jueves, 20 de enero de 2011

Maldición

Capítulo 15 “Maldición”

Naturalmente, el incidente del museo salió en titulares en todos los diarios. Y, naturalmente, volvieron a sacarse a colación las habladurías sobre la presunta maldición de los Cullen. Cada articulista consignaba con diligencia que el ataque de la serpiente había tenido lugar justo después de que lord Cullen volviera a ocupar un lugar preeminente en la institución tras un año de luto y anunciara su compromiso matrimonial. Con una plebeya. Con una empleada del museo.
De momento, los artículos a los que Edward echó una ojeada no hacían referencia al pasado de Bella. Los reporteros estaban muy atareados cuestionándose la posibilidad de que existiera una maldición, puesto que, al aparecer él en escena, otro empleado del museo había sufrido la mordedura de la cobra. Se decía que tanto él como su prometida se habían hecho cargo de la víctima. Los periódicos encomiaban asimismo a Riley Biers por su valor al intentar atrapar al reptil, y continuaban diciendo que el joven se debatía entre la vida y la muerte.
Apenas había acabado de leer los periódicos cuando Emmett entró en el solario para decirle que sir Charlie solicitaba que fuera a hablar con él un momento. Edward quedó un poco sorprendido, preguntándose por qué no habría ido él mismo al solario.
Al llegar a la habitación de Charlie, le impresionó el razonamiento, un tanto cómico, de su invitado.
—¡No quiero pasearme por ahí fresco como una lechuga! —le dijo a Edward—. Bella está aquí hoy, ¿no?
—Sí, creo que va a pasar el día atendiendo a Riley.
Charlie asintió.
—Estaba pensando que Waylon y yo podíamos escabullimos y echar un vistazo por ahí. Volver a esa taberna del East End y tener otra pequeña charla con esa prostituta.
Edward sonrió.
—Agradezco su disposición a ayudarme, sir Charlie, de veras. Pero hoy no puede ser. Tengo unos negocios que atender, y preferiría que se quedara aquí. Volveremos a hablar de este asunto la semana que viene, si le parece.
Charlie frunció el ceño y asintió.
—Yo sé lo que me hago, ¿sabe, lord Cullen? El otro día me pillaron desprevenido, pero soy un viejo soldado. Sé cuidar de mí mismo.
—No lo dudo —le aseguró Edward—. Pero me será de más ayuda si hoy se queda vigilando el castillo.
—Usted tampoco se fía de ella, ¿eh?
—¿De quién? ¿De Bella?
Charlie agitó una mano en el aire con impaciencia.
—¡De Bella no, hombre! ¡De la señora Clearwater!
—¿Qué?
—La señora Clearwater —repitió Charlie—. Anoche andaba rondando por los pasillos.
Edward suspiró.
—Charlie, la señora Clearwater es mi ama de llaves. Tiene derecho a rondar por los pasillos.
—¿En plena noche?
—¿Qué estaba haciendo usted rondando por los pasillos?
—Oí ruidos —le dijo Charlie—. Y era ella. Andaba de puntillas por el pasillo que lleva a la habitación de ese joven, Riley.
—Seguramente quería ver qué tal estaba —dijo Edward.
—Eso dijo ella. Pero ¿de veras quería interesarse por su estado? ¿O acaso intentaba rematar lo que la víbora dejó a medias?
—Charlie, Sue era la mejor amiga de mi madre. Tengo plena confianza en ella.
Charlie soltó un bufido.
—Lo tiene engatusado, ¿eh? —masculló—. Es una mujer muy atractiva, desde luego, y entiendo perfectamente que está usted muy solo… y que una mujer puede manejar a un hombre a su antojo.
Edward no sabía si echarse a reír o montar en cólera.
—Entre la señora Clearwater y yo no hay nada, Charlie, salvo amistad.
—Puede que sea una bruja —dijo Charlie juiciosamente.
—Yo no creo en la brujería.
—Pues quizá debería creer, joven. Quizá debería creer.
—¿Y eso lo dice un viejo soldado?
Charlie se azoró.
—Le ruego me disculpe. Usted es el conde de Masen, milord. Pero no le haría ningún bien a nadie si no dijera lo que pienso.
—Tendré en cuenta su advertencia. En fin, en todo caso, razón de más para que se quede hoy aquí, sir Charlie.
—Puede que tenga razón —masculló Charlie—. ¿Ha visto a mi Bella esta mañana?
Edward titubeó. ¿La había visto? Sí, dulcemente dormida, con su hermoso pelo esparcido sobre la almohada. Estaba arrebatadora cuando dormía.
—No he hablado con ella. Y me marcho enseguida. Así que dejo el cuidado de la casa en sus manos, Charlie. Emmett va a llevarme a Londres, pero Jasper se queda aquí, por si necesitara usted ayuda.
Sir Charlie se tomó aquello muy a pecho.
—También tengo a Waylon, mi criado.
Aquello parecía significar que podía ocuparse de cualquier contingencia.


—Le escuchamos, lord Vulturi.
Lord Vulturi carraspeó. La reina Victoria decía que estaba escuchando, y era cierto. Pero no lo miraba; parecía tener la vista fija en la correspondencia que había sobre su mesa.
En otro tiempo Victoria había sido joven y bonita. Y cuando Albert, su marido, vivía, había sido ávida y apasionada en muchos sentidos. Ahora, aunque Albert llevaba décadas muerto, ella seguía vistiendo de luto y se empeñaba en vivir como si la castidad y la pureza pudieran franquearle las puertas del cielo.
—No es necesario cerrar el departamento por una temporada, Majestad. Hoy está cerrado, desde luego. Pero el joven ha sobrevivido al ataque, y… ¡cielo santo, Victoria! —exclamó, recordando tiempos pasados, cuando ambos eran jóvenes, antes de que ella se convirtiera en reina de Inglaterra.
Ella levantó la vista y enarcó una ceja de manera tan imperiosa que lord Vulturi comprendió de inmediato que había cometido un grave error.
—No permitiremos que se diga que nuestros museos están malditos —le dijo la reina.
—¡Discúlpeme! —le rogó él, y añadió—: Tal vez debiera sugerirle al conde de Masen que vuelva a alejarse del museo. Me alegró mucho que volviera a mostrar interés por nuestro tesoro nacional, pero… ¡puede que esté maldito!
—El conde de Masen ha sufrido mucho —dijo la reina—, y él y sus difuntos padres me han prestado un gran servicio —apretó los dientes un momento—. Ni uno solo de mis primeros ministros ha recibido nunca una negativa de los Cullen, tanto en sus contribuciones financieras como militares —lo traspasó con la mirada, pero al instante sus ojos volvieron a fijarse en los papeles que tenía ante ella. Por un instante pareció perder la concentración.
—Majestad, ya me he encargado de que cambien la exposición, y la serpiente ha sido trasladada al parque zoológico.
—¡Esa cobra no debía estar en el museo! —le espetó ella, enojada.
—Majestad, le repito que la serpiente ya no está en el museo —balbuceó lord Vulturi.
Necesitaba desesperadamente que el departamento de Egiptología siguiera abierto. Con sus deudas de juego…
Intentó un viejo truco y, acercándose a la mesa, hincó en el suelo una rodilla. Victoria, pese a su provecta edad, seguía siendo susceptible a los halagos.
—¡Majestad, se lo suplico! ¡No permita que los tesoros sobre los que se funda nuestro Imperio queden ocultos! ¡Tanto saber, tanta industria e invención! ¡Tanta historia! Por favor, confíe en mí.
Ella seguía con los labios fruncidos.
—Está bien, permitiremos que el departamento abra el lunes —dijo al fin—. Pero confiamos en que se responsabilice usted personalmente de todo.
Él bajó la cabeza.
—Gracias, Majestad —dijo.
—Ahora estamos muy cansadas —le dijo ella.
—Sí, claro, discúlpeme. He venido a abusar de su tiempo un sábado por la mañana.
Ella volvió a concentrarse en sus papeles. Lord Vulturi salió precipitadamente. ¡El departamento de Egiptología seguiría abierto! Y, además, la reina en persona le había ordenado que siguiera al frente de él.


En la taberna de McNally, Edward pidió ginebra y eligió una de las mesas sucias que daban a la calle. Estuvo observando un rato el local y al fin vio a la prostituta con la que Charlie había hablado aquella otra vez. Estaba bromeando con el camarero y se dejaba manosear y llevar de acá para allá, pero a Edward no le pareció que negociara ningún revolcón apresurado en algún callejón oscuro.
Al cabo de un rato, la mujer lo vio sentado a la mesa y se percató de que la estaba observando. Se acercó y se sentó frente a él, apoyando el cuerpo sobre los brazos, de modo que sus pechos prácticamente rebosaron sobre la mesa.
—¡Vaya, vaya! ¿Qué hace un carcamal como tú por aquí? Mirar es gratis, siempre y cuando haya ginebra. ¿Crees que podrías invitarme a otro trago? —su pie se deslizó por la pierna de Edward.
Él fijó la vista en su vaso.
—No busco compañía —dijo.
Ella achicó los ojos, lo miró con fijeza y se recostó en la silla.
—Pues no parece que te estés cayendo a pedazos, viejo. Claro que, si me dejaras hacer, soy famosa por habérsela levantado a más de uno por pura habilidad.
Ella siguió observándolo para ver cómo reaccionaba.
—Yo también necesito dinero —le dijo él.
—¿Y sabes cómo conseguirlo? —el acento de la mujer desapareció de nuevo.
—Tengo cosas que vender.
—Ya hay bastante basura por aquí.
—Cosas buenas.
Ella lo miró de hito en hito. Edward iba cubierto de andrajos, y se había frotado con tierra la barba postiza.
—No tengo tiempo para ti, viejo —dijo ella—. Perdona. Así son las cosas —hizo amago de levantarse.
—Trabajo en el museo —le dijo él.
Ella volvió a sentarse y achicó los ojos de nuevo.
—¿Has robado algo en el museo?
Él se encogió de hombros.
—¿Quién sospecharía de un viejo que apenas puede con el cepillo?
—Podría hacer que te arrestaran, ¿sabes?
Él volvió a encogerse de hombros.
—Pero prefieres ganar algún dinero. Y no creo que los compradores que conoces sean de por aquí.
—¿Qué tienes?
Él se inclinó hacia delante y le bisbiseó algo. Ella se echó hacia atrás, agradando los ojos.
—Quizá… quizá pueda arreglar algo.
—Nada de quizá. Vi a ese pobre diablo muerto el otro día.
—Por aquí hay asesinatos todos los días —replicó ella.
Él sacó la mano de repente y la agarró con fuerza de la muñeca.
—El otro día había aquí otros hombres intentando vender cosas. Tu hombre, y sé que era tu hombre, pensaba robarles, pero alguien lo mató antes de que pudiera acercarse demasiado a esos tipos. No hace falta que digas nada, sé que no vas a contestarme. Pero, cuando arregles un negocio para mí, no quiero que me siga ningún ladronzuelo. Quiero un nombre y un lugar. Estoy dispuesto a pagarte. Pero, si me siguen, te juro que habrá más muertos. Como tú misma has dicho, todos los días hay asesinatos. Deberías andarte con ojo —le soltó la muñeca y ella empezó a frotársela sin apartar la mirada de él—. ¿Trato hecho? —ella asintió. Edward distinguió una mirada de odio en sus ojos y, metiendo la mano en el bolsillo, sacó una moneda de oro que le deslizó en la mano. Luego sonrió—. Estaré vigilando… y esperando —le dijo, y salió de la taberna.
Una vez fuera, dudó un momento. Quería darle tiempo a la prostituta para que mandara a un matón tras él.
Ahora lo único que tenía que hacer era moverse despacio.


Salir de la casa iba a ser más difícil de lo que Bella creía. Emmett se había ido con Edward. El doctor se disponía a marcharse. Y aunque parecía que Riley luchaba con tenacidad contra las toxinas que quedaban aún en su cuerpo, le daba miedo dejarlo solo.
Jasper, que había ocupado el puesto de Emmett junto a la puerta, la había saludado muy cortésmente al entrar en la habitación de Riley. Cuando se disponía a marcharse, Bella se dirigió a él.
—Jasper, ¿ha salido el conde?
—Sí, señorita.
—Necesito que me lleve usted a Londres.
Él frunció el ceño.
—No puedo abandonar mi puesto, señorita. Y no creo que el conde quiera que vaya hoy a la ciudad.
—Jasper, no estoy aquí prisionera, ¿verdad?
—No, desde luego que no.
—Tengo… tengo que ir a confesarme.
—¿Confesarse?
—Soy católica, Jasper —aguardó, preguntándose si Dios la fulminaría por mentir con tanto descaro.
—Ah, católica —murmuró él. Luego dijo, perplejo—: ¡Pero hoy es sábado!
—Sí, Jasper, sé qué día es. Uno se confiesa el sábado para estar preparado para recibir la comunión el domingo. ¿Haría el favor de llevarme a Londres y esperar para volver a traerme?
—No quisiera dejar solo al señor Biers.
—No se preocupe. Waylon y Charlie cuidarán de él —Jasper se quedó pensando un momento—. ¡Debo confesarme! —insistió ella, desesperada.
El asintió.
—Como quiera. Y no se preocupe, que la esperaré.
Bella fué en busca de Charlie, que estaba en su cuarto, jugando al ajedrez con Waylon. Estaba levantado y vestido y tenía muy buen aspecto. Bella le dio un beso en la mejilla y le sopló un posible movimiento. Los ojos de Charlie se agrandaron, llenos de deleite. Movió pieza. Waylon se rascó la cabeza.
—Oye, Bells, eso no es justo. ¡Estaba a punto de ganar!
—¡Oh, Waylon! Tienes razón, no debería haberlo ayudado. Pero es que está convaleciente y no queremos que se sienta un viejo bobo, ¿verdad?
—¿Tu amigo Riley está mejor? —preguntó Charlie.
Ella asintió.
—De eso quería hablarte, Charlie. Yo… quisiera ir a la iglesia.
—¿A la iglesia? Pero si hoy es sábado —respondió Charlie.
Ella suspiró de nuevo.
—Lo sé, pero… tengo cita para hablar, ya sabes.
—Puedes hablar conmigo.
—¡Quiere hablar con alguien un poco más decente que nosotros! —dijo Waylon.
—Creo que es importante para la salud de mí alma.
—Yo diría que tu alma está sana como una manzana —le dijo Waylon.
Ella sonrió.
—Me temo que esté algo atormentada. Y vosotros tenéis en parte la culpa —respondió ella sin aspereza—. Le he pedido a Jasper que me lleve a Londres, pero me da miedo dejar solo a Riley. Quiero decir que… —titubeó—. No quiero que se quede solo ni un solo minuto.
Charlie la miró muy serio.
—Nosotros nos encargaremos de vigilarlo —le dijo con expresión grave.
Waylon asintió, también muy serio. Ella les dio las gracias a ambos.
Ahora, lo único que tenía que hacer era escabullirse sin que Sue Clearwater la viera.


Edward comprendió que alguien lo seguía tan pronto como echó a andar calle abajo, pese al bullicio que había a su alrededor, pues era sábado y había mercado.
Procuró confundirse entre la gente, deteniéndose de vez en cuando a mirar los puestos de verduras. Cada vez que se paraba, sentía a aquel hombre detrás de él.
Siguió su camino por las calles y atravesó luego una hilera de callejones, esquivando aquí y allá a algún borracho. Al fin encontró lo que andaba buscando: una plazoleta frondosa, cubierta de basuras y botellas de ginebra y rodeada de casas de ventanas cegadas con tablones.
Y, cuando entró en ella, aquel individuo entró tras él.


—Tengo un gran peso sobre mi conciencia —le dijo Bella a Jasper—. Tardaré una hora más o menos.
—Como quiera, señorita Bella. Aquí estaré —le prometió Jasper al dejarla a la entrada de la iglesia de Saint Mary.
Bella subió rápidamente por la vereda que daba a los portones de la iglesia. Una vez dentro, sintió sobre ella el peso de su mentira. No era católica, pero aun así se persignó ante el altar mayor. Luego atravesó a toda prisa el claustro.
En la calle de atrás encontró un coche de alquiler. Cuando llegó al museo, había una multitud congregada en la calle, sin duda atraída por el escándalo de la noche anterior. Bella escuchó fragmentos de conversaciones mientras cruzaba entre la gente; luego atravesó la zona donde la noche anterior habían estado colocadas las mesas elegantemente adornadas. Todo estaba como siempre, como si la fiesta nunca hubiera tenido lugar. Salvo porque la urna de la cobra había desaparecido.
Subió corriendo las escaleras y entró en las oficinas. Sir Jason no estaba allí, pero su levita colgaba del respaldo de su silla. Bella volvió a bajar las escaleras a toda prisa. Para su sorpresa, la puerta del almacén estaba abierta. Entró.
—¿Sir Jason?
No hubo respuesta. Bella siguió avanzando, convencida de que tenía que estar allí, en alguna parte.
—¡Sir Jason!
Nadie respondió. Comenzó a deambular entre los grandes pasillos de cajas, dirigiéndose hacia el fondo, donde se hallaban los grandes embalajes que contenían los sarcófagos encontrados en la última expedición. La mayoría estaban ahora abiertos.
Se oyó un suave silbido. Una de las bombillas estalló, y la luz se apagó de pronto.
—¿Sir Jason?
—Bella… —aquella voz otra vez, llamándola. Luego algo empezó a levantarse desde el interior de una de las cajas—. Bella…
El polvo acumulado durante miles de años formó una repentina neblina. La momia comenzó a levantarse del sarcófago; luego se puso en pie, tambaleándose, y se dirigió hacia ella…
Estaba tan oscuro… El corazón de Bella comenzó a atronar mientras retrocedía, diciéndose que aquello era imposible. Entonces sonó de nuevo aquel espantoso y áspero susurro.
—Bella…


En cuanto sintió a aquel individuo a su espalda, Edward se giró bruscamente y lo agarró del cuello.
—¡Espere! ¡Pare, por el amor de Dios!
Edward siguió apretando, sintiendo que los dedos del otro tiraban de su mano con desesperación. Enseguida se percató de que aquel hombre no iba sucio; sus ropas, pese a ser pobres, no eran harapientas. No parecía un parroquiano de la taberna.
—¡Cállese! —le ordenó.
—No pretendía hacerle daño —dijo el otro, atragantándose.
—¿Por qué me estaba siguiendo? —el otro titubeó—. ¿Quiere que llame a la policía?
—¿Qué?
—¡Vamos a la policía! ¡Enseguida!
El otro dejó escapar un largo soplido.
—Yo soy policía.
Edward se quedó de una pieza.
—¿Qué?
—Soy el detective Banner, de Scotland Yard —se apresuró a decir el otro.
No muy convencido, Edward aflojó la mano. El otro retrocedió tambaleándose mientras se frotaba la garganta.
—Pero estaba usted en la taberna —dijo Edward.
—Igual que usted —respondió el otro, y añadió con nerviosismo—. Y está arrestado.
—¿Por… ?
—¡Por robo… y asesinato!


Bella miraba la aparición, llena de pánico. Retrocedió, dispuesta a dar media vuelta y huir. Y luego, de repente, sintió que la furia se sobreponía al horror. Las momias no resucitaban. Pero alguien dispuesto a llegar al extremo de hacerse pasar por una momia muy bien podía ser un asesino, aunque, envuelto de aquella manera, no podía ser muy peligroso. Aquélla era su oportunidad.
Bella dio media vuelta y fingió huir aterrorizada. Pero, mientras aquella criatura la seguía dando trompicones, fue buscando un arma. Pasó junto a la caja en la que había hurgado el día que bajó al almacén ella sola. Sabía, naturalmente, que la momia tenía el brazo separado del cuerpo. Metió la mano en la caja, se quedó inmóvil y luego se giró con todas sus fuerzas, golpeando a aquel espantajo en las costillas.
—¡Maldita sea! —gritó una voz, dolorida. La momia se dobló por la cintura.
Bella le dio otro golpe en la cabeza para asegurarse. La criatura cayó al suelo, agarrándose la cabeza con las manos vendadas. El brazo momificado también se había llevado lo suyo: estaba hecho pedazos.
—¡Cielo santo! —masculló el ser que seguía en el suelo.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó Bella, enfurecida, ya sin ningún miedo.
—Soy yo, Bella. Sólo quería darte un susto.
—¡James! —exclamó ella.
—Sí, soy yo.
—¡Serás idiota! Podría haberte matado.
Él la miró con sorna en la penumbra.
—Con el brazo de una momia, no creo. Aunque admito que me has dado una buena tunda.
—¿Se puede saber qué pretendías, James? —preguntó ella.
—¡Ya te lo he dicho! ¡Quería darte un susto!
—¿Por qué?
—Para que te alejaras de Edward Cullen y de la dichosa maldición que ha hecho caer sobre todos nosotros. Ayúdame a quitarme esto, ¿quieres? Y, por favor, te lo ruego, no vayas contando por ahí que me has dado una paliza.
—¡James, esto es muy serio!
—Sí, lo es. Estás viviendo con ese hombre. Y vas a casarte con él.
—Levántate, James. Vamos a quitarte el resto de los vendajes.
—Sí, y creo que deberíamos darnos prisa, antes de que aparezca sir Jason.
—¿Dónde está? Su levita está en la oficina.
Mientras acababa de quitarle los vendajes, Bella se sorprendió de que hubiera sido capaz de engañarla ni por un segundo.
—Lo vi hace un rato, pero luego no he vuelto a verlo —dijo James.
—Eres un idiota —le dijo ella con franqueza—. ¿Y cómo sabías que iba a venir hoy?
—Estaba seguro de que vendrías, después de lo de anoche.
—Eso es una suposición ridícula. Después de lo de anoche, no debería haber pisado aquí.
Él se puso serio de repente.
—¿Qué tal está el bueno de Riley?
—El médico dice que se pondrá bien. Es un milagro.
—Mmm —James enrolló las vendas y las dejó en una de las cajas—. ¿Qué tal tengo el pelo? ¿Muy sucio?
—Tienes buen aspecto, para ser una momia —le dijo ella—. James, esto ha sido una crueldad. ¿Se puede saber qué esperabas conseguir?
Él suspiró.
—Bella, no sabes lo preocupado que estoy. Quizá no pueda convencerte de que hay una maldición, pero en el castillo de Masen pasa algo muy raro. Mientras Edward Cullen se mantuvo alejado del museo, todo fue bien. Y luego aparece de repente y a Riley le pica un áspid y a lord Vulturi lo manda llamar la reina…
—¡Oh, no!
—¡Oh, sí! Y, además, parece que sir Jason está perdiendo la cabeza. No hace caso a nadie, nunca está en su mesa… Bella, por favor, te juro que estoy aterrorizado por ti.
James parecía tan sincero que resultaba conmovedor. Pero Bella seguía indignada.
—Por tu culpa podría haberme dado un ataque al corazón, ¿sabes?
—¡Qué va! —repuso él—. Enseguida te has dado cuenta de que una momia no podía levantarse.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Bella. Luego lo miró con asombro—. ¿Cómo demonios conseguiste romper la bombilla? —preguntó.
—Yo no la he roto —reconoció él con una sonrisa remolona—. Ha sido cuestión de suerte.
Ella suspiró, sacudiendo la cabeza.
—James, si alguna vez vuelves a…
—Bella, por favor, dime al menos que tendrás en cuenta lo que te he dicho —le suplicó él. Ella suspiró, bajando la mirada. James se acercó y la agarró de la barbilla—. Vaya, así que estás realmente enamorada de ese granuja, ¿eh?
—James… —empezó a decir ella, y se quedó paralizada al oír un gemido en la oscuridad.

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