— ¿Hija, adivina quién viene esta noche?
Isabella sonrió ante el entusiasmo que había en la voz de su madre cuando
Renee Swan colgó el auricular del teléfono.
—¡Viene medio Melbourne!
La fiesta del sexagésimo cumpleaños de su padre era de lo único de lo que había hablado su madre en las últimas semanas, y la cena íntima que habían planeado en un principio había adquirido dimensiones descomunales.
La carpa montada para la ocasión estaba abierta con el objetivo de revelar la bahía Port Phillip en toda su gloria, algo a lo que ayudaba el cielo despejado. Se había colocado la pista de baile, la orquesta se preparaba, los encargados del catering iban de un lado a otro y Renee era una masa de nervios a medida que se acercaba la hora.
—¡Tenemos un invitado inesperado! —juntó las manos encantada—. Vamos,
Isabella, adivina quién es.
—Mmm... —musitó, envuelta en una toalla mientras se pintaba las uñas de los pies. Después de haber dedicado el día a ayudar a su madre, corría a contrarreloj para estar lista—. Simplemente, dímelo.
—¡Edward!
Una pincelada de laca roja marcó el dedo pequeño de su pie. Se limpió la zona con una bola de algodón, negándose a dejar que le importara la presencia de Edward esa noche. ¿Por qué tenía que importarle?, pero si le importaba.
Edward... esa sola palabra bastaba para provocar un hormigueo por la espalda de cualquier mujer. Un hombre que no necesitaba el uso de su apellido famoso para resultar reconocible al instante.
Su rostro serio y atractivo aparecía a menudo en las columnas de sociedad.
Su fama con las mujeres era horrible... tanto, que después de innumerables artículos demoledores contra él, era un milagro que alguna mujer pudiera siquiera considerar la idea de tener una relación con él.
Pero así era, una y otra vez. Y sin excepción, siempre terminaba en lágrimas... para la mujer.
—¿Por qué? —la curiosidad pudo con ella mientras tapaba el frasco de laca.
Sus respectivos padres podían ser muy buenos amigos, pero, ¿por qué a Edward Cullen se le iba a pasar por la cabeza asistir a la celebración de su padre? ¿Un sábado por la noche no debería estar en la cama con una supermodelo?
Carlisle Cullen había llegado a Australia hacía casi medio siglo, a la edad de once años. Hijo de inmigrantes italianos, había sufrido burlas y escarnios en los primeros y duros tiempos en la escuela. Incapaz de hablar en inglés y con la tartera siempre llena con comida de olor fuerte, había sido un blanco fácil, hasta que Charlie Swan, quien también había sufrido su cuota de burlas, le había puesto el ojo morado al cabecilla. Desde entonces, se habían hecho amigos del alma.
Carlisle había iniciado la vida laboral como constructor, Charlie como agente inmobiliario, y habían mantenido el contacto incluso cuando aquél se había llevado a su joven esposa y a su hijo recién nacido de vuelta a Italia. Habían sido padrinos en la boda del otro, en los bautizos de los respectivos hijos y la amistad había sido el sustento que Carlisle había necesitado cuando su joven esposa lo abandonó a él y al niño de cuatro años que habían tenido juntos.
A Charlie le había ido bien con el paso de los años y las inversiones inteligentes en propiedades habían significado que su familia vivía de forma desahogada.
Había comprado una casa destartalada en un barrio exclusivo de la costa; la rehabilitó con todo lo que pudo hasta que relució con la misma majestuosidad que la vista de la que gozaba.
También Carlisle había alcanzado el éxito, tanto en Australia como en Roma, pero era su hijo Edward quien había convertido el negocio familiar en el imperio que era en la actualidad. La arraigada ética de trabajo de su padre, combinada con una educación cara y un cerebro brillante, habían resultado ser una garantizada receta para el éxito.
Edward había salido de la universidad con grandes planes que con rapidez había llevado a la práctica, convirtiendo la modesta pero exitosa firma constructora en una empresa global de propiedades y finanzas. Cullen Financiers poseía múltiples sucursales por Europa y comenzaba a extender su influencia por el resto del globo. Próxima la jubilación de Carlisle, se esperaba que Edward tomara de forma oficial el timón del barco.
—¡Le han dado un ultimátum! —aunque estaban sólo ellas dos en la habitación, Renee habló en un susurro—. Tu padre me ha contado que al parecer el consejo de administración está harto de la mala conducta de Edward. Les incomoda la idea de que sea el accionista mayoritario...
—Eso depende de Carlisle... —frunció el ceño.
—Carlisle también está harto de él. Le ha dado todo a ese muchacho, y mira cómo se lo paga Edward. Sólo hace falta que el resto del consejo se una... —bajó aún más la voz— y ahora da la impresión de que podrían hacerlo. Si los rumores de que Edward ha roto con Tanya son ciertos... ella era lo único que lo redimía.
—¡Pero si sólo llevaban unos meses saliendo! —señaló Isabella.
—¡Lo que es mucho tiempo en términos perrunos! —Se rieron largo rato.
Sus padres a veces la enfurecían... de hecho, casi todo el tiempo. No soportaba la abierta predilección que sentían por su hermano, Mike, ni el modo en que constantemente menospreciaban su elección profesional de carrera, como si por ser artista no tuviera un trabajo de verdad... y sin embargo, ella los adoraba. Su madre era, y para ella siempre lo había sido, la mujer más divertida que había conocido.
Y envuelta en una toalla, partida de risa mientras el sol crepuscular se derramaba sobre la bahía, inundando el salón de oro, supo que, de algún modo, ese momento era especial.
—¡Vamos! —secándose los ojos, Renee le dio prisas a su hija—. ¿Dónde diablos puedo ponerlo?
—¿Se va a quedar a pasar la noche? —los ojos de Isabella se abrieron mucho ante la idea de que Edward Cullen durmiera en esa casa.
—¡Sí! —siseó Renee, olvidado el momento de broma y recuperada la tensión.
—. Sabía que Carlisle lo haría... ¡pero Edward!, ¡Habrá que darle tu habitación!
—¡Por supuesto que no!
—No podemos ponerlo en la cama plegable del estudio... Mike se ha trasladado a su antiguo dormitorio y Carlisle ocupará el cuarto de invitados... Edward deberá quedarse con el tuyo. Vamos, es hora de vestirse —indicó, negándose a debatir la cuestión—. Mis amigas van a morirse de celos... ¿puedes imaginarte la cara de Lauren cuando se entere? Te compraste algo bonito para esta noche, ¿verdad?
—¿Como un vestido de novia? —bromeó Isabella.
—¡Pues él ha roto con Tanya!
Comprendió que su sarcasmo había pasado desapercibido para su madre.
Renee Swan había pasado su vida de casada intentando subir en la escala social y estaba decidida a que sus hijos se elevaran a las alturas que ella jamás había alcanzado.
—El soltero más codiciado de Australia se une a nosotros para celebrar el sexagésimo cumpleaños de tu padre, Isabella. ¿Es que no estás un poco entusiasmada?
—Desde luego que sí —Isabella sonrió—. Acerca del cumpleaños de papá...
—Entonces, prepárate —la reprendió, luego se masajeó las sienes— Llegarán pronto...
—Mamá, cálmate.
—¿Y si esperan algo espectacular?
—¡Pues les presentamos a Edward! —Isabella volvió a sonreír, pero su madre no estaba para chistes—. Esperan una fiesta de cumpleaños, y ésta lo es —fue a tomar las manos de su madre—. Vienen a veros a papá y a ti. Es lo único que importa.
—¡Mike ni siquiera está en casa! —exclamó—. Mi propio hijo no es capaz de llegar a tiempo. ¿Crees que habrá recordado encargar las pastas para el desayuno?
El pánico volvía a hacer acto de presencia en la voz de su madre y con presteza intentó desterrarlo.
—Claro que lo habrá recordado. Ve a preparar sábanas limpias para mi cama y yo me vestiré.
Su dormitorio estaba exactamente igual que hacía siete años, cuando se fue de casa para ir a estudiar Bellas Artes a la universidad. Le encantaba volver y quedarse en el viejo cuarto, entre sus cosas familiares, pero esa tarde lo observó con ojo crítico, preguntándose qué pensaría Edward de los cuadros que adornaban las paredes, las cortinas que ella misma había teñido cuando tenía doce años, la librería a rebosar y la cómoda atestada de fotos de la infancia.
Siempre había tenido intención de ponerse algo bonito para la noche especial de su padre. Su diminuta galería se encontraba en Chapel Street, en Melbourne, donde proliferaban las boutiques de ropa de marca. Mientras se ponía el vestido azul oscuro, se preguntó qué diablos había pasado por su cabeza. Había llamado su atención en el escaparate, y aunque el precio la había disuadido al instante, la vendedora le había sugerido que se lo probara.
Al observar su reflejo, se mordisqueó el labio inferior mientras se preguntaba si no era demasiado. ¡O demasiado poco!
Unos centímetros más corto de lo que habría preferido, se ceñía de forma provocativa en todos los puntos erróneos. Su trasero parecía enorme y sus pechos como si hubieran crecido mágicamente una talla. La suave y fina lana se movía cada vez que andaba. Era, sencillamente, divino.
Sacó de una caja unas sandalias horriblemente caras con las que había pensado acompañar el vestido. Dignas de las horas de cuidados que había soportado su cuerpo y de la primera sesión de rayos uva a la que jamás se había sometido.
Se cepilló el cabello marrón una última vez y dejó de mordisquearse el labio para aplicarse brillo.
Alzó una de las fotos de su cómoda y contempló el grupo nupcial. Aunque era ridículo y sólo se trataba de una foto, seguía ruborizándose al mirar los ojos serios y oscuros de Edward.
Ella tenía diecinueve años...
Una joven extremadamente ingenua que se había vestido de rosa para ser dama de honor en la boda de Mike.
Edward había estado invitado. Por aquel entonces, apenas llevaba unas semanas de vuelta en Australia y había tenido un acento tan marcado que a ella le había costado entenderlo... aunque podría haber estado escuchándolo una eternidad.
Era el hombre más asombroso que había conocido nunca. Toda la ceremonia había pasado como en una nube hasta que al final, cumpliendo el ritual, había bailado con ella. Y después de estar en sus brazos y beber demasiado champán, no tardó en verse abrumada por el deseo.
Metió la foto bocabajo en el cajón, cubriéndola con lo que había dentro antes de cerrarlo. Lo último que quería era que Edward la viera... que recordara su bochornoso error. Pero aun así, le costaba contener el rubor y desterrar la imagen de ambos bailando aquella noche. Edward había bajado la cabeza para decirle algo y, estúpidamente, ella había malinterpretado la acción, cerrado los ojos y, con los labios preparados, había esperado expectante que la besara.
Incluso seis años después, la vergüenza le encendía la cara.
Aún podía oír su risa profunda y ronca al comprender lo que ella había creído que pensaba hacer.
—Vuelve cuando hayas crecido... —le había sonreído y palmeado el trasero en el momento en que la música había terminado—. Además, mi padre jamás me lo perdonaría.
Se consoló pensando que lo más seguro era que lo hubiera olvidado.
Con todas las mujeres con las que había salido, no iba a recordar el torpe intento de una adolescente de conseguir un beso. Además, ya era seis años mayor y mucho más lista... podía ver a un hombre como Edward exactamente por lo que era. Un seductor.
Desde luego, no repetiría el mismo error; se mostraría esquiva y distante.
Practicó la expresión en el espejo. O quizá podría hacer una broma sobre aquel incidente, considerarlo simplemente algo gracioso... ¡Quizá debería ordenar su habitación!
Su madre la ayudó y la colcha bordada fue reemplazada por unas sábanas nuevas y un edredón impecable mientras Renee iba recogiendo sujetadores, maquillaje y cajas de tampones. Al pie de la cama, depositaron unas toallas dobladas junto con una pastilla del jabón caro que usaba Renee; al lado de la cama dejaron una jarra para el agua y una copa, cubiertos por una delicada pieza de algodón.
Al mirar por la ventana hacia la bahía, Isabella sintió un nudo en la garganta al oír el ruido de un helicóptero y supo que era él. A pesar de que todos los amigos de sus padres vivían holgadamente, sólo los Cullen llegarían a una fiesta en uno. Observó el aparato unos momentos y pudo ver la carpa aletear y la hierba aplastada por el movimiento de las hélices, y entonces... Contuvo el aliento mientras Edward salía del aparato.
Luego ayudó a su padre a bajar y, agachándose bajo las hélices, cruzaron el jardín mientras el helicóptero volvía a elevarse en el crepúsculo.
Llevaba unos pantalones negros y una ceñida camisa blanca, y como un purasangre exhibido antes de la carrera, estaba lleno de energía y tenía un aspecto impresionante. El estómago de Isabella se llenó de mariposas al verlo echar la cabeza atrás y reír por algo que había dicho su padre. Durante un momento, tuvo la certeza de que la había visto. Esos ojos verdes tan relucientes como una esmeralda se habían alzado como si supiera que era observado, haciendo que Isabella retrocediera con celeridad, como si la hubieran quemado.
—¡Isabella! —exclamó su madre—. ¡Han llegado! ¡Con una hora de antelación!
—Questi sonó i miei buoni amici. (Estos son mis buenos amigos) —Mientras cruzaban el jardín, una vez más su padre le recordó lo importantes que eran esas personas para él.
—¡Crees demasiado en lo que lees! —Edward rió—. De vez en cuando soy capaz de portarme bien. ¡En cualquier caso, me temo que no habrá nada interesante en un sesenta cumpleaños, papá!
—Edward... —Carlisle estaba serio. Le había parecido una buena idea ir con su hijo, pero ahora no estaba seguro de que lo fuera. Recién salido de una relación, los ojos de Edward proyectaban peligro, y si podía evitar el escándalo antes de que se produjera, lo haría. Durante el corto trayecto, había recordado la boda, la atracción instantánea que había ardido entre Isabella Swan y su hijo.
Aquella noche le había hecho una advertencia a Edward... y por suerte éste la había aceptado. Pero ya era seis años mayor y no solía seguir los consejos de su padre—. ¿Recuerdas a su hija, Isabella?
—¿La castaña atractiva? —sonrió al recordarla al instante. Parecía que las cosas mejoraban—. Sí.
—Se ha convertido en una mujer muy hermosa...
—¡Espléndido!
—¡Atiesa! —le pidió a su hijo que aminorara el paso, sacó el pañuelo y se secó la frente.
—¿Te encuentras bien, papá?
—Un leve dolor en el pecho... —extrajo una píldora de un pequeño pastillero de plata y se la colocó debajo de la lengua—. Nada a lo que no esté acostumbrado el pecho le dolía, aunque quizá no tanto como para tomar una píldora, pero si recurrir al ardid de la simpatía le ayudaba, estaba más que dispuesto a hacerlo—. Sabes el aprecio que siento por Renee, pero también sabes cuánto le gusta gastar... y, bueno, parece que Isabella tiene la misma tendencia...
—Menos mal que somos ricos, ¿no? —bromeó Edward, aunque su padre no sonreía.
—Charlie anda preocupado... —Carlisle se consoló diciéndose que era una mentirijilla. De hecho, se dijo que no había mentido, sólo dado a entender... era mejor alejar a Edward de Isabella en ese momento que encararse con Charlie después de que aquél le hubiera partido el corazón a su hija.
Y sabía que lo haría. Volvió a secarse la frente antes de guardar el pañuelo. Edward le partiría el corazón.
—No tengas una relación con ella, hijo —reanudó la marcha—. Sería demasiado complicado.
—¡Llegáis temprano! —Charlie, al contrario que su esposa, no se preocupaba por cosas como habitaciones de invitados y se mostró encantado cuando Carlisle cruzó la puerta. Abrazó a su amigo de toda la vida con efusividad.
Edward se quedó atrás.
—Queríamos pasar un rato contigo antes de que vinieran los otros invitados —con sonrisa radiante, le ofreció a Charlie un regalo lujosamente envuelto—. Escóndelo y ábrelo mañana.
—¡La invitación no ponía nada de regalos! —le reprendió Renee, aunque estaba claramente encantada de que lo hubiera llevado—. Edward... nos entusiasma que hayas venido.
—Me alegro de haberlo hecho.
Aún tenía acento y la voz era profunda y rica. Al bajar la escalera con aire distante, Isabella pudo sentir que se le erizaba el fino vello de la nuca mientras veía cómo le daba un beso a su madre en ambas mejillas y luego hacía lo mismo con su padre. Los ojos esmeralda se encontraron con los suyos.
—Isabella. Ha pasado mucho tiempo.
Sonrió con expresión reservada y en unos segundos sus ojos asimilaron los cambios.
El cabello, que había llevado corto en el pasado, en ese momento caía sobre sus hombros. Su cuerpo antes flaco también se había suavizado y llenado, y sus curvas femeninas se veían resaltadas por ese vestido delicado que oscilaba en torno a sus piernas a medida que caminaba.
Siempre había sido bonita, ¡pero en ese momento estaba deslumbrante!
—Ha pasado mucho tiempo —bajó los dos últimos escalones y permaneció en el último, aunque aun así él tuvo que inclinar la cabeza para besarla en ambas mejillas.
Al hacerlo, Edward la olió... otra vez. Su cuerpo experimentó un reconocimiento sorprendido cuando le rozó las mejillas con los labios. Desbocado, pensó en lo agradable que sería darle el beso que le había negado tantos años atrás. Que se había negado a sí mismo.
Los demás avanzaron y los dejaron solos por un momento.
—Estás muy guapa —Edward frunció levemente el ceño—. ¿Hace cuánto que no nos vemos?
—¿Unos años? —se encogió de hombros, negándose a reconocer el hecho de que conocía hasta los meses que habían pasado—. ¿Cuatro... quizá cinco?
—No hace tanto... —Edward movió la cabeza mientras cruzaban el recibidor—. Fue en la boda de tu hermano.
—Eso fue hace cinco años... —Isabella sonrió—. ¡De hecho, seis!
—Vamos —reprendió Renee —. Isabella, tráeles una copa a nuestros invitados.
En ese instante, uno de los camareros contratados apareció con una bandeja con copas de champán. Isabella tomó una para ella antes de que Renee la apartara.
—¡Una copa de verdad! —murmuró a su hija.
—¿Whisky? —era lo que siempre bebía Carlisle cuando los visitaba—. ¿Con un poco de agua?
—Tienes buena memoria —Carlisle sonrió encantado.
—¿Edward? —se obligó a mirarlo—. ¿Qué te apetece? —habría jurado que él hacía una insinuación en la pausa que se prolongó imperceptiblemente.
—Whisky —añadió, sin agregar «por favor» o «gracias»—. Sin agua.
Mientras servía el líquido ambarino, Isabella vio que le temblaba la mano. No había exagerado el recuerdo que guardaba de él. Era tan letal y poderosamente sexy como lo había sido todos esos años atrás... «E igual de arrogante y grosero», se recordó. Al entregarle la copa, le fue imposible no notar el roce de los dedos contra los suyos. Cruzó el salón para sentarse lo más lejos posible de él.
Pero el gato no tardó en encontrar al ratón.
Se sentó junto a ella en el sofá, demasiado cerca para su gusto. No había contacto alguno, pero podía sentir el calor de ese cuerpo y el peso de él, que hacía que el sofá se ladeara.
Invadía su espacio... aunque quizá ese fuera el truco que empleara. Nadie que lo observara podría afirmar que hubiera intrusión; había que estar al lado de él o mirarlo para sentirlo. Bebió un sorbo de champán y deseó haber elegido un whisky también, algo lo bastante fuerte como para apagar los nervios que sentía.
—Tengo entendido que Mike y su esposa vendrán esta noche.
—Sólo Mike —esbozó una sonrisa forzada.
—Tienen gemelos, ¿no? —Edward la miró detenidamente, viendo cómo se relajaba al hablar de sus sobrinos.
—Harriet y Connor... cumplirán tres años en unas semanas —como si esa fuera la señal que esperara, su hermano eligió llegar en ese momento.
—¡Querido! —Renee olvidó en el acto su retraso—. Me alegro tanto de verte.
—Lo siento, lo siento... —Mike sonrió—. El tráfico era una absoluta pesadilla.
—¿En sábado? —Isabella no pudo contenerse.
—¡Hay fútbol! —Renee sonrió—. La ciudad es un hervidero en esos momentos... es maravilloso que lo consiguieras, cariño. ¿Has recordado las pastas para mañana...?
Hubo una pausa ínfima. La sonrisa de Mike vaciló un momento y, con los ojos, buscó a su hermana. La boca de Renee se quedó abierta en horror en mitad de la frase. Isabella sintió la tentación de no intervenir, de negarse a volver a salvar otra vez a su hermano y que todos vieran que la única contribución que le habían pedido había resultado excesiva para él. Pero como Mike bien sabía, no podía hacerle eso a sus padres.
—Ah, olvidaba decírtelo, mamá... los pasteleros llamaron para confirmar el pedido de Mike. Será lo primero que traigan.
—¡Oh, Isabella! —espetó su madre—. ¡Podrías habérmelo contado!
—¿Dónde está Jessica? —Carlisle frunció el ceño—, ¿Y dónde están los gemelos? —Tenía ganas de volver a verlos. Carlisle formuló la pregunta que Renee había esperado que no hiciera.
—Esta noche sólo es para adultos —volvió a sonreír, pero con gesto algo rígido.
—¿Por qué? —Carlisle llevaba demasiado tiempo solo y pasó por alto las señales de advertencia que irradiaron de los ojos de Renee —. Los niños son parte de la familia... deberían estar aquí...
Sorprendentemente, fue Edward quien salvó el momento.
—Oh, vamos, papá... —manifestó con cierto sarcasmo—. ¿Es que no recuerdas lo duro que es acostar a los pequeños en una reunión familiar... y todas las cosas que debes recordar traer?
—¡Desde luego! —Renee asintió con vehemencia—. Veremos a los gemelos el próximo fin de semana... oh, y a Jessica, por supuesto...
—No te preocupes —Edward le sonrió a Isabella a medida que la conversación proseguía por otros cauces—. Mi padre es un maestro de la escuela de pensamiento «haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago».
—¿Y eso qué significa?
—Nada —bebió un trago de whisky antes de concluir—. No importa.
Al ver el ceño de ella se encogió de hombros.
—Resulta extraño ver a mi padre en este entorno... con ganas de estar con niños y charlando con amigos. Por lo general, sólo veo a mi padre en eventos de trabajo...
—Y la familia...
—No —la cortó.
Ella se encogió por dentro ante su propia insensibilidad... sus padres eran la familia de Carlisle.
—Es extraño verlo en un ambiente familiar —agregó Edward.
Siempre había sabido que, después de que su madre los abandonara, Edward se había criado en un internado. Renee le había contado lo mucho que había tenido que trabajar el pobre Carlisle, saltando entre dos países para poder cuadrar el presupuesto y lo destrozado que había estado cuando, en ocasiones, no había podido regresar para ver a Edward.
Sólo en ese momento Isabella comprendió que si había sido difícil para el pobre Carlisle, tuvo que haberlo sido mucho más para su hijo.
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