse al margen. Al menos de momento.
La luna se filtraba a través de las persianas de la ventana: todo lo demás estaba completamente a oscuras. Quizá los matones habían vuelto para terminar con Edward, para asesinarlo mientras a ella la interrogaban. Con el pulso atronándole los oídos, se apoyó en la pared: le temblaban las rodillas. Era como si una atenta y penetrante mirada estuviera resbalando por su piel.
Alguien la estaba observando.
— ¿Quién está ahí? ¿Qué quiere?
—La pregunta es: ¿qué es lo que quieres tú, Isabella Swan?
Dio un respingo al oír aquella voz. Una voz femenina, ronca, con un leve acento griego. Una mujer griega. ¡Y la había llamado por su nombre!
— ¿La conozco?
—No, pero yo sí que te conozco a ti. Y no sé muy bien lo que voy a hacer contigo.
—No entiendo.
—Háblame de tu familia.
De repente Bella tuvo una idea.
—Parece que hay una epidemia de «cobra el rescate del americano rico» —si admitía que era pobre, podrían matarla. Pero tampoco tenía nada que ganar mintiendo. El actual estado de Edward evidenciaba que aquella mujer tenía muy poca paciencia—. Lamento decepcionarla. La mayor parte del dinero de mi familia se ha evaporado en abogados para defender la inocencia de mi padre, denunciado por la policía federal. El FBI lo acosó hasta la muerte. Mi familia no tiene nada. Hemos perdido hasta nuestra reputación.
—Entiendo. Estás furiosa con la policía y has perdido la fe en el sistema judicial. Interesante. Continúa.
Probablemente ya había hablado demasiado.
—Ni el gobierno de mi país ni la línea de cruceros pagará rescate alguno. Mi vida no le interesa a nadie —no pudo disimular la amargura de su tono —Yo no la he visto a usted ni divulgaré ninguna información que pueda perjudicarla. Lo mejor que puede hacer es soltarme.
—En cambio, para mí sí que eres una persona valiosa, Isabella Swan. Más de lo que te imaginas.
¿Se las estaría viendo con una red organizada de prostitución? Bella se estremeció visiblemente. Aunque quizá sólo pretendiera asustarla… Una estrategia para intimidarla y hacerla hablar primero.
Apretó los dientes. Mientras aquella mujer jugaba con ella, Edward yacía abajo, en la sentina, sangrando. La furia se impuso finalmente al miedo.
— ¿Qué es lo que quiere? Si lo que pretende es matarme, deje de jugar conmigo y hágalo de una vez.
Su carcajada le sorprendió.
—Vaya. No eres la niñita frágil y delicada que había esperado encontrar.
Una mano perfectamente cuidada surgió de la oscuridad. La luz de la luna arrancó un reflejo a su pulsera de oro labrado.
—Hay una silla al lado de la ventana. Siéntate.
¿Qué debía hacer? ¿Obedecer como una mascota bien entrenada? Se moría de cansancio. Atravesó el camarote y se dejó caer en la silla tapizada. La luz de la luna la cegaba, impidiéndole distinguir a la mujer que tenía delante. No era una casualidad. Habría apostado lo que fuera a que había planificado meticulosamente aquel escenario. La fragancia de su caro perfume magnificaba su aura de poder.
— ¿Quién es usted?
—Puedes llamarme Megaera.
Bella se sobresaltó. Megaera era una de las Erinias, de las Furias: las tres diosas griegas de la venganza nacidas de la sangre de Saturno, que perseguían a los hombres hasta enloquecerlos o matarlos. Las «diosas de la noche» de mirada feroz y cabezas de perro coronadas de serpientes…
—Una diosa de la venganza. ¿Y pretende vengarse… de mí? ¿Qué mal le he hecho yo a usted?
—Has mencionado antes a tu padre. ¿Acaso no estás buscando venganza tú también, Bella?
Todo aquello… ¿estaría relacionado de algún modo con su padre? Un escalofrío le recorrió la espalda, como si la muerte se hubiera levantado de su tumba para acariciarla con sus helados dedos.
—Yo no busco venganza, sino justicia.
—A veces venganza y justicia pueden llegar a ser lo mismo. Tu familia ha sufrido. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Cómo piensas conseguir «justicia» para tu padre?
Horribles imágenes desfilaron por la mente de Bella. Su padre detenido y esposado delante de todos sus vecinos. Su desesperación cuando todos sus colegas y amigos le dieron la espalda. Un hombre de prestigio que de repente se había visto tratado como un vulgar delincuente. Volvió a verse a sí misma sentada junto a su cama en el hospital, asistiendo a su muerte…
—Haré todo lo que sea necesario.
— ¿Serías capaz de meterte en el nido de la serpiente, a riesgo de que te mordiera?
Se le puso la carne de gallina. ¿Adónde querría parar aquella mujer?
—Ese napolitano, el tal Edward… ¿Qué es para ti?
Se tensó de inmediato. Necesitaba reflexionar sobre su respuesta. ¿Estaría buscando Megaera una oportunidad de hacer daño a Edward? Vaciló. Curiosamente, aquella mujer quería hacerle creer que estaba de su lado.
— ¿A qué viene esa pregunta?
—Te lo diré de otra manera: ¿quieres que me deshaga de él?
De su respuesta dependía la vida y la muerte de ambos, no sólo de Edward. Si Megaera descubría que Bella se preocupaba por él, podría utilizar esa información contra ellos. Pero, por otro lado, si de ella dependía que no le hiciese más daño…
—Decide rápido. O yo decidiré por ti.
—Yo… en el futuro, desearía que los dos recibiéramos idéntico trato por parte de usted.
—Una respuesta digna de los antiguos dioses —observó Megaera con tono satisfecho—. Queda por ver si es una muestra de misericordia… o de debilidad.
La mano se apoyó en un brazo del sillón, con la luz de la luna arrancando reflejos a su pulsera de oro. Aquella pulsera de aspecto antiguo, labrada y adornada de rubíes… le resultaba extrañamente familiar. La había visto antes, estaba segura de ello, pero… ¿dónde?
—Guarda bien tus secretos, Isabella Swan. No los reveles a nadie… —la figura se levantó para dirigirse hacia la puerta— sólo así tendrás alguna oportunidad de limpiar la imagen de tu padre.
Y se marchó, dejándola sola. ¿Qué acababa de suceder? Y, lo más importante: ¿qué iba a suceder a continuación?
Se abrió la puerta y entró el griego. Sin pronunciar palabra, la hizo levantarse y la llevó hacia la popa del barco. Un nudo de terror le atenazaba el pecho. ¿Sería aquél su final? ¿Terminaría arrojándola al mar?
El recorrido por cubierta se le hizo eterno. Aferrándose a su dignidad, lo único que le quedaba, se negó a llorar o a suplicar. No debería haberse embarcado en aquel viaje fatal, en aquella cruzada. Su madre jamás se recuperaría de la pérdida de su marido y de su hija.
Una vez en la popa, Bella se preparó para lo peor. Pero, para su sorpresa, el matón se marchó, abandonándola. Aturdida todavía después de las horas que había pasado encerrada, aspiró hondo el aire de la noche. Si aquéllos iban a ser sus últimos minutos de vida, quería saborearlos.
Negras nubes oscurecían por momentos la luna. Abajo, el mar se agitaba inquieto. Apretó los labios. «Ni se te ocurra echarte a llorar», se ordenó.
¿Cómo podía encontrarse en aquel momento a bordo de un yate, en medio del Mediterráneo, a punto de morir? Ella nunca había corrido riesgos. Nunca le había gustado la aventura. Se había conformado con vivir la vida a través de los libros. Nunca se había dejado llevar por la pasión, nunca había tenido ambiciones. Ni había entregado su corazón a una alma gemela.
Durante lo que probablemente serían los últimos instantes de su vida, de repente se dio cuenta. Nunca había llegado a vivir de verdad. No era justo. ¡Quería más!
Si lograba escapar de aquello, viviría la vida que quisiera vivir. Se acabarían las dudas y concesiones. Para que cuando llegara realmente la hora de la muerte, no tuviera nada de lo que arrepentirse.
Oyó un ruido y giró en redondo. Aparecieron los dos matones, arrastrando a Edward. Pese a continuar atado, se resistía a cada paso… jurando y maldiciendo en italiano. Bella suspiró de alivio: ahora que podía verlo bien, sus heridas no parecían tan graves como había temido.
Edward la vio. Recorrió su cuerpo con la mirada, como buscando alguna herida, y la miró a los ojos. Su expresión reflejó el mismo alivio, y Bella sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho.
El ruso abrió entonces una puerta que comunicaba con la plataforma de popa. Allí esperaba una lancha rápida, amarrada al barco. Los matones los empujaron hacia ella.
—Tranquila. Bella —le susurró Edward al oído—. Sube a la lancha.
No tardaron los cuatro en ocupar sus posiciones: el griego pilotando la lancha y el griego en la popa, vigilándolos. No encendieron las luces. O conocían muy bien su rumbo o su intención era conducirlos mar adentro, para arrojarlos al mar.
El viento azotaba el rostro de Bella mientras navegaban a toda velocidad. Estremecida, se apoyó en Edward.
— ¿Nos arrojarán por la borda?
—Lo dudo. Habrían podido hacerlo desde el barco y ahorrarse el esfuerzo.
—Ya sabes qué no sé nadar. Si puedes escapar, hazlo tú. No te preocupes por mí.
Edward cambió de posición para protegerla del viento.
—No te dejaré. Y no permitiré que te hagan daño.
—No te falta confianza en ti mismo. Agradezco la intención, pero a no ser que lleves puesto debajo el disfraz de Superman, no veo cómo vas a poder hacerlo.
Edward soltó una carcajada. Le brillaban los ojos y sus dientes blancos destacaban en su rostro barbado. Bella se resintió ante el impacto de aquella sonrisa.
El griego se volvió hacia ellos, ceñudo, y Edward bajó la voz.
—No seas tan pesimista, Bella. Gracias a tu astucia, mis ligaduras casi han cedido. Sólo necesito más tiempo y un objeto cortante.
—Que dudo que encuentres ahora mismo, en medio del mar.
—Nos dirigimos con un rumbo fijo. Esperaremos. Bien atentos.
De repente el griego apagó el motor.
—Cállense —ordenó el ruso—. Basta de charla.
Bella se encogió de miedo al ver que el gigantón se levantaba, pero fue para colocar los remos en los toletes y volver a sentarse. Empezó a remar.
Alzó la mirada hacia Edward. Tenía una expresión tranquila e inescrutable, pero la tensión de sus brazos revelaba que seguía esforzándose por romper sus ligaduras. Tenían que estar acercándose a su destino final. Esperaba fervientemente que pudiera liberarse.
Temblando de frío y de miedo, buscó el refugio de su pecho. Todavía no estaba muy convencida de que no fueran a acabar en el fondo del mar. Pero si se dejaba llevar por el pánico, se pondría a llorar y a gimotear, y eso era lo último que podía hacer. «Piensa en algo», se ordenó. «Lo que sea».
Se estaba congelando. Ni ella ni Edward estaban vestidos para permanecer mucho tiempo a la intemperie, en el mar. Cuando lo capturaron, Edward llevaba una chaqueta de cuero negro sobre su camiseta, pero sus captores debían de habérsela quitado antes de maniatarlo. Y ella sólo llevaba unos pantalones de estilo militar y una blusa de manga larga.
De repente dio un respingo. Con todo lo que había pasado, se había olvidado. ¿Sería la chaqueta de Edward lo único que les habían confiscado? Aterrada, no se había parado a comprobar que su iPod y su cuaderno de notas seguían en el bolsillo de su pantalón, el de la cadera. Antes, había tenido la precaución de guardar su iPod en una cápsula impermeable y su cuaderno también estaba protegido dentro de un sobre plástico.
El iPod contenía los archivos de su padre, encriptados en griego antiguo. Había pasado meses intentando descifrarlos y vertiendo la traducción en el cuaderno. Y sin embargo hasta el momento sólo había sacado en claro una larga lista de nombres y direcciones. Una de ellas, por cierto, había sido la del vendedor de Nápoles: el mismo que le había dado la pista del yacimiento de Paestum, donde había sido secuestrada.
Desde entonces, y mientras estuvo secuestrada por Edward, había continuado su labor de traducción pero sin la ayuda de su diccionario, lo que había constituido una verdadera tortura. Soltó un gemido. Si Megaera y sus esbirros le habían robado las únicas pistas que tenía para lavar el buen nombre de su padre… su cruzada estaba destinada al fracaso.
— ¿Te estás mareando? —le susurró Edward al oído.
Negó con la cabeza. Como Edward la había visto escribir en su cuaderno, ella le había explicado que le gustaba escribir cuentos para no aburrirse. Él le había pedido que se los dejara leer, y ella se había negado. En ningún momento se había separado de su iPod y de su pequeño cuaderno… hasta ahora.
— ¿Te duele algo?
Sacudió nuevamente la cabeza.
—Estás mintiendo.
—No, estoy bien.
—Dime qué te pasa.
Aunque se atreviera a confiar en Edward… ¿qué podría hacer él? Nada.
— ¿Qué tal tus ligaduras?
La expresión de Edward se endureció. Había reconocido aquel intento por distraerlo.
—Voy haciendo progresos.
Bella se asomó discretamente detrás de su espalda… y se le hizo un nudo en la garganta al ver la cuerda teñida de sangre.
—Parece que lo único que has conseguido hasta ahora es hacerte daño.
Esa vez fue su orgullo masculino herido lo que endureció sus rasgos. Bella experimentó una punzada de arrepentimiento. Debería haber previsto que reaccionaría así.
—Dio provvede.
«Dios proveerá», tradujo ella. Curiosa frase para que la pronunciara un delincuente.
—Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo.
—Precisamente, Bella. No pierdas la confianza.
Estudió su perfil. El hombre al que había tomado por un sombrío mafioso era un verdadero nudo gordiano de sugerentes contradicciones.
La lancha tocó tierra por fin. El griego saltó al agua para empujarla hacia una playa de cantos, flanqueada de acantilados. Su tiempo se había acabado.
—Nuestros amigos no llevan armas —murmuró Edward—. Haz lo que te dicen y quédate detrás de mí… hasta que te diga lo contrario.
Bella estaba demasiado nerviosa para ponerse a discutir. Él era un experto en aquellas lides. Bajaron trabajosamente de la lancha.
De repente el griego se detuvo delante de unas rocas que formaban un semicírculo en la arena.
—Siéntense.
Edward obedeció sin rechistar. Bella se preguntó si tendría un plan. Esperaba que fuera así.
Se acomodó a su lado. La isla en la que se encontraban parecía desierta. La playa se extendía al pie de un alto acantilado que ocultaba la luna. Las olas batían con fuerza las rocas.
Los matones se volvieron hacia la lancha.
— ¿Nos van a dejar aquí, para que nos muramos de hambre? —le preguntó Bella a Edward.
—No si puedo evitarlo —seguía intentando romper sus ligaduras—. No los pierdas de vista mientras yo me concentro en desatarme.
El griego recogió la chaqueta de Edward del fondo de la lancha, pero el otro se la quitó. Empezaron a discutir en una mezcla de idiomas.
— ¡Niet! —el fornido ruso se negaba a devolverle la chaqueta. Pero el griego seguía oponiéndose, gesticulando con las manos.
— ¿Qué pasa? —quiso saber Edward, distrayéndose por un momento de su tarea.
Bella esbozó una mueca.
—El abandono ya no me parece una opción tan mala… —Edward le había dicho que no llevaban armas de fuego, pero si el griego todavía conservaba su cuchillo, muy bien podría degollarlos… Se mordió el labio—. El griego acaba de decirle al otro: «Hay que cumplir con lo ordenado. Nada de pistas».
Edward soltó un juramento en italiano y redobló sus esfuerzos. El griego le recordó al ruso que podría comprarse cincuenta chaquetas de cuero con el dinero que Megaera les estaba pagando. Aunque el ruso no cedió de inmediato, la discusión pareció enfriarse.
—Nos queda poco tiempo.
—Distráelos.
— ¿Cómo? ¿Les hablo de La Ilíada y La Odisea ?
—Hay una cosa que les interesa a todos los hombres, bella —replicó mientras seguía forcejeando desesperadamente.
—No puedes hablar en serio.
Un brillo de admiración asomó a sus ojos.
—Sei bellísima, Bella.
Sorprendida, negó con la cabeza.
—Supongamos que los distraigo… y luego tú no consigues liberarte —se estremeció visiblemente—. Creo que no quiero vivir esa experiencia.
—Te juro que no fallaré. Confía en mí, Bella.
Confiar en él. Apoyó la frente sobre sus rodillas flexionadas.
—No hay otra opción —susurró Edward—. Si quieres sobrevivir, tendrás que hacerlo.
Bella se irguió y vio al griego y al ruso estrechándose las manos. Se les estaba acabando el tiempo.
—Hey… chicos —se levantó para dirigirse hacia los matones… contoneándose provocativamente—. No irán a dejarnos aquí, ¿verdad?
Ambos se la quedaron mirando fijamente.
—Tengo frío —ladeó la cabeza—. Y me duelen los brazos. Si me desatan, les estaría tan agradecida… Quizá podríamos, er… ¿llegar a un acuerdo? Pero, por favor, no me abandonen aquí…
Un brillo de lascivia asomó a sus ojos. Los labios del griego se curvaron en una astuta sonrisa. El ruso soltó la chaqueta de cuero y se le ensancharon las aletas de la nariz. Como un lobo olisqueando a su presa.
Bella sintió que se le aceleraba el corazón. Y cuando los vio acercarse, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no ponerse a chillar. Sólo rogaba porque Edward se diera prisa.
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